Preámbulo
1 No abordaré de manera frontal esta pregunta, planteada en los términos de los medios de comunicación populares. La respuesta que daré proviene de mi experiencia: he valorado a una decena de asesinos en serie. El primero de ellos fue Julien, de unos veinte años de edad. Había asesinado a tres personas en contextos y según modalidades que poco coincidían. Su primer asesinato, el de una mujer que vivía a poca distancia de su propia madre, comenzó como un simple robo para terminar en el horror. El segundo fue contra un hombre que estimaba, y anunció el tercero, marcado por una impulsividad considerable.
2 Conocer a Julien fue algo traumático. Salí destruido. Tenía la impresión de haber hablado con el diablo en persona. No se parecía a nada de lo que había podido observar y sentir hasta el momento. Sin embargo, como todos los que aceptan practicar las valoraciones forenses, ya me había enfrentado a una buena cantidad de atrocidades: en los casos en que un padre asesina a su hija en una eflorescencia delirante paroxística de tema demonopático para aniquilar al demonio que la reemplazó, o en que una enfermera descuartiza a su paciente porque su cuerpo está parasitado por el mal, el médico encuentra al menos la marca semiológica y psicopatológica del paroxismo delirante y de ese arrebato de supervivencia al borde del abismo que caracteriza estos actos cometidos en la urgencia de una defensa vital. En apariencia, no había nada así en Julien. Lo que me llevó hasta las náuseas, al borde del malestar físico, fue su calma, tranquilidad, frialdad y deleite frente a mi turbación.
3 Al salir de la prisión sentí la necesidad de llamar urgentemente a mis amigos, compartir mi pavor y tranquilizarme. Al impacto traumático íntimo debía sumarse, un poco más tarde, el trauma profesional. Fui contradicho por otros expertos y desgraciadamente sucedió lo que era previsible: Julien asesinó dentro de la propia prisión, a falta de recibir la atención psiquiátrica que evidentemente necesitaba. Fue juzgado en una jaula de cristal y la justicia no me pareció mejor por ello.
4 A partir de entonces, creí entender que no tenía más elección que escapar del peso del enterramiento traumático con su séquito de resentimiento, amargura, fracaso, incomprensión, insistencia, pesimismo… e insatisfacción teórico-clínica. La elaboración en semejantes zonas no es algo placentero. Es una necesidad y un rescate.
5 Ahorraré al lector los múltiples orígenes de este punto de inflexión entre un antes y un después que ya no será igual. Como terapeuta, ya sabía de este efecto de la irrupción traumática: la pérdida del sentimiento difuso de confianza y despreocupación en la existencia. Era mi turno. A cada cual el suyo. El mío fue brutal, casi minucioso.
6 Las discusiones con amigos psicoanalistas me dejaban casi siempre frustrado. Unas veces, era la invocación de la pulsión de muerte como un deus ex machina conceptual que frustraba cualquier avance elaborativo; otras veces, era la de la psicosis que dejaba de lado la mayoría de los casos, en un cortocircuito de la complejidad clínica; en cuanto al sadismo, recurrir a este me parecía problemático, con o sin razón, ante la ausencia de un auténtico escenario psíquico que sustentara los actos criminales.
7 Tales preocupaciones orientaron mis relecturas y descubrimientos. Este proceso lo he detallado en tres artículos. [1] No lo retomaré aquí, pero resumiré lo esencial.
8 Tuve la oportunidad de hablar de esto con dos psicoanalistas libres de la vergüenza tan común de ser también psiquiatras: primero con Paul-Claude Racamier y luego con mi amigo Claude Balier. Ambos me hicieron el honor de alentarme. Más recientemente descubrí los trabajos de René Roussillon, que me han ayudado a entender los complejos vínculos que unen la zona traumática y los actos criminales.
9 Los he saqueado de manera descarada, como lo he hecho con otros psicoanalistas que probablemente estarán sorprendidos del destino de sus trabajos. Espero que no estén demasiado molestos conmigo. Sin ellos, me habría quedado en lo irrepresentable del pavor traumático. Incluso contribuí, sin quererlo, a la mediatización reduccionista de algunos conceptos, como el de perversión narcisista. «Es un perverso narcisista»: así titula la prensa a propósito de los asesinos que son noticia.
I – Julien
10 El caso de Julien me parece que muestra de manera ejemplar cómo se puede usar el impulso perverso narcisista para luchar sin éxito contra la invasión psicótica. Julien quería mostrar de sí mismo la imagen de un sujeto sereno, perfectamente amo de sus decisiones. Dirigía la danza macabra del desarrollo del examen, aparte de algunos momentos de angustia y perplejidad: cuando abordaba lo que había escapado a su control (no había alcanzado los «objetivos» adecuados); cuando no le parecía que el otro se adhería a su sistema de explicaciones racionalizadas; cuando decía que lo tranquilizaba haber sido interrumpido en lo que pudo ser una serie más larga; cuando surgía el tema de la locura, haciendo alusión a un parasitismo psicosensorial.
11 En una primera aproximación, se me presentaba como un psicópata perverso con su equipaje de inestabilidad temprana, policarencias, falsificaciones mitómanas, robos, conductas sexuales de tipo perverso descritas por los educadores… Y Julien exhibía su perversidad sin parar, mostrándose infinitamente más reticente a abandonar la angustia y el proceso de desestructuración psicótica subyacentes. Sin embargo, debajo de esa máscara, la clínica era singularmente evocadora:
12 — Era la invasión por parte de una crudeza fantasmática que generaba la acción. Su consciencia estaba sumergida en ideas extrañas, crueles, absurdas, insólitas, marcadas por la desmesura, a las que se adhería sin reservas, sin distancia, integrándolas a su sistema demonopático. Los temas de muerte y destrucción eran omnipresentes.
