Introducción
1 En el marco del seminario sobre adopción internacional que coordinamos desde hace varios años, hemos venido desentrañando este concepto de filiación narrativa o de eje narrativo de la filiación que pensamos que puede ser propuesto como un cuarto eje, que vendría a completar provechosamente los tres ejes de la filiación definidos, en su momento, por Jean Guyotat (1980). La adopción internacional plantea, en efecto, de manera acuciante la cuestión de la búsqueda de los orígenes, cuya articulación en un relato resulta particularmente esencial en el caso de los menores procedentes de otros lugares que llevan consigo una doble extranjería (Golse 2012). Ahora bien, este eje narrativo de la filiación tiene con toda probabilidad una dimensión más general, que afecta a todos los menores, incluyendo también entre ellos a los hijos biológicos, aun cuando en su caso este eje narrativo se despliegue seguramente de manera más espontánea y menos explícita y, en la mayor parte de los casos, en singular y de manera menos conflictiva.
Los tres ejes de la filiación según Jean Guyotat
2 La filiación puede ser definida como una vivencia de pertenencia recíproca, vivencia que, una vez activada, requiere ser revisada a lo largo de toda la existencia en el seno de un proceso progresivo de adopción mutua entre adultos y niños, incluyendo también aquí la filiación biológica.
3 Este proceso se inscribe así en el tiempo y es difícil decir si se trata de un sentimiento que remite al afecto, una creencia que remite al mito o una convicción que remite al delirio (Golse 1988), de ahí que recurramos al término vivencia, sensación o experiencia de una pertenencia recíproca en la que el menor se vive como el hijo de esos padres y los adultos se viven como los padres de ese niño. Conviene añadir que existe una dialéctica profunda entre afiliación (sincrónica) y filiación (diacrónica) en la medida en que encontrar su lugar en la propia historia materna y paterna permite situarse mejor en el grupo familiar actual y viceversa.
4 Guyotat (1980) propuso definir la filiación en función de tres ejes: el eje biológico, el eje simbólico (legal o instituido) y el eje psíquico (afectivo, imaginario o narcisista). Las investigaciones de Michel Soulé y Jeanine Noël (2004) mostraron que la adopción es posible porque dos de estos tres ejes son ampliamente suficientes para la instauración de los procesos de afiliación, de filiación y de subjetivación.
La filiación biológica
5 Corresponde a la transmisión del material genético entre los progenitores y los hijos. Es la filiación que el Consejo Nacional para el Acceso a los Orígenes Personales (CNAOP) tiene presente en sus misiones (ayudar a las personas nacidas bajo secreto o anonimato a encontrar sus orígenes biológicos), aun cuando hay que relativizarla, sin por ello minimizarla. La filiación biológica no puede garantizar por sí sola una filiación psíquica. En nuestra sociedad, la filiación biológica está a menudo sobrevalorada. En efecto, la reducción del nacimiento a la sexualidad, y luego únicamente al ámbito de lo biológico o a lo legal hace abstracción del acontecimiento fundador del encuentro humano que, aunque breve, se sitúa siempre en el orden del deseo o del amor. Entre las fuerzas psíquicas que se enfrentan al trabajo psíquico de filiación, la fascinación de lo biológico puede a veces constituir un obstáculo de primer orden en el trabajo de la parentalidad. La procreación no basta por tanto para fundar la parentalidad en la medida en que solo el eje de la filiación psíquica permite el engarce de los tres ejes de la filiación.
La filiación legal, simbólica o instituida
6 Este eje de la filiación queda garantizado por las inscripciones simbólicas oficiales (libro de familia, certificado de nacimiento, libreta de salud, etc.), pero también por las oficiosas (cada vez que el niño escribe su nombre y su apellido en su cuaderno por la mañana en clase, al usar su nombre refuerza su vivencia de afiliación a su familia y, al declarar su apellido, su inscripción en su filiación paternal o maternal). Es por tanto importante recordar una vez más que el ser humano crea lo social a partir de la naturaleza, pero que el vínculo de sangre o biológico no es suficiente en sí mismo para producir un sujeto, un padre o una familia. La institución de la filiación es efectivamente determinante, y la creación de esta ficción jurídica es una de las funciones esenciales de la ley (en referencia a la ficción del padre siempre incierto). La filiación simbólica garantiza una tercera referencia que le permite al individuo encontrar su lugar en una filiación en la que nunca puede señalarse a sí mismo como su propio origen, sino en referencia a esta. Esto no significa en absoluto que el conocimiento de la filiación biológica sea superfluo, vano o inútil: esto significa únicamente que el proceso de filiación puede instaurarse sólidamente, aunque falte la filiación biológica; significa que la filiación psíquica puede aportar un anclaje a los otros ejes de la filiación cuando también implican a los padres llamados biológicos; y que el conocimiento de la filiación biológica puede calmar y tranquilizar los otros dos ejes de la filiación (afectivo y legal) cuando estos se han instaurado con otros adultos diferentes de los padres biológicos.
