1El populismo es un tema en cuyo estudio las ciencias sociales se han mostrado extraordinariamente creativas y fructíferas en América Latina. Gracias a las investigaciones y reflexiones que se iniciaron hace más de cuarenta años hoy disponemos de un rico corpus de ideas sobre el populismo que nos permite abordar con cierta facilidad el resurgimiento de este complejo fenómeno político. Es cierto que, en la medida que el populismo parecía enterrado o marginal, el interés por su estudio decayó. El aprismo, el cardenismo, el peronismo y el varguismo parecían procesos que se habían extinguido. Los ecos del populismo de Paz Estenssoro en Bolivia, de Velasco Ibarra en Ecuador y de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia dejaron de escucharse. Pero en los últimos años los pasos del populismo vuelven a resonar. Desde 1988 en México hay un retorno del cardenismo, en 1998 Hugo Chávez llega a la presidencia en Venezuela y en 2006 dos campañas electorales exitosas llevan a Rafael Correa y a Evo Morales a la presidencia en Ecuador y Bolivia. En Perú ese mismo año un populista agresivo, Ollanta Humala, se enfrentó al aprista Alan García. Y en México el impulso populista de Andrés Manuel López Obrador lo lleva al borde del triunfo en las elecciones presidenciales. Años antes habíamos presenciado el resurgimiento de estilos populistas en el menemismo y el fujimorismo. Hoy en día ya nadie duda que el populismo está de regreso.
2Vale la pena, pues, volver a leer los textos que escribieron los sociólogos en los años sesenta del siglo pasado. Por supuesto, aquí solamente daré un rápido vistazo a las antiguas reflexiones, como un recordatorio y una invitación a considerarlas de nuevo. Y escogeré algunas ideas para conectarlas con mis interpretaciones y propuestas. Cuando Gino Germani se refirió a los movimientos que llamó nacional-populares y a los regímenes populistas establecidos por ellos enumeró sus características principales así: “el autoritarismo, el nacionalismo y alguna que otra forma del socialismo, del colectivismo o del capitalismo de Estado: es decir, movimientos que, de diversas maneras han combinado contenidos ideológicos opuestos. Autoritarismo de izquierdas, socialismo de derechas y un montón de fórmulas híbridas y hasta paradójicas, desde el punto de vista de la dicotomía (o continuidad) «derecha-izquierda»”. [1]
3Germani reconoce en esto la influencia de las ideas de S. M. Lipset sobre el autoritarismo de la clase obrera y observa que esta forma de participación política de las masas difiere del “modelo occidental”. Esta situación, sostiene Germani, es propia de los países subdesarrollados, que se caracterizan por lo que llama “la singularidad de lo no contemporáneo”. Esta fórmula es una adaptación de las teorías del sociólogo William Ogburn sobre el desfasamiento cultural (“cultural lag”), muy influyentes en los años en que Germani escribía. Esta interpretación del subdesarrollo como conjunto abigarrado de formas asincrónicas y desiguales de desarrollo económico y social ha adoptado muy diversas expresiones y se ha vuelto un lugar común. Se ha hablado, por ejemplo, de continuum folk-urbano, colonialismo interno, sociedad dual, desarrollo desigual y combinado o articulación de diferentes modos de producción.
4La singularidad que observa Germani consiste en que, durante el accidentado proceso de transición de sociedades autocráticas y oligárquicas a formas modernas e industriales aparecen movimientos populares que no se integran al sistema político de acuerdo al modelo democrático liberal, sino que adoptan expresiones populistas (que él llama nacional-populares). Ello ocurre debido a que los canales de participación que la sociedad ofrece no son suficientes o son inadecuados.