13 — Era la ausencia de coherencia interna, el carácter caótico de las conductas y la improvisación de estas. La racionalización fría y la pretensión de control solo eran un movimiento secundario. Había constantemente en él ese doble nivel: las acciones parecían responder a una sistematización demonopática, mientras que el acto precedía las justificaciones que daba más que seguirlas, y se estaba en un registro cercano a los actos inmotivados o paradójicos descritos por la psiquiatría forense. Se encontraba el criterio diferencial clásico de los alienistas entre demencia temprana y locura moral, la cual implica organización, premeditación, elección de las situaciones, anonimato de las víctimas, persistencia de cierta adaptación a la realidad… Otros tantos parámetros ausentes en Julien.
14 — Lo mismo sucedía con la experiencia persecutoria, expresada de forma alusiva, con la despersonalización y el sentimiento de desvitalización. La bipartición del cuerpo, del corazón y del alma, dominada por el maniqueísmo (bien/mal, dios/diablo, derecha/izquierda, vivo/muerto…), parecía un esfuerzo para poner un poco de orden al caos pulsional y para contener la invasión de una de las más crudas problemáticas arcaicas.
15 — Julien lo tomaba todo a la letra, según la desmetaforización y desimbolización arquetípicas. La lectura de un libro de demonología lo condujo a actuar esta confusión del símbolo y el acto: interrogó al cadáver de su primera víctima y a la cabeza decapitada de la segunda, pero sus preguntas se quedaban sin respuesta, lo que lo dejó desconcertado cuando la cabeza definitivamente entrecerró los ojos. Hamlet de carnicería, en verdad interpelaba al más allá, sin el rodeo de la metáfora o el símbolo: «Hablaba con la cabeza como con la mujer… Les preguntaba cómo era el infierno…». Pero para evocar el momento en que tenía la impresión de que «Satanás le decía cosas en la cabeza», solo se mostraba alusivo y rechazaba la idea de que se estuviera volviendo loco. El escenario de un trabajo mental psicótico, que asomaba demasiado, le había ordenado cometer los actos criminales.
16 — Este mismo esfuerzo de poner orden para mantener un semblante de cohesión se encontraba en la reconstrucción de su pasado, a partir de la impresión que le causó la lectura de un libro de demonología. Dividía su biografía en cinco períodos infernales y se proyectaba un futuro completamente centrado en el horizonte de la venganza. Es la clásica ilusión retrospectiva mediante la cual el delirante cree haber encontrado la clave de su destino.
17 En Julien, el impulso perverso narcisista intentaba reemplazar una experiencia de conmoción interna y destrucción. Se trataba de negar cualquier emoción, cualquier afecto, operando sobre el otro la desvitalización que percibía en sí mismo… pero también reivindicando tal deshumanización como una elección de existencia. Este era, a propósito, su leitmotiv: abandonado, rechazado por su madre, objeto de manipulaciones perversas por parte de esta, con carencias, pasivo, sodomizado en los centros de acogida, víctima de humillaciones, llevado de un lugar a otro, sería en adelante, en una inversión radical de las perspectivas, un ser insensible, activo, vengativo, frío, un asesino instintivo.
18 Tras ejercitarse con su propia mascota para extirpar de él todo apego, luego con los gatos y perros del barrio, pasó a la fase de la víctima humana. Nada podía afectarlo, al menos se daba esa ilusión, en un autodesafío permanente. Al inicio, encontró lo que llamaba debilidades: se refugiaba en Dios, se molestaba por haber matado «algo» que él amaba. Pero Julien erraba en sus objetivos, hasta la próxima oportunidad, que presumía era la buena.
19 Si bien la imago materna se representaba como monstruosa y omnipotente, era a la vez protegida. Julien no quería «hacer un juicio a su madre».
20 En Julien, el impulso perverso narcisista era impotente para mantener el contacto con lo real, para contener y compartimentar la invasión, para preservar, por otro lado, vínculos humanizados. Al interrogar con angustia a sus víctimas sobre el infierno, rechazaba y aplazaba sin lograrlo lo que presentía de su propia existencia de muerto viviente. Julien ilustraba de manera siniestra el comentario de Denis Duclos: «Lo que agita, desde el principio de los tiempos, a la lamia, al gul, al Ankou, al aparecido y al robot es que no saben que están muertos. Buscan. Como los del Santo Grial, son buscadores. El problema es que buscan no con símbolos, sino con cuerpos». [2]
II – Jérôme
21 En este recorrido que va de la escisión taponada a la hiancia hemorrágica, Jérôme no ocupa en absoluto el mismo lugar que Julien. Jérôme, de alrededor de veinte años, había asesinado a varias mujeres mayores. El malestar que me transmitió era mucho más sutil que el del testimonio atónito del horror detallado. Desde el principio, me sentí envuelto, capturado por la extrema avidez de su mirada, en un movimiento que aspiraba a una seducción narcisista. Es poco decir que Jérôme se prestaba a la valoración; incluso hacía un esfuerzo constante para dar cuenta, con la mayor precisión posible, de los impulsos que le habían animado, de una manera que percibí como totalmente sincera. Frente a Jérôme se sentían el trastorno y la vacilación tan particulares que acompañan la coexistencia de una actitud angelical, de pura ingenuidad, y de la más descarnada confesión. Jérôme se definía como inocente y monstruoso a la vez, «arrepentido», pero en paz con su consciencia: «El yo consciente que está ante usted no se reprocha nada, aunque sé que fui yo quien lo hizo». Más tarde, le dirá a la terapeuta que valientemente inició un trabajo psicoterapéutico: «Yo lo hice, pero no soy yo». [3]
22 Durante la valoración, cuando la violencia se le presentaba como tal, surgía la negación con toda su fuerza: «No las asesiné»; y luego resurgían los recuerdos fílmicos (imágenes sin sonido). Por supuesto que las había asesinado, y si bien aceptaba, por tanto, ser un monstruo para los demás, seguía siendo inocente para él mismo.