La filiación psíquica, afectiva, imaginaria o narcisista
7 El hecho de convivir en tríada hace que cada cual designe —explícita o implícitamente— el lugar de los otros dos en el seno de la estructura grupal («tu padre», «tu madre», «tu hijo» o «tu hija»). Esta filiación se origina así en la legitimidad del deseo, del reconocimiento afectivo y de la enunciación de la palabra. Se basa en una lógica narcisista y vincula al niño a la pareja (doble filiación materna y paterna) de la que procede gracias al fantasma de deseo que le precedió antes de su llegada al mundo. Esta filiación se construye con el tiempo, no aparece nunca de golpe. Permite al niño enunciarse y experimentarse como resultante de su madre y de su padre a través de la sexualidad parental fantaseada por el niño como su lugar originario (Juillerat 2001). La madre contribuye a instituir al hombre como padre de su hijo, y el niño valida a la mujer en su posición de madre (Lebovici 1998).
8 Finalmente, como vemos, el eje vertical y diacrónico de la doble filiación parental atraviesa el montaje edípico, triangular y sincrónico, para permitir que el montaje genealógico funcione en el niño y asegurar su posición permitiéndole así abordar y elaborar este montaje en función de sus movimientos afectivos y pulsionales (Levy-Soussan 2010). Cuanto más garantizada está la filiación, menos preguntas plantea el niño, pero con la paradoja aparente que hace que cuanto más seguro está el padre de su parentalidad, más acepta ser cuestionado en este nivel («te conozco como si te hubiera parido») en juegos de refuerzo a contrario sensu de la filiación psíquica según el adagio bien conocido que afirma que «no se nombra la soga en casa del ahorcado». Dicho de otro modo, la vivencia de la pertenencia recíproca remite simultáneamente a lo que experimentamos, a lo que creemos y a aquello de lo que estamos convencidos, sin que esto dependa estrictamente de la racionalidad biológica.
El concepto de filiación narrativa como cuarto eje de filiación (eje del relato)
9 Independientemente de que la vivencia de la filiación de un niño se base totalmente o solo en una parte de los tres ejes de la filiación citados anteriormente (la adopción nacional o internacional elimina por definición los dos ejes biológicos materno y paterno), actualmente nos parece que los diferentes ejes activos, para ser efectivos, tienen que nutrirse y apuntalarse en un eje que proponemos denominar como eje narrativo de la filiación y que descansa en la articulación como relato de los orígenes del hijo (biológico o adoptado). Este eje del relato, en efecto, forma un tejido conjuntivo o el entramado emocional de los otros ejes de la filiación, y percibimos en qué medida su importancia es decisiva para trenzar de alguna manera los otros ejes y aportarles sus cimientos históricos en el sentido de la historia subjetiva del niño.
10 Articular en un relato los orígenes ofrece a la filiación un punto de vista ontogenético que complementa los otros puntos de vista, que son el punto de vista filosófico (Ricœur 1983, 1990), el punto de vista del desarrollo (Stern 1989, 1992) y el punto de vista psicodinámico (Lebovici 1994, 1998), que anuda el sí mismo y el relato. Ahora bien, queda claro que la búsqueda de los orígenes no cubre solo la identidad biológica de los progenitores, sino también —y tal vez sobre todo— el deseo de tener un hijo, la historia de la pareja (que funda el encuentro de los gametos), el embarazo, el nacimiento y la historia de los primeros vínculos. Por tanto, el hecho de que el relato permita y ayude al niño a inscribir psíquicamente sus orígenes sugiere que la dinámica de los orígenes tiene valor de trauma, que como tal precisa testigos para poder ser concebido mentalmente, superado y vivido de manera constructiva (trauma mínimo o estructurante [Winnicott 1969, 1975]).
Las raíces epistemológicas del concepto de narratividad
11 El concepto de narratividad es a la vez antiguo y moderno, resultante de horizontes epistemológicos múltiples y actualmente en pleno auge, concretamente en el campo del desarrollo y de la psicopatología dinámica. Se pueden describir así diferentes raíces epistemológicas de este concepto.
Las raíces filosóficas
12 Pensamos aquí naturalmente en Paul Ricœur. Para este autor, en efecto, la cuestión filosófica planteada por el trabajo de composición es la de las relaciones entre el tiempo del relato y el de la vida y la acción afectiva. Ricœur apela así a varios enfoques en su obra ya clásica Tiempo y narración (1983): principalmente la fenomenología del tiempo, la historiografía y la teoría literaria del relato, ya sea relato histórico o relato de ficción. Ricœur (1990) propone finalmente la idea de que la identidad del ser humano es en realidad fundamentalmente una «identidad narrativa», con la noción corolaria de eventuales «impedimentos de narratividad».
Las raíces históricas
13 La historia es, por definición, una ciencia narrativa y esto muestra claramente que se le rechaza menos a la historia que al psicoanálisis el estatus de ciencia, a pesar de que ambos comparten de manera evidente el hecho de no poder repetirse: la historia tartamudea a veces, pero nunca se repite exactamente igual.
14 Sea como sea, el concepto de narratividad resulta central para los historiadores quienes, como los psicopatólogos, se ven confrontados a las dificultades de darle sentido inmediato, a la necesidad de tomar distancia, a los efectos del après-coup y la inevitable consideración de cierta subjetividad. No caracteriza en absoluto a la verdadera modernidad el intento de evacuar toda subjetividad, sino todo lo contrario, el hecho de tenerla en cuenta como analizador indirecto de los fenómenos y de los procesos observados.