5Otro sociólogo, Torcuato S. di Tella, agrega a la explicación de Germani lo que llama “efecto de deslumbramiento”. A diferencia de lo que ocurrió en los países europeos, el mundo subdesarrollado constituye la periferia de un deslumbrante centro —avanzado, sofisticado y rico— que produce un efecto de demostración tanto en los intelectuales como en la masa de la población. Los medios masivos de comunicación elevan los niveles de aspiración y, al levantarse un poco la tapa de la sociedad tradicional, surge una presión social que busca salidas imprevisibles. Como la modernización suele ser enérgica y rápida, los movimientos sociales son repentinos y excesivos para un sistema económico atrasado incapaz de satisfacer las nuevas demandas. Las masas que escapan de la sociedad tradicional no cristalizan en movimientos políticos liberales u obreros, como en Europa, sino que son atraídas por liderazgos carismáticos y demagógicos de corte populista. [2]
6Torcuato di Tella define, además, un nuevo fenómeno: el surgimiento de lo que llama “grupos incongruentes”. Se refiere a segmentos sociales dislocados y fuera de contexto, como los aristócratas empobrecidos y venidos a menos, los nuevos ricos que no son todavía aceptados en los círculos más elevados o los grupos étnicos desplazados. Se trata de sectores sociales que acumulan resentimientos y despliegan actitudes amargas y vengativas contra un establishment que consideran injusto. “Los grupos incongruentes… —explica Torcuato di Tella— y las masas movilizadas y disponibles, están hechos los unos para los otros. Sus situaciones sociales son bastante diversas, pero tienen en común un odio y una antipatía por el statu quo que experimentan en forma visceral, apasionada. Este sentimiento es muy distinto del que un intelectual puede desarrollar como resultado de sus actividades profesionales —salvo en el caso de que también sea fuertemente incongruente, lo cual no es poco común en las regiones subdesarrolladas”. [3]
7Podemos comprender las limitaciones de estos enfoques, que inscriben el fenómeno populista en el marco de la transición de una sociedad tradicional a una condición moderna. El populismo sería así una anomalía o un accidente que ocurre durante un proceso de transición que en los países subdesarrollados no sigue los patrones occidentales. Sin embargo, si nos deshacemos del marco lineal o desarrollista, creo que podemos rescatar al menos tres aspectos en las formulaciones de Germani y Di Tella.
8Primeramente, podemos destacar la importante presencia de un gran segmento de la sociedad conformado por una mezcla heterogénea de residuos de formas tradicionales, grupos excluidos por la modernización, estructuras aberrantes de proyectos económicos frustrados, burocracias agraviadas, grupos étnicos en descomposición, comerciantes ambulantes, emigrantes desocupados, marginales hiperactivos, trabajadores precarios y mil formas más. Se trata de una masa de población que vive la singularidad incongruente de su no-contemporaneidad y su asincronía, para usar los términos de Germani y Di Tella. Esta es la masa heterogénea llamada “pueblo” por los dirigentes populistas, un verdadero pot pourri cuya dimensión y composición varía mucho en cada país y época, y que no solamente es una característica de la América Latina de los años treintas, cuarentas y cincuentas, sino que podemos reconocer su existencia hasta nuestros días. No es, pues, un fenómeno ligado exclusivamente a la transición, sino que es una situación duradera.
9Un segundo aspecto que podemos rescatar es la importancia concedida a la rapidez y agresividad propias de la modernización y expansión del capitalismo en América Latina. Aquí también podemos afirmar que no se trata de un proceso limitado a la transición de sociedades oligárquicas atrasadas a los sistemas de acumulación capitalista e industrialización más avanzados. La llegada a América Latina de nuevas tendencias, aunque a veces con cierto retraso, ocurre de manera impetuosa y, para usar la metáfora de Di Tella, deslumbrante, sin esperar a que la sociedad se prepare para los cambios. A fin de cuentas estos cambios, como los ligados a la globalización, han madurado en las economías centrales e irradian velozmente su influencia hacia la periferia impulsados por la voracidad típica de las grandes empresas transnacionales.