23 Otro malestar me atrapó al final de la valoración cuando, al indagar su modo de vida, la persistencia de sus intereses o investiduras, me sorprendí charlando con él como podríamos hacerlo en un bar de barrio, evocando las últimas noticias de nuestro deporte favorito. Casi olvidaba por qué yo estaba allí. Nos escindimos con el escindido, como bien lo mostró Jean Guillaumin. [4] Jérôme se mostraba totalmente competente en el conocimiento de los últimos resultados y agudo en los análisis deportivos, lo que demostraba que en este ámbito, como en los demás, estaba lejos de haberse retirado del mundo durante el período en que cometió los crímenes. Jérôme era muy diferente de Julien también en este punto.
24 De su biografía, la de un sujeto que no conoció a su padre, mencionaré esencialmente el punto de inflexión de la preadolescencia, que Jérôme enfatizaba, cuando su madre se casó con un hombre más joven que ella. Posteriormente, expulsado del paraíso, reconstruiría ese pasado maravilloso: «Era un lujo…». Entonces se ocupaba de sus medio hermanos «como si fueran los suyos», le ayudaba a su madre con los quehaceres, con el planchado de la ropa, pero había rechazado las pretensiones paternales del joven padrastro por quien sentía un odio tenaz. Además, Jérôme «no necesitaba un padre»… Mediante la destitución y la traición de su madre, culpable de amar a su esposo, era posible identificar muchos indicios que lo posicionaban en una relación fantasmática incestuosa de hartazgo materno y búsqueda fusional que expulsaba a cualquier otro, negaba la diferencia de las generaciones, cortaba de golpe cualquier impulso a la madurez, cualquier ideal que se proyectara al futuro. Más tarde, Jérôme tendrá algunas relaciones ambiguas con mujeres mayores, entre el utilitarismo de gigoló y la atracción.
25 Evidentemente, la reconstrucción que entregaba Jérôme había que considerarla como tal y no podía tomarse a la letra, aunque solo fuera, entre otras cosas, porque esta enmascaraba otro abandono materno, de su nacimiento a la edad de dos años. Pero la forma como Jérôme ordenaba su trayectoria me parecía característica del funcionamiento mental perverso, tal como se deja ver con regularidad. Jérôme me entregaba ya listas la causa y las consecuencias de sus actos. Coincido con A. Costes [5] cuando escribe que en el origen de la posición perversa, en respuesta a una situación de abandono desorganizadora, hay un momento decisorio fundado en un núcleo de realidad utilizada e interpretada de una vez por todas como insoportable, que limpia en adelante a la víctima del prejuicio de cualquier culpabilidad: todo le será permitido. La mayoría de los asesinos en serie que he valorado formulan estas racionalizaciones fundamentadas en su recorrido biográfico.
26 En la adolescencia, Jérôme había intentado alejarse de la casa de sus padres y que su familia materna lo respaldara; pero su precaria pseudoautonomía fracasó muy pronto con momentos de fallas narcisistas acompañados de intentos de suicidio, seguidos de recuperaciones en el actuar. Adquiría progresivamente una suerte de desenvoltura en la marginalidad y se resignó a la inestabilidad, el poder de seducción, su aptitud para vivir de negocios más o menos lícitos o pequeños tráficos.
27 Jérôme comete su primer homicidio en este contexto de marginalidad psicopática. Comenzó como una agresión despreciable contra una mujer mayor que le opuso resistencia y a quien asfixió. Era el único crimen que recordaba de manera precisa; los demás, en cómo sucedieron y en su número, eran más o menos confusos: todo pasaba como si la dimensión utilitaria se volviera contingente en beneficio de las experiencias emocionales, al principio sorprendentes, luego buscadas activamente, y la primera «experiencia criminal» resultó ser la matriz de las siguientes.
28 Una vez más, Jérôme era preciso, con la minuciosidad del semiólogo: cuando era por dinero, lo decía; cuando era por algo más, también lo decía o al menos lo intentaba, pues no es tan sencillo caracterizar tales «afectos». ¿Placer? No exactamente, más bien el apaciguamiento de las tensiones y el alivio. Había también un sentimiento de elación: «Como si pudiera volar como un pájaro… Como en un sueño…». Había también una sensación física que no era el orgasmo, sino una especie de «espasmo», un poco comparable, según él, a un goce físico.
29 En las mañanas, Jérôme «sentía que habría una persona muerta». Después del acto, estaba «relajado». Con respecto a las víctimas, con igual sinceridad, Jérôme no se molestaba en tener remordimientos indulgentes. Dominaba la indiferencia. No tenía nada contra ellas… Había asesinado «sin odio», «sin la impresión de causar daño»…
30 Como es común en casi todos los asesinos en serie, Jérôme se reconocía aliviado por haber sido aprehendido: la omnipotencia frente a la impunidad solo podía repetirse y el proceso acelerarse.
31 El relato de Jérôme es particularmente esclarecedor pues es muy raro que los asesinos en serie expresen con precisión lo que experimentaron durante los actos criminales.
32 En la cárcel, Jérôme tenía la misma pesadilla: era un vampiro. Formuló un intento de explicación demonopática y me hizo saber que luego de los asesinatos empapaba el meñique derecho en la sangre de sus víctimas para llevárselo a la boca. Jérôme recurrió a los mitos de horror en un intento por dar cuenta de una especie de búsqueda de revitalización, tratando de dar una trama a los fragmentos de representaciones fantasmáticas que guiaron sus actos.
33 Ya sea que se evoque la aniquilación del objeto como fase final del dominio, el encuentro fusional con el cuerpo materno en la posesión vampírica o la muerte del otro como condición del renacimiento de sí… se puede intentar indefinidamente circunscribir con palabras la infigurabilidad que los mitos, y en primer lugar el de los vampiros, han personificado. Lo esencial, me parece, es no pretender tener la última palabra. Porque la verdad de la teoría, por muy semejante que sea, se confundiría entonces con la creencia del mito. Si bien se aferran a estas últimas figuraciones, Julien y Jérôme no son ni diablos ni vampiros.
