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1¿Cómo podemos establecer criterios de evaluación de la corrupción, cuando afecta a regímenes normativos diferentes? Dicho de otro modo, ¿en qué medida podemos aplicar los mismos estándares de corrupción para juzgar países que han conocido desarrollos históricos e institucionales diferentes? Estas cuestiones, de una importancia evidente, lamentablemente no han ocupado la atención en la nueva concepción de la corrupción emergente en el derecho internacional. Hasta finales de los años 80, las entidades financieras bilaterales y multilaterales, como los Estados Unidos, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, consideraban la corrupción como un fenómeno lamentable pero inevitable. [1] La importancia del rol geopolítico de algunos dictadores —como Mobutu en la República del Zaire o Duvalier en Haití— ocultó las formas masivas de corrupción de sus regímenes. Sin embargo, el final de la Guerra Fría hizo desaparecer la necesidad de seguir apoyando los regímenes dictatoriales denominados anticomunistas y produjo un cambio en las actitudes y las políticas de las entidades financieras. Algo que hasta entonces era percibido como indeseable pero tolerable, sería visto a partir de ese momento como completamente inaceptable. Se produce así un deslizamiento normativo notable en la concepción de la corrupción del derecho internacional. Desde entonces, la idea de un instrumento legalmente vinculante a nivel mundial para luchar contra la corrupción ha logrado un amplio consenso en la comunidad internacional. [2] Organizaciones como la OEA, la OCDE, la ONU o el Consejo de Europa incitaron a los países en desarrollo a adoptar normas reguladoras (convenciones, tratados, protocolos), con el fin de frenar la corrupción en las transacciones internacionales.

2Aunque ha sido bien recibida por la mayor parte de los Estados, esta nueva ortodoxia jurídica del derecho internacional no deja de ser problemática en su aproximación penal de la corrupción. Procede, en efecto, de una forma de simplificación del fenómeno de la corrupción, adoptando una perspectiva reduccionista que hace de ésta una simple desviación respecto a las normas legales establecidas. Sin duda, esta perspectiva puede resultar rigurosa en la incriminación y la condena de ciertos comportamientos. Sin embargo, abre la vía a comparaciones arriesgadas entre países que, habiendo conocido un trayecto histórico e institucional diferente, disponen de marcos legales y sistemas de legitimidad cuanto menos dispares. Pareciera incluso que uno de los elementos estructuradores del nuevo consenso normativo internacional es la capacidad que le confiere a ciertos Estados para etiquetar a otros Estados, confinándolos en una especie de esencia ilegal universalista. Algunos países o Estados se ven así comúnmente etiquetados de «corruptos» en los estudios internacionales comparativos. Estos estudios postulan perentoriamente, y de manera equivocada, haciendo totalmente abstracción del contexto histórico, institucional y socioeconómico de las sociedades, que las leyes, locales o internacionales, son justas en su aplicación. Si este presupuesto es válido en el caso de las democracias establecidas, no puede decirse lo mismo de los países en los que la democracia aún está en una fase de tanteo y de búsqueda de legitimidad, y donde el entorno institucional general es letárgico. Esta observación básica hace inoperante o incluso inadecuada cualquier voluntad de estandarización formal de los criterios de evaluación de la corrupción, y apela a volver a colocar en el centro del debate la espinosa cuestión del contenido normativo plural de dicha evaluación. De ahí el objetivo de este artículo.

3El artículo está dividido en dos partes. La primera plantea las dificultades de la concepción jurídica reduccionista de la corrupción. Esta parte sostiene que todo sistema legal tiene efectividad únicamente si está fundado sobre un sistema de legitimidad más amplio, que procede, a su vez, de una concepción del bien. La segunda parte propone una evaluación comparativa de la corrupción a partir de una tipología de los países que han desarrollado formas similares de normatividad, en razón de su trayecto histórico, institucional y socioeconómico.