Las raíces literarias y lingüísticas
15 «La historia es una novela que fue, la novela es la historia que pudo ser» (Goncourt y Goncourt 1861 [traducción propia]). Aquí se perfila también toda la cuestión de la enunciación del relato y de su estilística. «El estilo es el hombre mismo» decía ya en su época Jacques Lacan (1966), y también conocemos toda la descodificación sociolingüística que Roland Barthes (1967) hizo de cierto número de comportamientos superficiales (como la manera de vestir), susceptibles de connotar lo íntimo del sujeto. Hay ahí por lo tanto toda una semiología de la apariencia que tiene efectivamente valor de narración de la visión del mundo que el individuo se hace de sí mismo y de su entorno.
Las raíces psicoanalíticas
16 Estas remiten en realidad a la cuestión de los denominados procesos de vínculo. Podemos decir que la narratividad del sueño ha sido por supuesto estudiada desde hace mucho tiempo. Desde La interpretación de los sueños (Freud 1900) hasta los trabajos de Ángel Garma (1981) sobre la función antitraumática del sueño, es el trabajo de narración onírica lo que se ha destacado en la reflexión psicoanalítica, trabajo de narración extremadamente complejo, puesto que el sujeto del sueño es a la vez el autor del sueño, su director y su actor (o sus diferentes actores), a través de los procesos de difracción identificatoria. Esta complejidad narrativa ha sido aprovechada por la novela moderna y, en el plano cinematográfico, podemos recordar la película Sueños de Akira Kurosawa. A su manera, esta película reflejaba bien el trabajo de primarización de los significantes arcaicos u originarios que el sueño, cada noche, reelabora incansablemente y que, a través de su actividad de construcción de relato, reactualiza ciertas etapas tempranas del desarrollo y repara así las envolturas psíquicas eventualmente dañadas por la vida diurna (la «capa del sueño» de Didier Anzieu, 1985).
17 Para apuntalar estas ideas sobre los vínculos entre el sueño y el trauma, nos permitimos aventurarnos algo más allá del registro psicoanalítico stricto sensu, para evocar el formidable texto de Jorge Semprún, La escritura o la vida (Semprún 1994), dedicado a la función vital de la escritura después de la Shoah, trabajo de supervivencia que responde a una frase citada a menudo: «todas las penas son soportables si podemos hacer con ellas una historia», que da a entender que, en el relato de la vida, no es el pasado lo que cambia, sino la relación que un sujeto mantiene con su propia historia. El trabajo del preconsciente puede conceptualizarse también en términos de actividad narrativa a través del proceso de doble inscripción, consciente e inconsciente, de las representaciones de cosas y de su vínculo con las representaciones de las palabras correspondientes.
18 René Diatkine (1979, 1994), por su parte, insistió en los vínculos funcionales entre la narratividad del bebé y la «capacidad de ensoñación» de la madre (Bion 1962, 1963, 1965). Según este autor, durante el segundo semestre de vida el bebé adquiere la capacidad de decirse a sí mismo que «si su madre no está ahí es porque está en otra parte», elaboración minúscula, pero crucial, y que tiene ya el valor de una narración de la ausencia.
19 La narratividad se ve también implicada en la teoría del après-coup, puesto que la dialéctica de doble sentido (Laplanche 1999) entre el pasado y el presente funciona bien como una reescritura permanente de sus relaciones recíprocas (el pasado ilumina el presente, pero el presente permite también retrodecir el pasado).
20 Nos gustaría citar finalmente las investigaciones de Jacques Hochmann (1997) sobre la narratividad y las de Marion Milner (1976, 1990) sobre la maleabilidad del objeto primario para indicar la importancia que el psicoanálisis concede en la actualidad a la narratividad como fuerza de inscripción y de vínculo que permite historizar la ontogénesis y las interrelaciones del sujeto con su entorno, lo que hace de este concepto una herramienta central en la reflexión metapsicológica.
Las raíces del desarrollo
21 Algunas de ellas acaban de ser evocadas anteriormente, pero vamos a señalar tres cuya importancia es actualmente innegable.
22 El sentido de un sí mismo verbal o de un sí mismo narrativo estudiado por Daniel N. Stern. En su libro Le journal d’un bébé (Stern 1992), intenta Stern, de manera sorprendente, poniéndose en parte en la piel y en la mirada de un bebé, mostrarnos todo el trabajo que deben hacer los niños para lograr vincular entre sí las diferentes experiencias y los diferentes episodios interactivos que experimentan a lo largo de la jornada y que, de no ser así, quedarían en meros acontecimientos sucesivos independientes, simplemente yuxtapuestos y sin relación unos con otros. Es evidente todo el proceso de subjetivación que concurre aquí porque, sin el sentimiento de cierta continuidad de existencia (Winnicott 1958) como individuo separado y diferenciado, el niño no podría identificar el hilo conductor que vincula los diferentes acontecimientos de su jornada. Dicho de otro modo, lo que permite vincular estos diferentes episodios es el sentimiento del sujeto de ser siempre él mismo a lo largo de un lapso de tiempo y esto implica la instauración del narcisismo primario, pero en el sentido de un movimiento cuya reciprocidad es también cierta, puesto que el acceso a la narratividad condiciona al mismo tiempo la instauración de este narcisismo.