10Así pues, la presencia continuada de masas incongruentes abigarradas y de flujos deslumbrantes vertiginosos sigue produciendo importantes efectos políticos en las sociedades latinoamericanas de hoy. Comprobamos cotidianamente los efectos desordenadores y los agravios que producen estos flujos deslumbrantes en las masas incongruentes. Tal como explicó Germani, las movilizaciones producidas por la penetración de flujos de modernización frenética en una masa social abigarrada son difícilmente asimilables y se integran mal en los sistemas políticos. Así, estos movimientos y estas sacudidas se convierten en el caldo de cultivo de las expresiones populistas. Pero Germani se equivocó al considerarlos como mero fruto de la transición de las oligarquías tradicionales a las sociedades modernas.
11En tercer lugar podemos rescatar de la antigua sociología funcionalista latinoamericana sus planteamientos sobre la importancia del líder carismático en los fenómenos populistas. El autoritarismo que suele caracterizar tanto a los movimientos populistas como a los regímenes que fundan se asocia a la fuerza personal de dirigentes cuyo discurso suele ser una mezcla ideológica que gira en torno de la exaltación del “pueblo”, que es una noción vaga referida a la existencia de una dualidad social nefasta que es necesario liquidar. Por supuesto, la presencia de líderes políticos fuertes y carismáticos no es algo exclusivo del populismo. Lo que se ha observado como propiamente populista es el discurso ideológico del líder y las peculiares mediaciones que lo conectan con las masas que lo apoyan. Se trata del carácter multi-ideológico de un discurso con fuerte carga emocional que apela directamente a la masa pluriclasista y heterogénea agraviada. Pero, aunque el discurso populista se dirige, por decirlo así, al corazón del pueblo al que convoca directamente, el movimiento tiende a organizar —especialmente cuando llega al poder— una compleja red de mediaciones de tipo clientelar. Habría que agregar que el culto al líder carismatico se asocia a una generalizada estatolatría.
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13Quiero referirme ahora el espinoso problema de la definición del populismo. Se ha señalado repetidamente la enorme dificultad de definir el término, e incluso Ernesto Laclau ha dicho que simplemente es imposible definirlo. Este autor ya había acertadamente señalado en 1978 que el populismo no puede ser definido como la expresión de una clase social (como el campesinado, los granjeros o la pequeña burguesía), ni como el resultado aberrante de una transición de la sociedad tradicional a una sociedad industrial. El estudio comparativo de los movimientos y regímenes que se han calificado como populistas muestra muchas incoherencias en el intento de poner en el mismo saco, por ejemplo, al populismo ruso del siglo XIX, al nasserismo egipcio, al peronismo argentino y al chavismo venezolano. Si además se agregan, como sugiere Laclau, el fascismo y el socialismo revolucionario, es evidente que no podremos alcanzar una definición de populismo capaz de dar cuenta de un abanico tan amplio y variado de situaciones políticas.
14La confusión ocurre en gran medida debido a que, por escapar de las explicaciones del populismo que remiten a sus funciones y al proceso de cambio en el que se inscribe, se privilegian las dimensiones ideológicas como base de su definición. Aquí, desde luego, también es muy difícil hacer generalizaciones. La fórmula que propuso Laclau para explicar el populismo como fenómeno ideológico la encontró en la idea marxista althusseriana de “interpelación”. El populismo sería un discurso que interpela al “pueblo” como sujeto, para oponerse al poder hegemónico. La interpelación puede oscilar entre dos polos: la forma más alta y radical de populismo —el socialismo encaminado a suprimir al Estado como fuerza antagónica— y la forma opuesta —fascista— dirigida a preservar al Estado totalitario. Entre las dos formas extremas tendríamos una gama de fenómenos ideológicos populistas, como el bonapartismo. [4]
15Según esta interpretación, el populismo, aunque es entendido como un fenómeno esencialmente ideológico, puede expresarse tanto en formas muy definidas, como de maneras indefinidas y confusas. Así, prácticamente cualquier expresión ideológica puede ser populista. La interpelación populista surge históricamente, de acuerdo a Laclau, ligada a una crisis del discurso ideológico dominante, la cual a su vez es parte de una crisis social más general ocasionada por una fractura del bloque en el poder o por la incapacidad de éste para neutralizar a los sectores dominados. Surge en ese momento una clase o una fracción de clase que necesita apelar al “pueblo” contra la ideología vigente. [5]