La corrupción, entre acuerdo y desacuerdo: consideraciones y observaciones

4La extensión a escala internacional de la aproximación jurídica de la corrupción es concomitante con la progresión de la democracia y de la liberalización económica provocada por el hundimiento del bloque del Este. Encuentra su fundamento teórico en una modelización económica del comportamiento humano, cuya expresión más ilustre es probablemente la teoría del crimen racional del premio Nobel de economía de 1992 G.S. Becker. Inspirándose en el modelo estándar del homo œconomicus, esta teoría considera que los individuos se vuelven criminales porque comparan las recompensas financieras de un crimen, teniendo en cuenta la probabilidad de ser capturados y condenados, y la severidad de la pena. [3] Desde esta perspectiva, el principio de maximización de su utilidad empuja al individuo a adoptar un comportamiento corrupto, racionalmente desviado, si puede esperar de ello ciertos beneficios. [4]

5Versiones diversas de este marco de análisis microeconómico de la criminalidad inspiraron nuevas políticas penales internacionales de la lucha contra la corrupción. Muchos países tipificaron, entonces, como infracción penal, es decir como crímenes, ciertas prácticas desviadas. [5]

6La toma de conciencia internacional de la necesidad de combatir la corrupción permitió, tal y como hemos mencionado, ciertos avances importantes, que son innegables. [6] Sin embargo, se hace en detrimento de un debate de fondo sobre las categorías que deben aplicarse para pensar la corrupción en todas dimensiones normativas que esta requiere. Además, se realiza sobre la base de un reduccionismo del sistema de las motivaciones de la acción humana, haciendo de ellas o bien la expresión de una necesidad —manifiesta en y por el miedo a morir de hambre— o bien la expresión de una avidez o del afán de ganancia monetaria. Si bien estos son, en efecto, móviles importantes, que pueden explicar la aparición de la corrupción en una transacción, no son los únicos.

7Observemos, en primer lugar, que la corrupción forma parte de esas nociones que se construyen, inherentemente, de forma negativa. Etimológicamente, remite a la putrefacción de una sustancia, a su degeneración. Sin embargo, desde un punto de vista sociológico, es una noción a la vez descriptiva y normativa. En otras palabras, ayuda a etiquetar un conjunto de comportamientos y, a la vez, su evocación suscita un estado mental de reprobación equívoca. El hecho de que se construya en referencia a un criterio normativo de contornos difusos y plurales le hace vacilar entre las categorías de «bien y mal» (incluido aquí el sentido del bienestar social), de lo «justo y lo injusto», de lo «legítimo y lo ilegítimo», de lo «legal y lo ilegal». Estos diferentes registros normativos contribuyen a la complejidad de la identificación y la evaluación de la corrupción. Además, si bien la noción misma se percibe negativamente —a ningún ciudadano se le ocurriría decir actualmente que la corrupción es algo bueno— sus avatares pueden conocer tratamientos diferentes. Algunos actos o comportamientos pueden ser valorados positiva o negativamente en función de los contextos sociales. Valga como ilustración los casos recogidos en la literatura científica en los que los favores étnicos implican una forma de corrupción de proximidad, es decir, una situación en la que es la lealtad relacional, dictada por vínculos de parentesco, de afecto, de casta, la que motiva a quien detenta el poder. [7] En algunos países en desarrollo, ciertos casos de «malversación de fondos» gozan de una forma de sanción positiva entre la población. En estos casos, los comportamientos en cuestión no son considerados como corrupción. Así, la noción de corrupción está cargada de negatividad, pero sus significados, sus referentes o sus manifestaciones pueden ser evaluados positiva o negativamente según el grupo, el momento o incluso el espacio.

8En segundo lugar, los criterios de evaluación de la corrupción resultan del marco institucional o del sistema de legitimidad estudiado, entendido en el sentido de un complejo normativo jurídicolegal y social que sirve de marco para las acciones de los representantes de los poderes públicos. Dicho de otro modo, la evaluación de la corrupción no puede obviar el contexto institucional general, es decir, jurídico y social, en el que se etiquetan las prácticas.