III – Un primer modelo clínico
34 Después de haber examinado a Julien y a Jérôme, me pidieron valorar a otros asesinos en serie. Me pareció posible esbozar un primer modelo general organizado en torno a tres polos con ponderación variable: desequilibrio psicopático, perversión narcisista y angustia de aniquilación. La diferencia fundamental entre ellos es la fuerza de la escisión del Yo. A veces, como en Jérôme, está relativamente lograda; otras veces no consigue contener la invasión psicótica, como en Julien.
35 El primer asesinato, más o menos improvisado, con frecuencia marcado por el utilitarismo, estará acompañado de una experiencia tan desconcertante como subyugante para el propio sujeto, lo que posibilita otros asesinatos que se califican, por facilidad y abreviación, como gratuitos, ya que su «ganancia» le concierne de forma aterradora a la economía psíquica amenazada. A partir de la sorpresa inicial se establece la matriz de la repetición.
36 Por lo general, el odio consciente está radicalmente excluido (excepto, por ejemplo, para los asesinos de homosexuales o prostitutas). La función misma de la acción criminal es negar la alteridad y la existencia del objeto por cuenta propia. Reconocer el propio odio haría resurgir el espectro de un vínculo con el objeto, con el corolario de que este no es una parte de sí mismo, y se reabriría el abismo del desamparo. Toda la intención de la perversión narcisista es justamente, por medio de la manipulación del objeto, transformar dicho desamparo en su estricto contrario: la omnipotencia narcisista. Odiar a la víctima sería aceptar su alteridad, sus necesidades propias, su traición y el sufrimiento que esta ocasionó en el pasado.
37 Mi experiencia posterior reforzó esta convicción: son objeto de expresiones odiosas solo las víctimas que sobrevivieron, cuando, con sus declaraciones, se arriesgan a desbaratar el montaje defensivo.
38 Domina la indiferencia. No puedo odiarlas —me decía uno de ellos—, no las conozco. Pero esta indiferencia solo concierne a la víctima. No se asesina en serie como se aplastan moscas. Aplastar una mosca no revela la omnipotencia. Por lo demás, este tipo de crimen existe entre quienes simplemente apartan a los que se atraviesan en su camino. Para el asesino en serie, la insignificancia del objeto y la indiferencia respecto a este marcan la superpotencia narcisista. A propósito, es bastante complejo entender esta indiferencia, tanto como origen del odio y como una de sus formas especiales, haciendo referencia al análisis freudiano de «Pulsiones y destinos de pulsión». [6]
39 Los asesinos en serie no emplean tanta energía y no toman tantos riesgos… para sentir la indiferencia. Esta experiencia subyugante que acompaña el paso al acto es la omnipotencia, el triunfo, el surgimiento del caos, la orgía narcisista y la elación que libera, en un clímax, el narcisismo de su corporeidad. Es también el apaciguamiento que sigue a la liberación catastrófica de las cargas acumuladas por el dominio, en su única salida posible: la locura de dominio. [7]
40 Recientemente, intentando explicar al tribunal penal por qué el encausado no podía relatar a este lo que había experimentado cuando cometía los crímenes, evoqué la escena de El gran dictador en la que Charles Chaplin desempeña el papel de Hitler y juega con el globo terráqueo, solo, en un momento grandioso de elación y embriaguez. Solo en el mundo, es el mundo entero, con la omnipotencia del demiurgo. Lo que parece fascinar a muchos asesinos en serie es el dominio que tienen del paso de la vida a la muerte. El tiempo queda suspendido. La víctima a menudo está desmayada, sin que se sepa si se trata de un coito ante o post mortem.
41 Tal vez haya un eco de esta fascinación en el informe del proceso de Gilles de Rais: «Ítem, dijo y declaró que el susodicho Gilles, acusado, después de la incisión de la vena del cuello y de la garganta de los antedichos niños, o de otras partes del cuerpo, y cuando la sangre fluía, y también después de la decapitación, practicada como se dice arriba, a veces se sentaba sobre el vientre de ellos y se deleitaba viéndolos morir así y se sentaba en diagonal para ver mejor su fin y su muerte». [8]
42 La coexcitación sexual acompaña casi de manera constante la oleada excitativa primaria no integrada (intento de coito post mortem para Julien, experimentado, comparado con el goce físico por Jérôme). Pero parece impropio caracterizar la esencia del fenómeno solo con el término «placer»: afirmación primaria y orgía narcisista.
43 Si bien el objeto-víctima no tiene existencia propia, es crucial en las funciones que ejerce:
- es el lugar de derivación de la destructividad no ligada;
- hace «vivir al revés» el momento mítico de surgimiento del objeto. La salida del objeto, de cualquier objeto, de la escena del mundo permite los encuentros narcisistas primarios y, a lo sumo, «la introyección del mundo»; [9]
- difiere por un tiempo, asumiéndolo, el paso de la vida a la muerte que parece intrigar a tantos asesinos en serie, activando el sentimiento de indestructibilidad propia;
- parcializado, desvitalizado, desanimado, desarticulado, pseudofetichizado a la manera de un utensilio, un amuleto, un desecho o un trofeo…, está poseído hasta el último término de la lógica del dominio: la asimilación regeneradora y revitalizante;
- en los límites del autoerotismo en que el sujeto «encuentra el objeto en su propio cuerpo», encarna el objeto parcial del cuerpo propio, separado, sacrificado, que restaura la cohesión narcisista garantizando la congruencia de las pulsiones parciales.
44 ¡Invocar la ausencia de toda culpa es una perogrullada de la que raramente nos libramos ante tantos asesinos! Ellos solo pueden denunciar el sinsentido de nuestras ingenuas preguntas: a lo sumo, recorrerán la trayectoria intelectual que consiste en ponerse en el lugar del interlocutor, como Jérôme, y reconocer que se trata de actos horribles… para los demás. En cuanto a Julien, decepcionado, agobiado por mi radical incomprensión, me decía que yo era como los demás, que no entendía nada.