23 Según Stern (1992, 1993, 2005), la realidad psíquica del bebé puede descomponerse en una sucesión de unidades temporales elementales, una sucesión de «ahoras» que son experimentados por él de manera independiente y que comportan, cada uno, su dinámica propia desde un punto de vista que casi podríamos considerar fenomenológico. De ahí la idea de «envoltura proto o prenarrativa» desarrollada por este autor y que representa, en el fondo, la unidad básica de la realidad psíquica infantil preverbal. [1] Esta capa protonarrativa o prenarrativa permitirá al niño identificar aspectos invariables en las repeticiones interactivas, que se inscribirán en su psique en forma de representaciones analógicas («representaciones de interacciones generalizadas») y que concurren en la emergencia de un sí mismo verbal en torno a la edad de dieciocho meses (después de las instauraciones sucesivas del sentido de un sí mismo emergente, entre cero y dos meses, del sentido de un sí mismo nuclear, entre los dos y los siete meses y del sentido de un sí mismo subjetivo, entre los siete y los dieciocho meses). Vemos así que el sentido de un sí mismo verbal o narrativo radica en la implementación de «esquemas-de-estar-juntos» (el weness de los autores anglosajones), en el compartir afectos y emociones y, finalmente, en la identificación de eventos interactivos específicos o generalizados, sentido este de un sí mismo verbal que ofrece al niño la posibilidad, no in-mediata (es decir, mediada por el adulto), de «contarse» a sí mismo su propia historia cotidiana.
24 Las figuraciones y narraciones corporales protosimbólicas. Tanto si pensamos, por ejemplo, en los trabajos de Geneviève Haag (1985, 1991) sobre las identificaciones intracorporales como en los llevados a cabo en el Instituto Pikler-Lóczy por el equipo de Anna Tardos (1991), sobre el funcionamiento de los bebés durante los momentos de la denominada «actividad libre», podemos defender cómodamente la idea de que el niño tiene, a edad muy temprana, la capacidad de refigurar, en su teatro corporal o comportamental, y esto a título de «ecuación simbólica» (Segal 1957), los encuentros que acaba de realizar, tanto si se trata de encuentros relacionales con un compañero humano o encuentros con objetos inanimados. En esta refiguración corporal o comportamental protosimbólica encontramos probablemente el germen de la narratividad ulterior, narratividad preverbal que se despliega, por supuesto, en atmósfera de consciencia no tética en el sentido de que el niño no tiene aún, en este punto, la conciencia de su primera actividad simbolizante.
25 Y, finalmente, los vínculos entre apego y narratividad. Este es un aspecto importante de la reflexión contemporánea en materia de narratividad y de desarrollo. La hipótesis es, en efecto, que la calidad de la narratividad enraíza, de hecho, profundamente en la calidad de los vínculos de apego temprano. Esta hipótesis fue además uno de los aspectos más destacados de la reintroducción de la representación mental en la teoría del apego (Main, Kaplan y Cassidy 1998), tras un largo período en el que los psicoanalistas consideraban precisamente que esta teoría dejaba demasiado de lado toda actividad representativa.
26 Desde entonces, se desarrollaron numerosas investigaciones dentro de esta perspectiva y ahora sabemos que cada edad de la vida tiene a su disposición herramientas que permiten evaluar la calidad de los esquemas de apego: la strange situation (Ainsworth 1982) en edad temprana, las attachment story completion procedure en los niños en período periedípico (Bretherton 1990) y el adult attachment interview de Mary Main (1998) en los adultos, con algunas versiones modificadas para emplearlas con adolescentes y preadolescentes.
27 Es importante recordar que el dogma, o más bien el axioma, de una correlación entre la calidad de la narratividad y las características de los vínculos de apego tempranos constituye actualmente una hipótesis fundamental acerca del desarrollo que ha demostrado ser capaz de abrir fecundas reflexiones y vías de investigación.
28 Para terminar con las raíces del desarrollo del concepto de narratividad, cuya innegable importancia ontológica queda ya manifiesta, señalaremos únicamente que estas retoman, en realidad, los principales ejes inherentes a las otras raíces epistemológicas citadas anteriormente: el sí mismo verbal y la fenomenología del tiempo (para las raíces filosóficas), el relato y la historia (para las raíces históricas), lo narrativo y la enunciación (para las raíces lingüísticas) y, finalmente, los procesos de vinculación y los efectos del après-coup (para las raíces psicoanalíticas).
29 Dicho de otro modo, las diferentes raíces epistemológicas del concepto de narratividad que hemos planteado convergen de alguna manera en el enfoque del desarrollo actual, y esto es, sin duda, una de las múltiples riquezas de la psiquiatría del bebé que, como sabemos, ha tenido un impresionante auge en las últimas décadas (Golse y Moro 2014).
Algunas reflexiones a partir de las interacciones tempranas
30 Existen por supuesto diferentes niveles de relato: colectivo (las costumbres y los ritos), preverbal o verbal. Nuestro primer ejemplo es un ejemplo de relato preverbal, los siguientes son más bien ejemplos de tipo verbal (Golse 2015).