9Valga un ejemplo para ilustrar esta cuestión, relativo a los países que viven desde hace poco tiempo una situación de cambio político e institucional que llamaremos grosso modo «transición democrática». En esta categoría se encuentran países de África del Norte y de Medio Oriente que han emprendido una forma de democratización de su sistema político. Estos países estaban marcados, antes del inicio del establecimiento del marco institucional democrático, por el bloqueo de su sistema político y la represión sistemática de toda oposición a los regímenes imperantes. Supongamos, en este contexto, que un opositor queda detenido por haber subvertido el orden público, orden por otra parte injusto en su fundamento y sus manifestaciones. Este prisionero sabe que la probabilidad de salir con vida de su presidio es casi nula, visto el final trágico de otros militantes que han corrido la misma suerte que él. Decide entonces establecer una transacción de corrupción con uno de los carceleros de la prisión para comprar su libertad. De este modo planifican, entre los dos, la fuga en secreto del prisionero. Si nos limitamos a los dispositivos legales de este orden injusto, el prisionero es un corruptor y el carcelero, un corrupto. Sin embargo, esta consideración suscita el sentimiento de una doble injusticia en un espectador imparcial. [8] En primer lugar, el opositor político no debería estar en prisión, porque denuncia un orden injusto. Su acto para recuperar la libertad es, en este sentido, un medio legítimo para sortear una situación ilegítima. En lo que respecta al corrompido, es decir, al carcelero, también será objeto de una indulgencia relativa por parte del espectador imparcial, porque entra en esa transacción, haciendo peligrar también su vida. Podemos suponer, desde una lógica de costo/beneficio, que su acto no está exclusivamente orientado por una racionalidad con arreglo a finalidad. Tal vez se ha convencido, más allá de la retribución monetaria recibida, de que ayudar a un inocente a evadirse de la prisión constituye una buena acción.

10Este ejemplo muestra, a nuestro parecer, la indisociabilidad de una cierta concepción del bien en toda evaluación de la corrupción. También pone en evidencia el límite de una definición puramente legal de la corrupción, evocando la posibilidad de una barbarie legal, al servicio de las agendas ocultas de quienes están en condiciones de producir las leyes y de hacerlas respetar.

11Alguien podría objetar, sin embargo, que este ejemplo se aplica mal al sistema de legitimidad democrática porque, en un régimen democrático, el legislador se establece de acuerdo con la voluntad general de los que están sometidos a la ley. Esta objeción sólo es verdadera parcialmente. Los matices de la cuestión se desprenden del hecho de que la legitimidad, en un régimen de tipo democrático, no resulta exclusivamente del modo en que se determina quiénes promulgan las leyes. En la mayor parte de los países en desarrollo, el deseo social de la democracia va históricamente de la mano de un doble requisito moral: en primer lugar, la exigencia de derechos y de libertades civiles y políticos, y entre ellos el derecho de elegir a sus propios gobernantes; a continuación, la exigencia de una justicia social que se traduzca en una mejora de las condiciones de vida de los más desfavorecidos, englobando la atención médica, la alimentación, la educación, el trabajo, la seguridad (física y jurídica), el alojamiento, la igualdad de trato en la asignación de los servicios públicos, el acceso a las infraestructuras. Es así como la democracia, entendida como régimen y como forma de gobierno, retomando a Pierre Rosanvallon, [9] resultó legítima en la historia de la mayor parte de las sociedades, porque llevaba en sus principios la respuesta a esta doble exigencia moral. Contrariamente a una concepción normativa sustantivista, a menudo preconizada en algunas organizaciones e instituciones internacionales, según la cual la democracia no tendría otra justificación que sí misma, en una especie de horizonte insuperable, la concepción de la democracia que prevalece en la mayor parte de los países calificados de PMA [10] es, sobre todo, consecuencialista. En estos contextos sociales, la democracia tiene la obligación de demostrar su capacidad o dar resultados. Cuando, durante una cierta experiencia democrática, o durante su desarrollo, se esparce el sentimiento colectivamente compartido de grandes desilusiones respecto a las promesas de la democracia, la supuesta legitimidad de la democracia se deshace. Emergen formas de normatividad concurrenciales, que entran en conflicto con el modo democrático de establecimiento y regulación de las sociedades. De manera concreta, cuando una sociedad está fundada sobre desigualdades flagrantes e insostenibles, las leyes y los dispositivos estatales que persiguen la perpetuación del orden social constituyen necesariamente sendos obstáculos para la emancipación y el respeto de los derechos fundamentales de quienes padecen ese orden injusto. En tales circunstancias, no es posible exigir a nadie la obediencia a leyes cuyo propósito, explícito o implícito, es perpetuar una situación de injusticia heredada por un desafortunado trayecto histórico.