45 De forma sistemática, les pregunto a los asesinos en serie qué harían ellos si la víctima de tal acto fuera su amiga. La respuesta es estereotipada: yo mataría al que lo hizo.
46 La función de esta repetición criminal podría ser, por un lado, un intento de dominio, de reapropiarse cada vez más de la destructividad no ligada en beneficio del contingente de sadismo y coexcitación, con una intención de vínculo y libidinización; también se le puede imputar el papel de derivación de la pulsión de muerte: en cierta medida, matar para no morir. Pero lo que parece fundamental, para dar cuenta de esta repetición, es el uso del objeto para establecer un puente entre los bordes de la escisión del Yo. Así como la perversión erótica se sirve del fetiche (medio vivo, medio inanimado) para mantener herméticamente separada la parte del Yo que reconoce y la que niega, aunque relacionándolas, la perversión narcisista, en sus formas más extremas, se sirve del cuerpo sin vida de la víctima para hacer coexistir al inocente y al asesino y permitirle al sujeto, por un momento, continuar su existencia como si nada hubiera pasado. De manera progresiva, la repetición de los actos criminales evolucionará hacia un mayor control del movimiento que va de la pasividad al dominio, del desamparo a la omnipotencia, con la finalidad de taponar la escisión del Yo. Los actos en serie serían una especie de vía final común no específica, posiblemente inducida por toda una serie de factores desestabilizadores, una especie de respuesta privilegiada a todo lo que ponga en peligro el impulso perverso narcisista, en especial en su función de defensa contrapsíquica.
IV – Los agresores «sexuales»
47 La valoración de tres «agresores sexuales» que fueron noticia hizo reorientar mis interrogaciones. Al tiempo, los trabajos de René Roussillon [10] me parecieron particularmente esclarecedores para dar cuenta de ellas. Las siguientes observaciones se referirán solo a los asesinos en serie calificados como «agresores sexuales», que llegan a sostener la escisión más lograda («los psicópatas perversos»), con exclusión de los que no pueden contener la hiancia hemorrágica y la invasión delirante. Más allá de las diferencias y singularidades, hay cinco puntos que me parecen notablemente constantes:
48 — En libertad, las conductas psicopáticas son absolutamente desenfrenadas, caóticas, como si ellos se diluyeran en el espacio de una omnipotencia sin límites. Es totalmente impactante el contraste con la calma e incluso la serenidad en prisión, el alivio de haber sido interrumpidos, que no debe confundirse con la expresión de un sentimiento de culpabilidad. La prisión constituye un sólido protector contra las excitaciones que les permite organizar tranquilamente su cotidianidad y acoger con cortesía a sus interlocutores expertos. Los muros de la prisión desempeñan un papel de contención, de organizador. Fuera de este contexto, explotan.
49 — Ya sea que se invoquen los grandes ejes de la perversión narcisista desarrollados por P.-C. Racamier, [11] los cuales externalizan los conflictos humanos primitivos y los transfieren al otro en un potente impulso que le niega toda alteridad, existencia propia o humanidad, o ya sea que se tome como base el concepto de perversidad sexual a partir de los trabajos de Claude Balier, [12] quien aduce que se recurre al acto sexual violento y a la escisión del Yo para evitar entrar en la psicosis y distingue este campo del de las perversiones sexuales que implican un «escenario sexual lúdico», se observa que todos anteponen su infalibilidad, indestructibilidad y barrera defensiva y rechazan formalmente cualquier dependencia del otro. Aparte de algunos raros territorios en los que se permiten una pizca de emoción, de sensibilidad, ya hace tiempo que saldaron sus cuentas. En sus relatos biográficos destacan los momentos decisivos a partir de los cuales tienen derecho a todo. Ahora les corresponde sufrir a las víctimas. Pero solo la literatura les atribuye este proyecto consciente deliberado, pues la clínica revela únicamente la indiferencia manifiesta, corolario del sí mismo grandioso y de la omnipotencia. Las situaciones o los acontecimientos traumáticos prolongados, sobre los que a menudo tienen su propia teorización, aparecen uno tras otro hasta un punto de ruptura a partir del cual, según lo expresan, se sienten liberados de todo sufrimiento psíquico. Esta serie nos remite a un trauma desorganizador temprano.
50 — La angustia de aniquilación: si la clínica nos lleva a postular la evitación actuada del surgimiento interno de una invasión alucinatoria, ¿podemos, sin embargo, considerar que se vuelven psicóticos durante el acto? El psicoanalista estadounidense Reid Meloy [13] responde de forma negativa. Podemos seguirlo, si se considera que la defensa contra la invasión psicótica no es la psicosis. En efecto, como sostiene Meloy, se observa una alteración de las percepciones de los objetos que puede manifestarse en una desrealización, y una alteración de las percepciones de sí mismo que puede manifestarse en una despersonalización. Pero no hay una pérdida completa de la prueba de realidad. La frontera entre percepción de sí mismo y percepción de objeto está alterada, pero no ha desaparecido. Con toda razón, Meloy añade que, a diferencia de los psicóticos, nunca mencionan que la víctima haya sufrido, en el momento del acto, una metamorfosis alucinatoria.