16Recientemente Laclau ha continuado, ampliado y modificado su definición de populismo. Quiere ofrecer una plataforma lógica y racional a los populismos latinoamericanos. Lo que llama la “razón populista” debe ser capaz de transformar la crítica a los aspectos negativos (la vaciedad del discurso) en exaltación de sus virtudes (el líder). Ahora sustituye la idea de interpelación por la de construcción de la identidad popular. La diversidad de demandas populares, en este proceso ideológico, es condensada por el discurso populista en un conjunto de equivalencias unificadoras. Estas equivalencias anulan los significantes propios de la heterogeneidad y producen un vacío. Es en esta vacuidad del populismo —que ha sido descrita como vaguedad y ambigüedad ideológicas— donde Laclau encuentra paradójicamente su racionalidad. La racionalidad populista consiste en que es capaz de abarcar la pluralidad y constituirla en una palabra vacía: el “pueblo”. Aquí Laclau introduce una explicación del papel central del líder: la unidad de esta formación discursiva es transferida hacia el orden nominal. El “nombramiento” del líder llena el vacío y le da un sentido al pueblo. Así, dice Laclau, “el nombre se convierte en el fundamento de la cosa”. [6] La identidad popular así construida, encabezada por su líder, exige entonces una representación (total o parcial) en las esferas del poder.
17Se trata de una solución meramente retórica al problema de la definición del populismo, realizada ahora con ayuda del instrumental psicoanalítico lacaniano. Tiene la peculiaridad de centrar clara y precisamente el problema en la noción vacía de “pueblo” y en el proceso nominalista de su invención. No quiero ahora entrar en las sutilezas de la nueva interpretación de Laclau, sino solamente destacar el hecho de que su alternativa al análisis funcionalista consiste en ubicar la explicación casi enteramente en el terreno del discurso ideológico. Ello es una importante limitación, pero le permite escapar de las implicaciones críticas que tiene el uso del término “populismo” y abrir las puertas a su exaltación intelectual. Sin embargo, parece muy difícil que los líderes del populismo actual acepten el sustantivo aplicado a su movimiento. Temen que el nombre sea el fundamento de la crítica de la cosa política que impulsan. No parece probable que un dirigente populista acepte como rational choice, como elección racional, la propuesta que hace Laclau de usar el nombre de la cosa extraña que impulsan.
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19Las breves reflexiones críticas que he esbozado me sirven como punto de apoyo para buscar una interpretación diferente. Me parece que podemos considerar al populismo como una forma de cultura política, más que como la cristalización de un proceso ideológico. En el centro de esta cultura política hay ciertamente una identidad popular, que no es un mero significante vacío, sino un conjunto articulado de hábitos, tradiciones, símbolos, valores, mediaciones, actitudes, personajes e instituciones. Sabemos bien que las identidades, ya sean nacionales, étnicas o populares, no se pueden definir de acuerdo a fundamentos o esencias. Como dijo muy bien Jacques Derrida, “lo propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma”. [7] El “pueblo” de la cultura populista es ante todo un mito; y, como sabemos, el mito constituye una lógica cultural que permite superar contradicciones de muy diversa índole.
20Por ello, podemos trazar genealogías y tradiciones en las culturas populistas, mostrar influencias y conexiones entre ellas, pero resulta imposible definir un catálogo de rasgos comunes a todas. Los antiguos populismos del siglo XIX en Estados Unidos y Rusia generaron tradiciones y patrones que podemos reconocer aún en sus descendientes lejanos. Por ejemplo, tenemos en Estados Unidos a George Wallace o a Ross Perot, y en Europa al squadrismo agrario italiano, al movimiento intelectual strapaese, a Pierre Poujade en Francia y a los brotes de populismo derechista en los países post-comunistas. [8]
21Lo mismo puede decirse de los viejos populismos latinoamericanos y de su relación con las nuevas expresiones: podemos reconocer herencias y linajes políticos, pero es difícil fijar un patrón común preciso que los defina en su conjunto. En cambio sí podemos reconocer la existencia de una especie de árbol genealógico del populismo latinoamericano, que si bien tiene algunos rasgos comunes con las tradiciones europeas y norteamericanas, constituye un tronco de cultura política peculiar que podemos reconocer, aunque no encerrar en la jaula de una definición. En esta cultura política podemos reconocer hábitos autoritarios, mediaciones clientelares, valores anticapitalistas, símbolos nacionalistas, personajes carismáticos, instituciones estatistas y, muy especialmente, actitudes que exaltan a los de abajo, a la gente sencilla y humilde, al pueblo.