12Pero ¿qué consecuencias tienen estas consideraciones en la concepción penal internacional de la corrupción? Son varias.

13En primer lugar, hacen inteligibles los mecanismos de activación de la corrupción en las transacciones comerciales internacionales. En efecto, son las empresas de los países más ricos en el escenario internacional las responsables de la mayor parte de los actos de corrupción internacional (los Estados miembros de la OCDE, de la UE, del G7, etc.). La corrupción activa de funcionarios públicos extranjeros, incluso en el momento de las elecciones, se hace a través de un juego de espejos que consiste en activar, entre los dirigentes (o los aspirantes al poder) de los países en desarrollo, el sentimiento de una posible justicia social a favor de los más desheredados. Los sobornos en la adjudicación pública de grandes obras de infraestructura o con vistas a obtener permisos oficiales de explotación de recursos mineros, o incluso para beneficiarse de un trato preferencial, en cuestiones fiscales o aduaneras, es así presentada a menudo como un medio potencial del que se sirven los dirigentes para satisfacer las reivindicaciones de los más pobres. Al mismo tiempo, las grandes multinacionales sacan provecho de la idea de justicia —por ambigua que pueda resultar, por otra parte, entre algunos dirigentes de los países en desarrollo— en nombre de un principio normativo utilitario. Si bien satisfacen la avidez del dirigente, los sobornos se le ofrecen además como el medio que le permitirá concretar sus buenas intenciones a favor de los más pobres.

14De ahí se deduce que, contrariamente a una idea muy extendida, un acto de corrupción rara vez es la expresión aislada de la avidez del funcionario en busca de una maximización del poder discrecional vinculado a su función. Por lo general, el funcionario hace frente a una situación de tensión normativa, que constituye la trama de su sistema de motivaciones. Las políticas penales de lucha contra la corrupción —tanto a nivel nacional como internacional— son ineficaces, entre otras cosas, porque no captan toda la complejidad del sistema de motivaciones del corrupto.

15Estas consideraciones conducen además a cuestionar la concepción jurídica de la corrupción en su marco operacional. Una de las primeras medidas de la lucha contra la corrupción internacional, siguiendo la lógica penal, consistiría en reforzar la coerción judicial mediante un sistema de sanciones disuasivo. Se trataría, por un lado, de dotar al poder judicial de los medios necesarios para la detección y la persecución de los transgresores; dicho de otro modo, aumentar, para el criminal racional, la probabilidad o el riesgo de ser detenido. Por otra parte, se trataría de aumentar el peso de las sanciones que se le imponen. [11]

16Curiosamente, el dispositivo internacional que daría toda su fuerza a la concepción penal de la corrupción —en este caso «la recuperación de los activos»— padece de un déficit de voluntad política. En efecto, entre todos los instrumentos internacionales de la lucha contra la corrupción, la recuperación de los activos desempeña un estatus particular debido a su potencial en términos de disuasión y de justicia económica. Según una estimación del Centro de Recursos Anticorrupción de U4 en 2007, «las cantidades de dinero relacionadas con la extorsión y el robo cada año en los países en desarrollo representan más de diez veces los cientos de miles de millones de dólares de ayuda extranjera aportada por los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil de todo el mundo». [12] Estos fondos robados migran, en la mayor parte de los casos, hacia los países desarrollados dotados de importantes centros financieros y de leyes represivas estrictas. La reticencia de estos países a oponerse a los grandes grupos de interés de las finanzas alimenta la sospecha de hipocresía que mancha el derecho internacional en la lucha contra la corrupción. En realidad, hay algo de una claridad moral dudosa en quienes se encuentran en la vanguardia de la lucha contra la corrupción internacional —a saber, la comunidad de proveedores de fondos, los dirigentes de los países desarrollados y las organizaciones internacionales intergubernamentales— que consiste, por un lado, en etiquetar de corruptos a ciertos países y, por el otro, en contribuir a hacer esta etiqueta permanente. [13] En estas condiciones, las poblaciones de los países en desarrollo tendrían razones para pensar que la lucha contra la corrupción es una ideología cuyo fundamento ontológico es la manipulación y la dominación.