El espacio de las interacciones tempranas como espacio de relato con doble sentido (las investigaciones del Instituto Pikler-Lóczy de Budapest)
31 También los bebés necesitan una historia (Golse 2001): una historia que no sea únicamente médica, genética o biológica, sino que también sea —o que sea sobre todo— una historia relacional (Golse 2001). Solo esta historia relacional les permite, en efecto, inscribirse en su doble filiación —materna y paterna— y activar sus procesos de afiliación (pues la filiación y la afiliación mantienen una relación dinámica dialéctica mutua en la cual insistía mucho Serge Lebovici [1997], cuando afirmaba que la filiación permite la afiliación y que la afiliación permite la inscripción en la filiación). A Bernard Doray (1995) se le ocurrió un día esta hermosa frase que citamos aquí de memoria: llegará un día en que sabremos hacer trasplantes de cualquier cosa, de hígado, de corazón, de riñón, de pulmón… pero hay algo que probablemente, y tal vez felizmente, no podremos hacer nunca: trasplantes de historia. La historia se construye, en efecto, de manera colaborativa entre los menores y los adultos; es el fruto de una escritura colaborativa activa. Y este es el punto en el que me gustaría insistir porque, por ello, la propia narratividad resulta ser fundamentalmente el producto de las interacciones tempranas. Bien sabemos a estas alturas que la historia ha sido siempre el objetivo de todas las dictaduras, porque privar a los seres de su historia es tal vez la esencia misma de la violencia, y esto ha sido siempre así, en todas partes. Esto es muy importante para quienes están a cargo de un bebé (y no solo para estas personas) y cada vez que nuestros modelos psicológicos o psicopatológicos olvidan la historia, asumimos el riesgo de una violencia teórica reduccionista y perjudicial.
32 El crecimiento y la maduración psíquicos de los menores, o bien su desarrollo en el buen sentido del término, pero también los trastornos de su desarrollo, ocurren siempre, en efecto, en la interfaz entre lo interno y lo externo, es decir, en el cruce exacto de los factores endógenos y los factores exógenos. Ahora bien, si por factores endógenos entendemos la parte personal del niño (su temperamento, su equipamiento neurológico, genético, cognitivo, etc.), con el término factores exógenos hacemos referencia a los efectos del encuentro del niño con su entorno, efectos de encuentro por esencia imprevisibles y que constituyen, sin duda, el entramado de su historia relacional personal. Pero justamente estos encuentros constituyen la historia del niño, y le permitirán escribir su historia con el adulto como coautor; en este sentido hablamos del encuentro entre el adulto y el bebé como de un espacio de relato. Los bebés no solo necesitan que les cuenten historias, algo en sí mismo muy importante. Necesitan aprender también poco a poco a contar y a contarse a sí mismos su propia historia. Este aprendizaje interactivo se produce en el encuentro con adultos (uno o varios) que ya han instaurado su propia narratividad y esto remite a lo que Jean Laplanche (2002) describió como «situación antropológica fundamental», es decir, este cara a cara recíproco pero disimétrico (por la neotenia humana, física y psíquica) entre un adulto con un psiquismo y una sexualidad ya activa y un bebé en proceso de diferenciación. Para Laplanche, este cara a cara sería tal vez más específicamente humano que la propia dinámica edípica.
33 Sea como sea, ¿qué ocurre en este espacio de relato? Cada vez que un adulto se ocupa de un bebé, se instituye entre ambos un estilo interactivo que es eminentemente específico de esta díada. El estilo interactivo del adulto es, en efecto, el resultado de su historia personal (lo que es en la actualidad, el bebé que fue, la naturaleza de las interacciones tempranas que tuvo) y del encuentro con este niño particular que tiene sus propias características interactivas, en términos de temperamento, en términos de «modelos internos operantes» (Bowlby 1978, 1984 y Bretherton 1990) o en términos de «entonamiento afectivo» (Stern 1989), y que ocupa un lugar particular en el mundo interno representacional de este adulto singular. En el marco de este encuentro inédito, cada uno «contará» algo al otro. El adulto cuenta a su manera al bebé el bebé que él mismo fue, que cree haber sido o que teme haber sido, mientras que el bebé «cuenta» al adulto, a su manera, la historia de sus primeros encuentros interactivos o interrelacionales. Dicho de otro modo, por un lado, el adulto intenta hacer funcionar el bebé a imagen de sus propias representaciones de infancia induciendo en él movimientos identificatorios o contraidentificatorios por medio de microsecuencias interactivas que hablan, en realidad, de su visión del mundo (lo masculino, lo femenino, lo maternal, lo paternal, etc.) y que son el soporte concreto de cierto número de «mandatos transgeneracionales inconscientes» (Lebovici 1998) que transfiere al niño a través de proyecciones condicionantes en mayor o en menor grado. Por su parte, el bebé —en su caso se trata tal vez de cierta aptitud para la transferencia (Cramer y Palacio-Espasa 1994; Lebovici 1994)— intenta hacer funcionar al adulto de acuerdo con el modelo de sus primeras imagos interactivas. Cada uno cuenta por consiguiente al otro algo de su historia temprana, relato evidentemente disimétrico, más o menos retocado y más o menos reconstruido.
34 Podemos pensar que esta reorganización es más importante en el adulto, por estar más alejado que el bebé de su historia temprana, pero esto es algo aún por indagar. En cualquier caso, sabemos que el adulto le dice a menudo al bebé «¿qué cuentas?», lo que da testimonio de su consciencia del trabajo de narración efectuado por el pequeño, el cual, si tuviera palabras para hablar, le preguntaría lo mismo al adulto. Y de estas dos historias debe nacer una tercera. Una tercera que nace, que se origina, que se enraíza claramente en las dos primeras —la del adulto que ha vivido y la del bebé que comienza a vivir—, pero que puede funcionar como un espacio de libertad. Una tercera historia que se escribe de manera colaborativa a medida que se hace y que se dice, pero que será estructurante para el bebé solo si se vincula con las dos historias que le preceden, a la vez que se deja espacio para lo nuevo, para lo posible, para lo que todavía no ha sucedido. Solo a este precio podrá el bebé conquistar su «identidad narrativa» (Ricœur) que será, a todas luces, una cocreación interactiva.