22Para recapitular lo que he expuesto, podría decir que el populismo es una cultura política alimentada por la ebullición de masas sociales caracterizadas por su abigarrado asincronismo y su reacción contra los rápidos flujos de deslumbrante modernización, una cultura que en momentos de crisis tiñe los a movimientos populares, a sus líderes y a los gobiernos que eventualmente forman. Puede comprenderse que una situación como esta ha ocurrido en momentos históricos muy diversos. En América Latina surgió tanto durante lo que se ha llamado la crisis de los Estados oligárquicos como, más recientemente, tras el impacto de las poderosas tendencias globalizadoras. Ha surgido tanto en procesos políticos de gran escala como en manifestaciones limitadas y relativamente marginales. Ha influido en la formación de gobiernos nacionales o se ha filtrado solamente como un estilo peculiar de algunos líderes.
23Aunque el populismo, desde mi punto de vista, es principalmente una expresión cultural, no creo que debamos pensar que es como un guante que puede ser usado por cualquier mano, o que es una forma que puede albergar cualquier contenido político, desde el nazismo hasta el comunismo. Es cierto que el populismo suele presentar un amasijo variopinto de expresiones ideológicas, muchas veces contradictorias. Su coherencia no proviene de la ideología sino de la cultura. Por ello, el fascismo y el comunismo, que han sido bloques de monolítica coherencia ideológica, son fenómenos que pertenecen a otro orden político muy diferente. Ello no quiere decir que no haya habido expresiones de cultura populista en los Estados fascistas y comunistas, como en Italia o en China. Y a la inversa, también encontramos ingredientes fascistas o socialistas en los populismos, como es el caso del peronismo o del cardenismo.
24A pesar de todo, los fenómenos populistas suelen inclinarse hacia la izquierda y ocupan los territorios sociales que los partidos o grupos progresistas aspiran a penetrar y representar. De hecho, las más importantes definiciones del populismo se originan en las discusiones de los marxistas de fines del siglo XIX, y por supuesto debemos a Lenin la visión crítica y peyorativa con que la izquierda suele entender el fenómeno. Como he dicho, muy pocos políticos, si acaso alguno, aceptan que se les aplique la calificación de populista. En general, el populismo ha sido visto con ojos muy críticos tanto por la izquierda revolucionaria como por la reformista. Y es con frecuencia rechazado por la derecha. En muchas ocasiones estas críticas y rechazos producen una curiosa ceguera que oculta tanto a derechas como a izquierdas los síndromes populistas que aparecen en sus respectivos campos.
25Quiero agregar el hecho de que el abigarrado asincronismo suele ser visto como una muestra del fracaso del proyecto neoliberal, y los flujos de modernización deslumbrante son interpretados como los efectos malignos de la americanización y la globalización. Por ello es natural que, por ejemplo, las conquistas del populismo bolivarista sean vistas por muchos como un proceso de izquierda, como la transición a una sociedad más justa y auténticamente democrática. En realidad, este proyecto populista tomó de las abigarradas franjas de desorden social y político su inspiración para esa incoherente aglomeración de ideas que es el llamado “socialismo del siglo XXI”. Y se basa en su rechazo a la modernización rampante para impulsar el antiimperialismo rupestre y demagógico que lo caracteriza.