51 — La idealización exacerbada de la imagen materna: cualesquiera sean las vicisitudes de la historia, incluso cuando todo lo contradice, la imagen materna permanece en un pedestal, totalmente intocable, mientras que la primera idea que se le presenta al terapeuta es que estos actos tienen, al menos parcialmente, un valor de matricidio desplazado. Nunca es tan perceptible como en ellos la tensión extrema de este sistema que va de la idealización consciente al odio inconsciente. Por lo demás, este odio radicalmente inasumible toma la apariencia de la indiferencia, esa forma especial y primitiva del odio. [14] Nunca he conocido, al menos por el momento, a un asesino en serie que expresara un odio consciente con respecto a la imagen materna. Es posible que hayan sido objeto de los peores maltratos, de los peores abusos, de los peores ataques a cualquier autonomización subjetivante: otras mujeres pagarán por ella. Solo uno de ellos, tras un largo trabajo psicoterapéutico que en algunos momentos lo dejaba al borde del abismo del derrumbe, reorganizó de forma duradera su relación con las imágenes parentales. Se lo debe a la valentía y la obstinación de su psicoanalista en la prisión. [15]
52 — La escisión del Yo: su expresión clínica es propiamente desconcertante, incluso sorprendente. Explica en parte la fascinación que ejerce el asesino en serie. Cada uno lo formula a su manera. «Lo hice, pero no era yo», decía uno; «lo que hice es el otro lado»; «el otro lado es un misterio absoluto», decía otro. El Yo consciente sabe bien que ellos cometieron tales actos, pero no se sienten culpables por ello. El término más importante es sentir. Pues se trata de una experiencia criminal experimentada, pero no constituida como experiencia del Yo, a falta de representaciones. Retomo a propósito los propios términos de René Roussillon [16] sobre la agonía primaria. A falta de representaciones psíquicas, hay una puesta en escena en la representación del crimen. El crimen se figura en el escenario del mundo, no en un escenario fantasmático. Si para ellos matar es no morir, no se puede entender el sufrimiento infligido hoy sin exhumar el sufrimiento recibido anteriormente.
53 Saben que para los demás son monstruos. Pueden incluso hacer un rodeo intelectualizado. Pero aparece la indiferencia con respecto a las víctimas muertas. A veces nos dan la limosna de remordimientos artificiales.
54 Durante la valoración, desconciertan su pseudonormalidad y la empatía que se instala. De nuevo, nos escindimos con el escindido. [17] Impresiona su aguda intuición de las expectativas del otro, en la medida del desconocimiento de ellos mismos y la ausencia radical de cualquier capacidad introspectiva. Uno de ellos percibió perfectamente las singularidades de la formación de cada uno de los profesionales, de sus expectativas respectivas y teorizaciones privilegiadas.
55 Pero, sobre todo, se vacila cuando ellos analizan con nosotros el enigma y percibimos que este mecanismo tan particular no tiene nada que ver con un engaño o una manipulación consciente. Son sinceros. Nos piden que les ayudemos a entender esa parte maldita que les es esquiva, esa zona de desechos, ese lugar psíquico del crimen. Esperan que seamos, incluso en una situación de valoración, «el espejo del negativo de sí mismo», según la bella expresión de René Roussillon. [18] Su teorización sobre los sufrimientos identitarios narcisistas a partir de una experiencia agonística me parece muy esclarecedora para caracterizar esta forma particular de escisión del Yo, pero también para explicar la función de los crímenes.
56 René Roussillon recuerda que algunos componentes de la vida psíquica no son reprimibles, puesto que no son representados. A partir de Winnicott, invoca el fracaso de las capacidades de descarga, de vínculo interno, la falla del entorno y la duración de la experiencia traumática. Para sobrevivir, el sujeto se aleja de la experiencia traumática primaria y garantiza la supervivencia psíquica a costa de una ruptura con su propia subjetividad. Se libera de ella amputándose una parte de sí mismo. Esta experiencia, una vez más vivida, pero no constituida como experiencia del Yo a falta de representaciones, da lugar a una escisión. Esta, como insiste René Roussillon, no tiene que ver con dos cadenas representativas inconciliables, sino con una parte dotada de representaciones y una parte no representada, las cuales contienen huellas perceptivas sometidas a la imposición de la repetición y a la reactivación alucinatoria. Esto genera, todavía según René Roussillon, una amenaza de retorno de lo escindido que apela a la organización de defensas que operan contra dicho retorno. Como lo desarrollé en mi artículo inicial, la repetición de los actos criminales en el asesino en serie tiene por función mantener y consolidar tal escisión y proteger contra la amenaza de desorganización que constituiría este retorno de lo escindido, o más bien, pues me parece más justo, que constituiría el fracaso de la escisión mediante la colisión intempestiva de las huellas perceptivas y ciertas cualidades del objeto identificadas de manera intuitiva. Volveré sobre esto a propósito del encuentro entre el criminal y su víctima.
57 Es necesario repetirlo: la noción de perversión sexual está mucho más allá del nivel de organización que aquí está en juego. Me parece difícil clasificar en la misma categoría genérica a los que necesitan un fetiche para conseguir el placer y a los que asesinan en un contexto de omnipotencia, incluido cuando la violación es parte del desarrollo criminal. Por lo demás, todos los asesinos en serie con un rasgo dominante psicopático a los que he visto tenían, por otro lado, una actividad sexual totalmente banal, sin necesidad de recurrir a escenarios perversos, con parejas que lo confirmaron. La excitación sexual puede ser uno de los elementos inductores; la coexcitación acompaña la orgía narcisista; pero la expresión «delito sexual» me parece impropia. No son delitos de la sexualidad. Es una violencia mucho más primitiva, que se apropia del aparato sexual. Intentaré hacer una analogía con el vocabulario jurídico. Cuando se mata con un cenicero o una botella, estos objetos son transformados en armas por la finalidad. No es su función original; el uso que se haga de ellos los define como tales. En este caso el sexo es un arma por la finalidad y sería conveniente hablar de delitos de sexo más que de delitos sexuales, y dejar de pensar que tales sujetos matan para gozar, así como otros se entregan a sesiones de sadomasoquismo, quienes mantienen, a pesar de todo, una mínima capacidad de vínculo, escenificación, ludismo compartido, o por lo menos de juego de complementariedad de roles. Por eso no son crímenes sádicos, salvo por añadidura, mediante corrección o disciplina.