35 Para terminar, nos gustaría añadir que las investigaciones del instituto Pikler-Lóczy de Budapest han aportado mucho para la emergencia de este concepto de tercera historia, construida colaborativamente entre el menor y los adultos (David y Appell 1973) y que, en cierto modo, la historia inicial del menor queda incluida en esta tercera historia cuya descodificación y elaboración secundaria participan fundamentalmente en la famosa búsqueda de los orígenes. Obviamente, este relato de doble sentido no solo está activo en la guardería de Budapest, sino en todas las situaciones habituales de adopción, tanto nacional como internacional. Se trata, en el fondo, de una articulación en un relato de la protohistoria del encuentro que permitirá luego que los ejes simbólico y psíquico de la filiación se desplieguen de manera fecunda. Es en ese sentido que hablamos de eje narrativo de la filiación en este marco de la adopción, como de un eje que apuntala, en un segundo plano, el proceso de instauración de los otros ejes de la filiación.
El deseo de los padres adoptantes y el derecho de los hijos adoptados a tener una historia
36 Al igual que ocurre en la homoparentalidad y otras formas de parentalidad, la adopción obliga a pensar la condición infantil y las necesidades de los menores de manera plural. Estos tienen al menos dos fragmentos de historia que deben lograr combinar: la de antes de la adopción y la de después. Los adultos deben posicionarse con relación a esto, con su deseo de ser padres, a pesar de los avatares y los obstáculos y a pesar de las propias dificultades de la adopción. El desafío es aquí el desarrollo de la filiación narrativa, tanto para los padres como para los hijos, tanto en el desarrollo del menor como en psicoterapia, tal y como demuestran Lisette y sus padres.
Lisette, el pajarito asustado
37 A Lise [2] le gustan los niños desde siempre, o al menos desde que tiene memoria. Empezó a jugar a las muñecas muy tarde y lo que le gustaba no era tanto peinarlas o vestirlas como darles de comer y enseñarles cosas. De adulta continuó con sus estudios de literatura y se convirtió en ilustradora de libros infantiles. Esto es lo que más le gusta hacer en la vida. El resto le aburre. Desde hace tiempo, Lisette tiene una mirada melancólica sobre la existencia. Dejará su familia, demasiado presente, y se irá a vivir a Australia para que el idioma también los separe: necesita sentirse lejos de su madre para existir verdaderamente y, sin embargo, se entiende bien con ella y la llama todos los domingos. Durante unos diez años, Lise tratará de encontrar la distancia adecuada con su madre, algo que le deja poco tiempo, fuera del trabajo, para conocer a gente. Tiene treinta y cuatro años cuando conoce a un hombre con el que puede imaginar el tener niños. Por fin, porque ya desespera por encontrar a alguien que quiera ser padre. Dos años de vida en común pasan y el niño no llega; luego tres, luego cuatro… y nada. La pareja lleva a cabo exámenes médicos y descubre que, a pesar de no haber impedimento médico, se dan una serie de parámetros en uno y en otro que hacen presagiar que no podrán tener hijos. Poco tiempo después, por ironía del destino, al marido de Lise lo trasladan en el trabajo y ella se vuelve a encontrar en Francia, su país de origen, por «seguir a su marido», pero sin hijo y con el deseo de tenerlo.
38 Lise se desespera por lo que ella llama «su sequía» y, harta de la situación, pide consejo a su madre, que le plantea el tema de la adopción. Su marido, que al principio se opone, termina por aceptar ante su tristeza. La pareja se va a Camboya para buscar un primer bebé. Tras una larga espera, él consigue obtener una niña de nueve meses, delgada y con mala salud. En el hotel, la niña gime mucho y bebe muy poca leche del biberón. Al llegar a Francia, sus padres, muy inquietos, acuden a mi consulta [3] por la anorexia secundaria de la bebé.
39 Acuden los dos a la consulta con la bebé. Al principio habla sobre todo Lise. Me describe las dificultades de la bebé para comer y parece muy preocupada por esta cuestión que se ha vuelto vital. «¿Cómo se llama la bebé?», le pregunto. Mi pregunta le sorprende. «Lisette», responde finalmente. «¿Y antes?». «¿Antes? ¿Quiere decir en Camboya? No sé, allí los bebés no tienen nombre». «¿Está segura?», le pregunto. El padre interviene entonces para decirme que esa no es la cuestión, que estamos ante un problema grave y que no ve el interés de ponerse a hacer antropología. Si el pediatra les ha remitido aquí es porque teme por la vida de la bebé, me repite algo molesto. Le doy mi confirmación, precisando: «La vida de quien ahora se llama Lisette y que, hasta hace un mes, tenía otro nombre y bebía otra cosa que no era leche».