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27La época en que se derrumba el muro de Berlín y desaparecen prácticamente todos los Estados socialistas coincide con la caída de las dictaduras latinoamericanas y la emergencia de regímenes democráticos. Esta coincidencia marca profundamente la evolución del panorama político. Desde que la democracia política ha sustituido en América Latina a las dictaduras, es posible comprobar, tanto en el espectro de la derecha como en el de la izquierda, una oscilación hacia el centro y un abandono de las posiciones extremistas. Los herederos de las derechas golpistas y militaristas están en proceso de extinción. El mapa de la izquierda ha cambiado radicalmente: las opciones guerrilleras o revolucionarias que luchan por un socialismo puro y duro van desapareciendo y al mismo tiempo avanzan las alternativas que privilegian la vida electoral. Este corrimiento hacia el centro se pudo comprobar de manera notable, e incluso espectacular, en la campaña de Lula en el 2002, cuando por fin triunfó. Y desde luego ha ocurrido en Chile. Estos dos países son también un ejemplo de la extinción de las derechas dictatoriales y antidemocráticas. Esto parecería indicar que las tendencias llevan a un fortalecimiento de las corrientes liberales democráticas y socialdemócratas en una competencia por ocupar posiciones de centro.
28Pero las cosas no son tan sencillas. En América Latina no han desaparecido las viejas culturas políticas autoritarias que, aunque muy distintas entre sí, pueden ser calificadas de populistas. Posiblemente los ejemplos más duraderos y persistentes de esta vieja cultura política sean el priismo mexicano y el peronismo argentino. A diferencia de otros populismos, estos fueron una expresión estatal, un fenómeno gubernamental ligado al poder, donde aparece un líder o caudillo con una amplia base social. Lázaro Cárdenas y Juan Domingo Perón, sin embargo, ejemplifican también la enorme disparidad de situaciones políticas que les dieron origen.
29Las resonancias populistas en la América Latina de hoy han generado inquietud en todo el continente. Sus importantes manifestaciones en Bolivia, Ecuador, México, Nicaragua, Perú y Venezuela han modificado seriamente el espectro político de estos países. A mi parecer han propiciado una distorsión peculiar de las corrientes de izquierda que, en lugar de aproximarse a posturas socialdemócratas (como ha ocurrido en Brasil, Chile y Uruguay), han sido atraídas por el viejo populismo y han recibido la influencia, directa o indirecta, de la cultura dictatorial del petrificado socialismo cubano. En Perú la explosión de nacionalismo populista fue conjurada por una forma blanda y atenuada de la misma inclinación política (el aprista Alan García.) El populismo peronista no parece muy virulento en Argentina y en México las actitudes agresivas y conservadoras de López Obrador lo llevaron a una derrota electoral (por un margen muy estrecho.)
30Las tendencias populistas actuales son un importante fenómeno que debe preocuparnos; son sintomáticos, como he dicho, los problemas de fondo con los que nos conectan. Me refiero a la presencia en muchos países latinoamericanos de formas culturales ligadas al populismo, mucho más vastas y profundas que sus expresiones estrictamente ideológicas. Se trata de una cultura popular nacionalista, rijosa, revolucionaria, antimoderna, de raíz supuestamente indígena, despreciativa de las libertades civiles y poco inclinada a la tolerancia. Desde luego mi ejemplo predilecto es la cultura priísta, la que mejor conozco y la que más he sufrido. Pero la presencia más o menos importante de expresiones culturales similares se pueden reconocer en varios países. Es importante destacar que este tipo de cultura popular vive en simbiosis con una derecha poco cultivada que la estimula, y que suele estar aliada a empresariados mal refinados y amantes de ganancias rápidas y fáciles, poco inclinados a la gestión económica de largo plazo, temerosos del libre comercio, que hacen fortunas a la sombra de la política y que con frecuencia se arropan en la corrupción. Una curiosa variedad de esta cultura populista de derecha se desarrolló en México, impulsada por una burguesía nacionalista y revolucionaria (aunque apegada a la institucionalidad dictatorial de un partido único.)