17Finalmente, estas consideraciones señalan que toda normatividad se inscribe en una perspectiva, a la vez histórica, social, cultural, económica y política. A este respecto, ninguna evaluación de la corrupción puede concebirse fuera del orden normativo singular que fija los ideales y las reglas, y orienta las condiciones subjetivas y objetivas del desarrollo de la sociedad. Esto remite a la cuestión del «ámbito de validez espaciotemporal» [14] de una norma, en la medida en que el comportamiento humano, a la vez en sus condiciones y sus efectos, se inscribe en el espacio y en el tiempo. Ahora bien, en el sistema internacional, la pretensión de una aplicación universal del marco legal en la lucha contra la corrupción tiende a no considerar la dimensión moral, fundamental en los actos de corrupción. Si bien es primordial establecer reglas, la función esencial del derecho, como dice justamente François Ost, «sigue siendo, en primer lugar, expresar el sentido de la vida en sociedad, referir lo social a una trascendencia, a un espacio vacío, un indecible por principio y que autoriza la búsqueda permanente de su formulación más justa». [15] Desde esta perspectiva, los conflictos normativos, que existen bajo la forma de conflictos de obligación, no se resolverán mediante una heroicidad del derecho internacional que los disimula, sino por una consideración de su naturaleza.

18Esto nos conduce a nuestra cuestión fundamental, que se plantea en estos términos: ¿en qué condiciones podemos alcanzar una evaluación universal de la corrupción, partiendo de normatividades diferentes e incluso contradictorias? En otras palabras, ¿es posible comparar, basándose en un criterio puramente legal, países cuyos desarrollos históricos e institucionales difieren completamente unos de otros?

Propuesta para un criterio de evaluación trasversal de la corrupción

19Basándonos en lo anterior, proponemos una evaluación comparativa de la corrupción, fundamentada en una tipología de los países, según dos criterios: (1) un criterio de desarrollo histórico institucional; (2) un criterio económico de renta per cápita y de desigualdad. Esta tipología no tiene nada de dogmática. Presenta, como cualquier tentativa de este tipo, el inconveniente de ser un enfoque demasiado restrictivo o demasiado amplio. Podemos por lo tanto legítimamente añadirle otros tipos o suprimir alguno. Sin embargo, esta tipología hace posible, desde nuestro punto de vista, una comparación legítima entre sistemas de normatividad o de legitimidad análogas.

1 – El desarrollo histórico e institucional

20Este primer criterio da prioridad a las razones históricas del desarrollo de un orden normativo, basándose en la colonización, como indicador histórico. Son muchos los autores que han estudiado la influencia de la experiencia colonial sobre el desarrollo de las instituciones. En 1960, Von Hayek defendía que la tradición británica del derecho común (common law) era superior a la ley civil francesa, desarrollada durante la era napoleónica, para limitar la interferencia de los jueces en los asuntos políticos del Estado. [16] Más cerca de la actualidad, en 1998, Rafael La Porta et al. insistieron sobre la importancia del origen colonial de las instituciones contemporáneas. [17] También mostraron que los países del derecho común y las antiguas colonias británicas tienen mejores derechos de propiedad y mercados financieros más desarrollados. En la misma línea, y de manera separada, David Landes [18] y Douglass North [19] han mostrado que las antiguas colonias británicas prosperaban mejor que las antiguas colonias francesas, españolas y portuguesas, gracias a las buenas instituciones políticas, económicas y culturales heredadas de Gran Bretaña. En 2001 Daron Acemoğlu, Simon Johnson y James A. Robinson, en un estudio muy interesante que hace referencia a Landes y a North, sostienen la existencia en la época colonial de dos tipos de colonias basadas sobre dos complejos institucionales diferentes. [20] Estas diferencias resultan de la decisión de los europeos de instalarse o no en la colonia. En las colonias donde no querían instalarse debido a un entorno hostil —señalado por un grado de hostilidad elevado— crearon colonias de extracción, cuyo fundamento era la transferencia de los recursos a los colonizadores. La colonización belga del Congo es un ejemplo de este tipo. Por el contrario, en las colonias donde se instalaron, trataron de reproducir las instituciones europeas, haciendo concretamente un énfasis especial en los derechos de propiedad y un sistema de equilibrio de los poderes, creando así lo que el historiador Alfred Crosby, [21] citado también por Acemoğlu et al., llama las Neo-Europas. Es el caso concretamente de Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Estados Unidos. A partir de una modelización económica, los autores establecen una relación entre las primeras instituciones coloniales, el desarrollo institucional presente y la performatividad económica.