40 Mis palabras tranquilizan a la pequeña, que hasta el momento estaba gimoteando. Se calma en los brazos de su madre y esto la anima a seguir hablando y le permite acordarse de ese tiempo que ella llama «antes», ese tiempo que solo ha compartido en parte con su hija y que le asusta. Me explica su primer encuentro, la mirada atemorizada de la bebé y su propio miedo a que estuviera enferma, por lo delgada que estaba. «Pero ¿qué comía ella en Camboya?». La madre dice que es una buena pregunta, que no se le ocurrió preguntar, porque pensaba que los bebés comen todos lo mismo. Sabiendo que vivió un tiempo con los aborígenes australianos, le pregunto qué comían los bebés en el bosque australiano. Lise se acuerda de que les daban té además de leche materna. «¿Y en Camboya?». «No lo sé». «¿Tal vez arroz masticado por las niñeras?», le propongo. «Esto vi que se hacía, pero ¡es sucio!». Le sugiero que se lo dé de una manera que le parezca adecuada, por ejemplo, aplastando el arroz bien cocido. Por descuido me equivoco y digo «Lisoa», y transformo así el nombre de la bebé haciéndolo, sin pretenderlo, un poco «asiático». «Es bonito —dice la madre—, pero ¿por qué cambia usted su nombre? ¡No vamos a cambiarle el nombre cada vez que alguien la conozca! Ya es bastante violento haberlo hecho una vez», añade mirando a su hija. Gracias a mi lapsus, que aprovechará como recurso, esta madre parece identificarse con lo que pudo vivir su hija y con su necesidad de un espacio intermedio que tenga en cuenta su historia camboyana. «Soy una madre que se proyecta totalmente en su hija y que la ve a su imagen. No como ella es, en definitiva», confiesa. «¡No es verdad! Bueno, no del todo», matiza su marido. Yo lo dejo en suspenso.
41 «En realidad —dice la madre levantándose— es importante que sepa cómo la llamaban en el orfelinato. Ahora me acuerdo, la niñera que se ocupaba de ella se lo dijo a nuestra traductora. Tenía un nombre jemer que, traducido, significaría algo así como “pájaro asustado”. Me alegra haberlo recordado». Les propongo a los padres emplear ambos nombres durante un tiempo, el que ellos le han puesto y el que empleaba la «niñera» camboyana. «De antes no sabemos nada —concluye la madre como soñando despierta, mirando a su hija—, no conocemos el nombre que sus padres le dieron». Al acabar la consulta, la madre ya acepta que es una buena idea darle arroz muy cocido a su hija y agua de arroz con una diversificación progresiva. El padre, por su parte, aún duda. Hasta el final de la consulta seguirá llamando a Lisette por el término genérico «nuestra hija», lo que indica su dificultad para investir esta bebé en su historia de otro modo que no sea desde el derecho y la posesión. Pero la madre hace su camino, se apoya en la mirada de su hija y en mí y responde: «Vale la pena intentarlo. Aún no hemos encontrado la manera». Probablemente, la manera de contarse. En los hechos, Lisette, el pajarito asustado, apreciará este nuevo espacio de sueño compartido con su madre y marcado por un cambio de alimentación, pero también de relato compartido. Animará a su madre con la reacción y el placer recuperado cuando esta la mira, la llama con sus dos nombres y le da de comer purés de verdura con… arroz. Aquí, el mestizaje de los relatos implica el mestizaje de la alimentación.
El derecho a una historia y no solo el derecho a los orígenes
42 A menudo vemos a parejas que quieren adoptar o que han adoptado niños y que evocan con frecuencia el «deseo de tener un hijo», antiguo, profundo y complicado por las circunstancias de la vida. La idea de adoptar da entonces forma a este deseo y es legitimada por él: «Puesto que es un deseo muy fuerte y que este deseo es “puro y sincero” el niño llegará». La persona o la pareja está dispuesta a recorrer un camino largo, e incluso complejo y, a veces, también transgresor. Así, una madre adoptante me explicaba que había intuido que el niño que adoptaría en Guatemala había nacido y que, por lo tanto, entre seis y ocho meses después a partir de esa fecha lo recibiría. El deseo construye un verdadero pensamiento mágico, verdadero espacio de ensoñación. Su fuerza es tal que el tiempo y las dificultades importan poco. Este deseo de los padres adoptantes se instaura como un origen para los menores adoptados, pero para ser compartido con los niños debe integrar el protorrelato del niño.
43 El tema es tan difícil de pensar y analizar que, salvo algunas investigaciones (Harf et al. 2013, 2015 o Benoit et al. 2015) realizadas sobre «el acontecimiento de la adopción» como tal, pocos estudios han analizado el impacto de la adopción en el desarrollo del menor y, sobre todo, en la construcción parental. La adopción en su realidad concreta, y más específicamente la adopción internacional, funciona a veces como un momento cero que, en algunas situaciones, constituye un sucedáneo del mito de los orígenes —como cuando se explica a las amigas el parto cuando el niño es pequeño— y, en otros casos, como un acontecimiento traumático a pesar de que era esperado desde hacía mucho tiempo.