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32El populismo entendido como cultura política no suele constituir una alternativa consistente de desarrollo socioeconómico y político. No es ni una opción por un modelo socialista, ni una vía de crecimiento capitalista acelerado. Después de 1989 los proyectos de construcción de un Estado socialista son una verdadera rareza o un trágico anacronismo. Ejemplos de este tipo de proyecto, sin embargo, ocurren en América Latina, y se encuentran relacionados entre sí: el extraño socialismo populista venezolano que propone Chávez se conecta con el obsoleto modelo revolucionario cubano. Pero podemos sospechar que esta opción es inviable y que, tarde o temprano, se desvanecerá. Las reservas petroleras de Venezuela podrán durar 200 años, pero el modelo chavista parece tan incapaz de alcanzar un desarrollo moderno como lo fue el exótico proyecto de Muammar al-Kadhafi en Libia en los años setenta. Además, sospecho que no tardaremos mucho en ver como Cuba se desliza hacia esa peculiar transición que es el “socialismo de mercado”, como en China.
33Por otro lado, tenemos los gobiernos populistas que han aceptado las reglas del juego de la globalización y de la órbita capitalista, al mismo tiempo que impulsan algún tipo de política social clientelar y asistencialista. En ciertos casos, como lo demostraron Alan García en los años ochenta y Menem en los noventa, fueron malos administradores de un capitalismo al mismo tiempo agresivo y estancado. Una variante especialmente trágica y corrupta fue la de Fujimori en el Perú de los años noventa. Podemos concluir que la cultura política populista mezclada con una agenda económica neoliberal tiene costos elevados y no llega a impulsar el crecimiento y la generación de riqueza, que podrían ser las bases para programas sociales, de salud, de empleo, de educación y de reducción de la pobreza. El fracaso tiene relación, en parte, con las dificultades inherentes de un gobierno sometido a la lógica cultural populista para insertarse en la globalización y atraer inversiones.
34Quiero ahora preguntarme: ¿qué repercusiones pueden tener las culturas populistas en las instituciones democráticas? Este es un problema candente en varios países y no es fácil llegar a una conclusión, pues estamos frente a procesos en marcha que no han concluido. Es probable que el típico golpe de Estado de extrema derecha, conducido por militares contra gobiernos populistas sea una alternativa remota. Pero no es tan lejana, en cambio, la posibilidad de que los propios gobiernos populistas sigan un curso que los conduzca a formas autoritarias y antidemocráticas. De hecho, tenemos un ejemplo en el pasado cercano: la evolución desastrosa del gobierno de Fujimori. ¿Es posible que los procesos boliviano, ecuatoriano y venezolano estén encaminados hacia una condición autoritaria, similar a la de Fujimori, pero con un sello izquierdizante? Si la cultura política populista ha echado raíces profundas, la respuesta podría ser afirmativa y deberíamos esperar la entrada de estos países a un ciclo de autoritarismo creciente.
35Pero hay otros caminos posibles para gobiernos de izquierda con bases populares sólidas. La alternativa más conocida y probada es la socialdemócrata, tal como se ha presentado en Chile, Brasil y Uruguay, donde los gobiernos de Bachelet, Lula y Tabaré se han distanciado claramente del populismo. Estos gobiernos de orientación socialdemócrata, al igual que los populistas, ponen en el centro la necesidad de impulsar sociedades igualitarias, incluyentes y protectoras de los grupos más pobres o vulnerables. Pero hay grandes diferencias: de un lado tenemos una defensa de la democracia representativa y una política que acepta claramente que hoy en día la globalización es el más importante motor del cambio. En contraposición, el populismo impulsa actitudes de confrontación hacia los empresarios, ve con sospecha las inversiones extranjeras, es agresivamente nacionalista e impulsa reformas políticas que propician la continuidad del poder autoritario del líder; reformas que minan la democracia electoral para favorecer mecanismos alternativos de participación e integración popular de carácter corporativo, clientelar y movilizador.