21Dejando a un lado su eurocentrismo, estos estudios revelan una constante general en la historia del desarrollo de las instituciones. El retraso institucional de un importante número de organizaciones sociales —concebido a partir de las instituciones y normas de la democracia liberal dominante— es un efecto de la colonización. Dicho de otro modo, el legado colonial ha conformado el desarrollo institucional de la mayor parte de los PMA. Estos últimos, víctimas de políticas coloniales inconsideradas, tienen dificultades actualmente para asentar un orden normativo que responda a las exigencias institucionales del sistema internacional. Si bien se les puede exigir el respeto a las normas internacionales a las que se han adherido «deliberadamente», difícilmente podemos, sin un cierto bochorno moral, medirlos con el rasero de los países que no han estado, en su origen, institucionalmente desfavorecidos. Teniendo esto en cuenta, una reagrupación de los países en función de su desarrollo histórico e institucional es un procedimiento justo y sensato que aportaría, a nuestro juicio, una cierta legitimidad a los estudios comparativos sobre la corrupción. La lógica que prevalece aquí consiste en comparar lo que es comparable, también desde un punto de vista normativo o institucional.

2 – El criterio socioeconómico de la renta per cápita y del nivel de desigualdad

22El criterio socioeconómico no es la prolongación o la otra cara del criterio institucional. Paulo Mauro sostiene en un artículo publicado en 1995 [22] la idea de que, en ausencia de datos cuantitativos sobre las transacciones corruptas, se pueden evaluar los efectos de la corrupción estableciendo correlaciones entre la puntuación de los diferentes países relativa a la corrupción (como, por ejemplo, la que aporta el índice de percepción de la corrupción de Transparency International) y los datos objetivos sobre sus performatividades económicas nacionales. [23] En la misma línea, Daniel Kaufmann sugiere que las cantidades de las transacciones de la «industria de la corrupción» en el mundo no pueden evaluarse correctamente si no ponemos en paralelo los costes de esta última y otras variables sociales como la mortalidad infantil o la tasa de analfabetismo. [24] En un estilo más académico, Clara Delavallade establece una correlación entre corrupción y crecimiento económico mostrando que la corrupción reduce el crecimiento mediante un desequilibrio en la composición del gasto público. [25]

23En general, se considera que la corrupción presenta una correlación negativa con el nivel de desarrollo económico, medido a través de la renta per cápita. [26] Sin embargo, hay que plantear, de manera deliberadamente aporética, la cuestión siguiente: ¿es la corrupción la que engendra el subdesarrollo económico o, por el contrario, es el subdesarrollo el que engendra la corrupción? Es bien evidente que la complejidad de los fenómenos de corrupción no se presta, en ningún caso, a un tipo de determinismo rígido que va en un sentido u otro. Podríamos incluso, teniendo en cuenta ciertos contextos sociales, demostrar una relación de determinación recíproca entre corrupción y subdesarrollo. Por ejemplo, en algunos países que recientemente han emprendido una transición hacia la democracia, como es el caso de Haití, el Estado no ha sabido crear o hacer emerger las condiciones socioeconómicas que constituyen el verdadero fundamento de todo cambio institucional. Ahora bien, todo lleva a creer que el progreso democrático institucional no funciona sin un mínimo de progreso socioeconómico. En este sentido, es pertinente señalar que los países generalmente percibidos como los menos corruptos forman también parte de los más avanzados en términos de desarrollo económico. [27] Siendo cierto también lo contrario: los países más corruptos se encuentran atascados en un marasmo económico.

24Uno de los errores del imperialismo jurídico y económico de la corrupción es establecer, por un incorrecto procedimiento de abstracción, una relación causal unidireccional entre la corrupción y el subdesarrollo. Dicho esto, sería conveniente, en los estudios comparativos sobre la corrupción, cuestionar este presupuesto comparando entre sí los países que están al mismo nivel de desarrollo socioeconómico, medido a partir de su renta per cápita y un coeficiente de desigualdad (por ejemplo, el coeficiente de Gini), en un momento T de su desarrollo económico.