44 De este modo podemos aportar un argumento al debate candente sobre lo que se viene llamando el «derecho a los orígenes» o lo que algunos llaman, de manera despreciativa, «la locura de los orígenes». A veces sucede que los menores adoptados en un momento dado de su vida tratan de averiguar qué fue de sus padres biológicos, de las circunstancias de su abandono o lo que los llevó a su nueva afiliación. Algunos terapeutas, filósofos, juristas o legisladores consideran esta iniciativa relacionada con los orígenes del menor como una falsa solución que no satisfará el «malestar» del menor adoptado. Somos sin embargo de la opinión de que aquí hay un malentendido. Lo que buscan estos niños planteando preguntas sobre sus primeros padres o tratando de encontrarlos es más una historia que un origen. No se trata únicamente de sentimientos, sino también del vínculo a un lugar, a sensaciones, a una temporalidad, a una narratividad, la de quienes hacen a la materialidad del lugar donde se nace. Esto puede ubicarse en el nivel de los recuerdos, de la imaginación, del fantasma o del simple relato. Se trata del derecho a una historia, sin que esto implique que se asuma por completo. Tal vez se retengan solo algunas partes o incluso fragmentos o tal vez se la rechace en ciertos momentos y en otros se la idealice. A veces vendrá una segunda etapa, que consistirá probablemente en sublimarla, utilizarla como fermento de creatividad o incluso olvidarla. Pero para olvidarla es importante que no haya sido prohibida, negada o transformada en objeto humillante. Cuando son pequeños, no quieren que les hablen en español, tailandés o bambara; cuando son grandes, les reprochan a sus padres adoptivos el no haberlo hecho o sobre todo el no habérselo permitido: la historia del desarrollo de los niños es así, no es lineal, es compleja, dialéctica, reflexiva y narrativa.
45 A menudo se recurre a los factores sociales en el sentido de la simplificación como, por ejemplo, «tu madre te abandonó porque eran muy muy pobres». Ahora bien, la historia de un ser no se reduce ni a su pertenencia social o cultural ni al vínculo que una persona o varias han tenido con uno, ni siquiera a los hermanos y hermanas, a los que han compartido el infortunio, ni tampoco al olor de la papaya verde o del arroz pegajoso, ni al canto de las ranas en la charca ni a la violencia de los más mayores que vivían con uno en la calle, allá, en Guatemala. Nada resume la historia de uno, pero está incluida en todos estos pequeños momentos de lo cotidiano que nos contamos y que, aunque la vida fuera dura, nos pertenecen.
46 Los menores adoptados describen a menudo este sentimiento de vacío que oponen a lo demasiado lleno que se les propone. Hay un concepto que parece bastante útil para pensar esta falta que describen a menudo con mucha sensibilidad, pero de manera fragmentaria: el de memories in feeling, de Melanie Klein; recuerdos en forma de sentimientos, de sensaciones y, a menudo, sin palabras. Esta dialéctica de la falta se da en todos los menores adoptados. Negarles este derecho a una historia con un antes y un después, en especial cuando ya se han hecho mayores, es privarles de su historia colectiva y de una parte de sus afiliaciones. La construcción identitaria no solo admite, sino que necesita, una pluralidad de afiliaciones, sobre todo en estas situaciones en las que no hay punto fijo y en las que lo singular, sea lo que sea, no puede dar cuenta de la realidad subjetiva y concreta de estos niños y de sus historias. Como Noa, una niña vietnamita adoptada y con acompañamiento terapéutico, [4] que se quejaba amargamente de que sus padres adoptivos no querían llevarla a Vietnam. «Les he dicho —me explicaba— que quiero ir a Vietnam para ver si la gente se parece a mí». Ellos respondieron, por una vez de acuerdo entre ellos: «No, iremos a Tailandia, que es un país más desarrollado y más acogedor». Es cierto, pero la historia de Noa se ha escrito sobre todo en Vietnam, ahí se encuentra una parte de sus afiliaciones y un fragmento de historia colectiva que quiere hacer suya. Tailandia puede ser un espacio intermedio entre los padres y su hija, pero no puede encarnar completamente la historia de Noa, ni permitirle figurársela y reconciliarse con ella.
47 La filiación narrativa es este tejido entre filiación y afiliaciones múltiples de aquí y allá, de hoy, de ayer y de mañana, afiliaciones reales, familiares, culturales y sociales (Feldman et al. 2016), pero también imaginadas, fantaseadas, inventadas o incluso soñadas. Las afiliaciones, en el sentido de pertenencias, pueden ser múltiples, con varios países y varias historias, inestables, dinámicas y cambiantes (Moro 2007, 2010, 2015).
Conclusión
48 Igual que no hay amor sin una historia de amor, por parafrasear una célebre frase de La Rochefoucauld, no hay filiación sin la articulación de un relato, sin relato, sin narratividad de la filiación. Esta filiación narrativa, cuarto eje de la filiación, que se hace explícita en las nuevas formas de filiación y que hemos estudiado aquí esencialmente en relación con la adopción internacional, pertenece a todos.
49 Más allá de la adopción, adquiere toda su dimensión en diversas problemáticas relacionadas con la búsqueda de los orígenes, algo que no nos era posible abordar en el marco de este trabajo.
Notes
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[1]
Se trata en realidad de un concepto procedente de las investigaciones de Katherine Nelson sobre las «representaciones de acontecimientos» (1986), de las de Jean M. Mandler sobre los «esquemas de acontecimientos» (1983) y de las de Roger C. Schank y Robert P. Abelson sobre los «scripts» (1977), pero que aquí precisamos con su orientación hacia un objetivo (deseo), su estructura de tipo narrativo (línea dramática), su jerarquización y su estructura temporal.
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[2]
En este texto, por discreción, se han cambiado todos los nombres, incluso de los lugares, las profesiones, etc.
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[3]
Marie Rose Moro.
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[4]
Por Marie Rose Moro.