V – El encuentro con la víctima
58 Estos crímenes se comenten a partir de un encuentro particular, primitivamente caracterizado por el sentimiento inconsciente de envidia. En su percepción intuitiva, se sienten fundamentalmente privados de un principio vital que la víctima posee. La dimensión tan arcaica de captación de energía, revitalización y avidez vampírica pertenece al registro de la perversión narcisista. La percepción del funcionamiento mental del otro es inversamente proporcional a la intuición que tienen de su propia vida psíquica, como si la fuerza identitaria del otro llenara su vacío interior. Como lo recuerda Meloy, [19] la víctima es en primer lugar la prolongación conceptual del sí mismo grandioso, antes de convertirse en el cuerpo a cuerpo en el soporte de las introyecciones persecutorias. Es un encuentro altamente peligroso para este. El desafío es significativo. En una inversión de perspectivas, la pasividad y el pavor traumático se transformarán en actividad y triunfo sobre el objeto. A partir de la sorpresa inicial, la del primer acto criminal, más o menos improvisado, esta experiencia matricial será controlada de forma progresiva. Este control en la espera, la caza, el modus operandi, del lado del principio de placer/displacer, implica la puesta en escena de las condiciones de surgimiento de lo monstruoso, más allá del principio de placer. En otras palabras, la paradoja es la del intento de apropiarse del automatismo de repetición. Pero el control del trauma está condenado al fracaso. El crimen no podría constituir un intento de cura. El crimen no paga psíquicamente. Permanece la imposición de repetirlo.
59 La búsqueda activa de las situaciones de desencadenamiento es cada vez más controlada, a medida que se da la seriación de los crímenes. Según el caso, será un barrio, un lugar o un ambiente acompañados o no de consumo de alcohol o de drogas. Sin embargo, así esté equipado de su caja de herramientas criminal, el asesino en serie no esquizofrénico podrá renunciar si las circunstancias no se prestan para ello y si es muy grande el peligro de ser aprehendido. Bajo estas condiciones, el demonio saldrá o no saldrá de su caja; el encuentro tendrá lugar o no lo tendrá. No preparado para esta puesta en escena, este encuentro sería, por lo demás, traumático por su efecto de sorpresa, de reactivación alucinatoria, de colisión, de ignición de las huellas perceptivas. A la imposición de la repetición la sustituye la repetición de la imposición de matar.
60 Para explicar el paso al acto, es necesario entonces poner en relación los actos criminales actuales con la experiencia agonística y los sufrimientos identitarios de antes. El potente operador de la transformación del desamparo de ayer en el triunfo de hoy es el impulso defensivo conferido mediante la perversión narcisista.
61 ¿Pero cómo caracterizar este impacto monstruoso, este encuentro horroroso? A menudo, la palabra «subidón» sale de la boca del asesino para hablar de esto. Lo distingue formalmente del deseo sexual, que conoce, y debe excluirse absolutamente cualquier confusión.
62 J. Reid Meloy escribe que la víctima es escogida por su adecuación perceptiva y estereotípica. Claude Balier, [20] a partir de la experiencia con agresores sexuales, evoca una atracción fulgurante por la cualidad metonímica presimbólica de un objeto primario. La precisión milimétrica de tal formulación se verifica en el análisis de los encuentros de los asesinos en serie. Usando la noción de pictograma de Piera Aulagnier, Claude Balier le otorga una gran fuerza al binomio penetrante/penetrado. Demostró la importancia del empleo defensivo de una alucinación negativa destinada a alejar el riesgo de invasión alucinatoria por parte del objeto primario, cortando cualquier vínculo entre la víctima y la imagen materna. Ahora bien, dicho vínculo caracteriza el encuentro, a condición por supuesto de no caer en la trampa de las simplificaciones y cosificaciones.
63 El acto tiene como función resituar de forma definitiva la percepción en el exterior y transformar el riesgo potencial de derrota en victoria. En un segundo momento, debe borrarse toda huella psíquica del acto cometido. Cuando le pregunté a uno de ellos por qué mataba después de la violación, respondió: «Porque eso no estaba bien». La función del asesinato es borrar la huella de la violación, más allá de la motivación utilitarista y racional de no ser capturado por la policía. Es también actuar de modo que no haya pasado nada y que la huella del acto se «evapore», término empleado por otro asesino en serie. Como nada sucedió, se puede recomenzar. Esa es una de las causas de la repetición. Así como pueden hablar con crudeza y sin problema de la violación, también se quedan perplejos ante el asesinato que no asumen, no solo por razones utilitaristas, sino porque el motivo profundo se les escapa, precisamente a ellos que detestan perder el dominio.
64 Tras el desencadenamiento, encuentran los referentes. Es como si alguien más lo hubiera hecho por ellos. El logro de la escisión les permite por un tiempo continuar su existencia y disfrutar en secreto el triunfo de poder esconder sus actos. «Seguro que lo has conseguido», se decía uno de ellos.
65 Pero, a diferencia del mito hollywoodense, nunca he conocido a un serial killer infatuado por el miedo que provoca o por el eco mediático de sus crímenes. La resonancia pública de su zona traumática los llevaría más bien a tratar de diferir sus acciones criminales, de que los olviden.
Conclusión
66 Si bien el mal no tiene un porqué, como lo sostuvo André Green en un famoso artículo, [21] el mal tiene un cómo: la función del crimen —deliberadamente no digo su sentido— es la transformación de la amenaza en triunfo, de la pasividad en actividad, del desamparo en omnipotencia, del trauma sufrido en trauma infligido. Su lógica es penetrar para no ser penetrado y destruido; matar para permanecer vivo. Su finalidad es utilizar a la víctima para reforzar la escisión. Su dinámica es poner en escena y en actos criminales ahora lo que no dejó representaciones psíquicas anteriormente. Pero el crimen no cura y el control del modus operandi, lejos de dar sentido, lo oscurece un poco más en cada oportunidad. El criminal controla cada vez más lo que entiende cada vez menos. El triunfo de la omnipotencia lo aleja del peligro del encuentro, que oscuramente percibe como amenaza para la integridad psíquica.