25Siguiendo el principio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, «considerando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos», [28] la nueva ortodoxia del derecho internacional, si quiere ser eficaz en su objetivo de lucha contra la corrupción internacional, tendrá que considerar toda la complejidad de los actos de corrupción. En la mayoría de los países en desarrollo, los sobornos gozan de un doble estatus normativo, según los grupos socioeconómicos. Son a la vez objeto de censura y evaluados positivamente. En otras palabras, se perciben como prácticas corruptas y, al mismo tiempo, se justifican, consiguiendo una gran legitimidad entre sus poblaciones. Todo ocurre como si un espacio normativo paralelo a las normas legales fuera necesario para la evaluación de tales prácticas. Así, el funcionario del fisco que acepta el soborno de una empresa y revisa a la baja los impuestos que ella debe al Estado es consciente de que está violando la norma que rige su función o la de su institución. Sin embargo, no hace sino violar una norma ajustándose a otra. Puede ser culpable según la primera, pero cree encontrar su absolución según la segunda. El conflicto normativo al que se ve confrontado no le paraliza en la medida en que termina por entrar en la transacción de corrupción. En un sentido podríamos decir que se encuentra en una situación semejante a la del asno de Buridan, con la diferencia de la inteligencia. No es lo suficientemente estúpido para dejarse morir de hambre y de sed entre su ración de avena y su cubo de agua. [29] Contrariamente al animal, que no sabe evaluar la situación y actuar rápidamente, la elección del funcionario del fisco de aceptar el soborno descansa sobre un argumento coherente según su conocimiento de la situación. En resumen, corruptores y corruptos —también en las transacciones internacionales que vinculan las grandes empresas de los países ricos a los dirigentes de los países en desarrollo— activan simultáneamente, pero de manera diferente, una cierta idea del bien que confiere una gran legitimidad a su acción y la hace posible. Ignorar este matiz moral de las transacciones corruptas constituye un obstáculo fundamental para la inteligencia de los mecanismos de activación de las prácticas de corrupción y de las formas normativas de regulación (y por ende de desviación) de un gran número de organizaciones sociales o de sociedades.

Notes

  • [1]
    Robert Williams, dir., Explaining corruption. The Politics of Corruption, vol. 1 (Cheltenham: Edward Elgar Publishers, 2000).
  • [2]
    La adopción en diciembre de 2003 por los miembros de las Nacionales Unidas de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción (CNUCC), que entró en vigor en diciembre de 2005, es probablemente el logro más evidente de este consenso.
  • [3]
    Gary S. Becker, «Crime and Punishment: an Economic Approach», Journal of Political Economy 76, n.°2 (1968): 169-217.
  • [4]
    Jean Cartier-Bresson, «Éléments d’analyse pour une économie de la corruption», Revue Tiers Monde 131 (1992) : 581-609.
  • [5]
    La convención de la OCDE sobre la lucha contra la corrupción de los funcionarios públicos extranjeros, en las transacciones comerciales internacionales, es un buen ejemplo de esto. Firmada al menos por los 34 países miembros, insiste sobre la necesidad de tipificar como «infracción penal» todo acto de corrupción de un funcionario público. Asimismo, las disposiciones del capítulo 3 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción apuntan a la incriminación de los hechos de corrupción activa y pasiva de los funcionarios públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales. Cfr. páginas web de la OCDE y de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC)
  • [6]
    A título de ejemplo podría citarse el principio promovido por la OCDE de la no-deducibilidad fiscal de los pagos por cohecho a los funcionarios públicos o el principio de la recuperación de activos adoptado por las Naciones Unidas, a pesar de la ausencia de una voluntad política real de aplicarlo, como veremos.
  • [7]
    Jean Cartier-Bresson, Économie politique de la corruption et de la gouvernance (París: L’Harmattan, 2008).
  • [8]
    Sobre el espectador imparcial, véase. por ejemplo Adam Smith, Théorie des sentiments moraux (París: PUF, 2011) y Raymond Boudon, «“Vox populi, vox Dei”? Le spectateur impartial et la théorie des opinions», en L’explication des normes sociales, dir. por Raymond Boudon, Pierre Demeulenaere y Riccardo Viale (París: PUF, 2001).
  • [9]
    Pierre Rosanvallon, La légitimité démocratique (París: Le Seuil, 2008).
  • [10]
    Países Menos Avanzados (nota de la redacción).
  • [11]
    Estas sanciones podrían consistir por otra parte en multas y/o penas de cárcel. Becker (1993) señala que las multas son preferibles a los otros tipos de sanciones, porque constituyen una fuente de ingresos para el Estado. Siguiendo esta lógica, la corrupción puede reducirse endureciendo las sanciones contra los capturados. El aumento del costo anticipado puede tener así un efecto disuasivo para los potenciales corruptos.
  • [12]
    CHR Michelsen Institute, «Le recouvrement d’avoirs volés: un principe fondamental de la Convention des Nations Unies contre la corruption», U4 Brief 14 (febrero, 2007), acceso el 8 de agosto de 2015, http://issuu.com/cmi-norway/docs/3547-le-recouvrement-davoirs-voles/1?e=1246952/2954153.
  • [13]
    De ahí la perpetuación de la que hablábamos anteriormente.
  • [14]
    Hans Kelsen, Théorie générale des normes (París: PUF, 1996) , 191.
  • [15]
    François Ost, La nature hors la loi. L’écologie à l’épreuve du droit (París: La Découverte, 2003), 19, citado en Raymond Beaudry, Marie-José Fortin y Yann Fournis, «La normativité de l’acceptabilité sociale: écueils et réactualisation pour une économie territorialisée», Éthique publique 16, n.°1 (2014).
  • [16]
    Friedrich A. Hayek, The Constitution of Liberty (Chicago: University of Chicago Press, 1960).
  • [17]
    Rafael La Porta et al. «Law and Finance», Journal of Political Economy 106, n.°6 (1998): 1113-1155, University of Chicago Press.
  • [18]
    David S. Landes, The Wealth and Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor (New York/London: W.W. Norton & Company, 1998).
  • [19]
    Douglass C. North, William Summerhill y Barry R. Weingast. «Order, Disorder and Economic Change: Latin America vs. North America». Manuscrito no publicado. Hoover Institution, Stanford University, 1999.
  • [20]
    Daron Acemoğlu, Simon Johnson y James A. Robinson, «The Colonial Origins of Comparative Development: An Empirical Investigation», The American Economic Review 91, n.° 5 (2001): 1369-1401.
  • [21]
    Alfred W. Crosby, Ecological Imperialism: The Biological Expansion of Europe 900-1900 (New York: Cambridge University Press, 1986).
  • [22]
    Paulo Mauro, «Corruption and Growth», The Quarterly Journal of Economics 110, n.°3 (agosto, 1995): 681-712.
  • [23]
    Cartier-Bresson, Jean, Économie politique
  • [24]
    Daniel Kaufmann, «Myths and Realities of Governance and Corruption», SSRN Electronic Journal (noviembre, 2005), doi: 10.2139/ssrn.829244.
  • [25]
    Clara Delavallade, «Corruption publique: facteurs institutionnels et effets sur les dépenses publiques» (Tesis doctoral, Université Panthéon-Sorbonne – Paris I, 2007).
  • [26]
    Cfr. Kaufmann, «Myths and …» y Diego Gambetta, «Corruption: An Analytical Map», en Political Corruption in Transition: A Skeptic’s Handbook, dirigido por Stephen Kotkin y András Sajó (Budapest: Central European Press, 2002), 33-56.
  • [27]
    Guillaume Louis, «De l’opacité à la transparence: les limites de l’indice de perceptions de la corruption de Transparency International», Déviance et Société 31 (2007/1) : 41-64, doi: 10.3917/ds.311.0041.
  • [28]
    «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789», 1, https://www.conseil-constitutionnel.fr/sites/default/files/as/root/bank_mm/espagnol/es_ddhc.pdf.
  • [29]
    La comparación entre las dos situaciones es deliberada, puesto que nos enfrentamos a la cuestión de un determinismo moral. Sobre la paradoja del asno de Buridan, véase por ejemplo Raymond Boudon, Raison, bonnes raisons (París: PUF, 2003).
Jean Abel Pierre
Universidad de París – Sorbona París IV, Universidad del Estado de Haití
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Subido a Cairn Mundo el 25/08/2021
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