67 Cabría preguntarse si el carácter radicalmente irrepresentable del trauma originario y del motivo de los actos criminales no está en el origen de esta profusión, esta abundancia de representaciones míticas, cinematográficas, literarias y de la fascinación producida por el personaje del asesino en serie. A la labor ciega traumática respondería el exceso de sentido de la acción criminal… para los demás.
68 A la puesta en acto de los primeros asesinatos le sigue la puesta en escena de los siguientes: pero la reactivación alucinatoria de las huellas perceptivas se actualiza en el escenario del mundo y no en un escenario psíquico. El mundo entero puede fantasear, ellos no.
69 Esta fascinación ejercida por el asesino en serie no me parece que solo tenga, según el estereotipo que se usa, la significación de un «sadismo reprimido». No solo no percibo estos actos como «sádicos» —a menos que se le dé al concepto una expansión considerable—, sino que tampoco creo que sea nuestro «sadismo común» lo único que permita entender la fascinación por el asesino en serie. Estas formas extremas de destructividad pueden examinarse de manera válida solamente distinguiéndolas del sadismo (A. Green). [22] Desde la criminología, la definición de los asesinos en serie implica la ausencia de un móvil detectable. En este caso, es perfectamente vana la búsqueda intensa y tranquilizadora de una causa culpable que lo explicaría. El análisis clínico hace trizas todas las explicaciones simplistas. Al asesino en serie se le imputan deseos, placeres y rabias, en un esfuerzo de vínculo, de libidinización, incluso de erotización sádica… La no figurabilidad de una causa inasible hace resurgir cierta cantidad de fantasmagorías:
- a la deshumanización de sí mismo y del otro, a la indiferencia que se manifiesta, responden los mitos de asesino maquinal, como un Robocop…;
- a la omnipotencia que amenaza la vida responde el poder mítico de los demiurgos;
- la escisión del Yo invoca la legendaria presencia conjunta de Dr. Jekyll y Mr. Hyde;
- la captación envidiosa de lo que sienten que se les privó despierta los mitos vampíricos, etc.
70 Y así, lamentables fracasados en la vida toman la figura de omnipotentes héroes míticos. Triste trampa de la identificación con su omnipotencia. A la fascinación ejercida por este paradigma contemporáneo del mal, amplificado por factores ideológicos, políticos y financieros, es conveniente oponer la verdad clínica. Si nadie puede pretender poseer la verdad, me parece que los retos actuales de un debate entre psicoanálisis y criminología exigen que se le preste atención y que el lugar no se deje vacante para los peores reduccionismos, las fascinaciones colectivas o las mitologías estadounidenses.
Notes
-
[1]
Daniel Zagury, «Entre psychose et perversion narcissique. Une clinique de l’horreur: Les tueurs en série», L’Évolution psychiatrique 61, n.o 1 (1996): 87-112; «Le tueur en série», en La justice et le mal, ed. por Antoine Garapon y Denis Salas (París: Odile Jacob, 1997), 19-49; «Du malaise psychopathique dans la civilisation au tueur en série», L’Évolution psychiatrique 66, n.o 4 (2001): 587-601.
-
[2]
Denis Duclos, Le complexe du loup-garou: La fascination de la violence dans la culture américaine. (París: La Découverte, 1994). Traducción propia (todas las traducciones de citas textuales en este artículo lo son).
-
[3]
Monique Delocque-Fourcaud, «“Je l’ai fait, mais ce n’est pas moi”», Champ Psychosomatique 17, (2000): 91-100.
-
[4]
Jean Guillaumin, «Le Moi clivé et son partenaire (clivage du Moi et interagir)». Psychologie médicale 23, n.o 4 (1991): 335-360.
-
[5]
Alain Costes, «La manipulation perverse», Information psychiatrique 70, n.o 9 (1994): 762-769.
-
[6]
Sigmund Freud, «Pulsion et destin des pulsions», en Métapsychologie, 4ª ed., 11-43 (París: Gallimard, 1986 [1915]).
-
[7]
Jean Gillibert, «De l’objet pulsionnel à la pulsion d’emprise», Revue française de psychanalyse 46, n.o 6, (1982): 1211-1243.
-
[8]
Georges Bataille, Le Procès de Gilles de Rais, (París: J.-J. Pauvert, 1965).
-
[9]
Paul Denis, «Emprise et théorie des pulsions», Revue française de psychanalyse 56, n.o 5, (1992): 1295-1421.
-
[10]
René Roussillon, Agonie, clivage et symbolisation (París: PUF, 1999); René Roussillon, Le plaisir et la répétition. Théorie du processus psychique (París: Dunod, 2001).
-
[11]
Paul-Claude Racamier, Le génie des origines: Psychanalyse et psychoses (París: Payot, 1992).
-
[12]
Claude Balier, Psychanalyse des comportements sexuels violents: Une pathologie de l’inachèvement (París: PUF, 1996); «Violence et survie psychique», en Le Mal-être: angoisse et violence, dir. de Jean Cournut et. al. (París: PUF, 1997), 31-38; «Compréhension analytique des agresseurs sexuels», en Pratiques de la psychanalyse, dir. de Jean Cournut y Jacqueline Schaeffer (París: PUF, 2000), 68-73.
-
[13]
Reid Meloy, Les psychopathes. Essai de psychopathologie dynamique (París: Frison-Roche, 2000).
-
[14]
Freud, «Pulsion et destin».
-
[15]
Delocque-Fourcaud, «“Je l’ai fait”».
-
[16]
Roussillon, Agonie, clivage et symbolisation.
-
[17]
Guillaumin, «Le Moi clivé».
-
[18]
Roussillon, Agonie, clivage et symbolisation.
-
[19]
Meloy, Les psychopathes.
-
[20]
Balier, Psychanalyse des comportements sexuels.
-
[21]
André Green, «Pourquoi le mal?», Nouvelle Revue de Psychanalyse 38 (1988): 239-261.
-
[22]
Ibíd.