36Ciertamente, en muchos casos el sistema de partidos y las élites han ejercido el poder —en un contexto democrático— de una forma tan corrupta, inequitativa, irracional e ineficiente que han conducido a sus sociedades hacia la catástrofe. Fue el caso de Venezuela, cuya vieja democracia —inaugurada en 1959 con la caída de Pérez Jiménez, se encontraba tan podrida que auspició una gran movilización popular contra el sistema.
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38Quiero ahora presentar algunas reflexiones sobre lo que podría considerarse la experiencia más larga, duradera y estable de populismo en América Latina. Me refiero al caso de México, mi propio país, el caso que conozco mejor y que puede ser un ejemplo de los altos costos que paga una sociedad cuando la cultura populista arraiga tan profundamente que incluso es adoptada por la derecha política y las élites empresariales, que acabaron siendo el grupo hegemónico de lo que Mario Vargas Llosa llamó irónicamente la “dictadura perfecta”. Tan perfecta fue esta dictadura que durante decenios fue la envidia de muchos gobiernos latinoamericanos y el modelo de algunas alternativas políticas, como en Perú en la época de Velazco Alvarado y en la Nicaragua del primer sandinismo. Los gobiernos mexicanos que se inspiraron en la cultura populista —el nacionalismo revolucionario institucional— duraron setenta años en el poder y mantuvieron ininterrumpidamente el régimen autoritario más difícil de erradicar en América Latina. Concentraré mis reflexiones en los problemas que surgieron cuando por fin terminó el régimen populista y se inició la transición democrática.
39Durante muchos años uno de los principales problemas políticos en América Latina fue la urgencia por civilizar y modernizar a las derechas. La derecha mexicana —enquistada en el viejo sistema populista— fue una de las más duras de roer, y ello explica que México haya sido el último país latinoamericano (excluyendo Cuba) en alcanzar un proceso de transición democrática. La dictadura revolucionaria institucional, con su amplia base popular, era un sistema que les parecía a las élites demasiado perfecto y seguro como para abandonarlo. Por fin, en las elecciones del año 2000, un partido de derecha independiente derrotó al partido oficial y se inauguró una época democrática. Pero de inmediato se planteó un problema de legitimidad: ¿con qué sustituir la cultura populista, nacionalista y revolucionaria del antiguo régimen? ¿Cómo lograr la legitimidad de un gobierno electo democráticamente sin recurrir a las viejas mediaciones y a recursos populistas?
40El sueño de muchos administradores y tecnócratas latinoamericanos ha sido alcanzar, a la manera que le hubiera gustado a Niklas Luhmann, un sistema político que pudiese funcionar y reproducirse sin derivar su legitimidad de la sociedad que lo rodea, salvo por el funcionamiento de sus propios mecanismos electorales, y cimentar su cohesión sin acudir a estructuras normativas externas. Se trataría de un sistema autolegitimado, autónomo y basado en la racionalidad y la formalidad de la administración y en su capacidad de generar las condiciones políticas del bienestar. Bajo estos supuestos, el sistema político ya no requeriría de mediaciones ni, por lo tanto, de fuentes extrasistémicas de legitimidad.
41Esta utopía sistémica nos permite determinar rápidamente varios puntos estratégicos. Para comenzar, la gestión gubernamental debe operar sobre la base de una nueva cultura que sustituya al nacionalismo populista del PRI. Se ha hablado de una cultura gerencial, cuya estructura simbólica debería tener la capacidad de articular la identidad del sistema político. No cabe duda de que, a escala mundial, se han acumulado muchas experiencias que alimentan la cultura gubernamental, enriquecida además por la transferencia de hábitos y prácticas procedentes del mundo empresarial. Pero no quiero detenerme en detalles técnicos, sino preguntar: ¿es suficiente una cultura gerencial para dotar de legitimidad a un sistema político democrático? No lo creo, ni siquiera en el dudoso caso de que una cultura semejante trajese el bienestar económico para las amplias capas de la población más desposeída. La economía, por sí sola, no produce legitimidad.
42La hegemonía de una cultura gerencial o tecnocrática presupone que el sistema político mexicano, desde las elecciones del año 2000 en que pierde el PRI, ya no requeriría —como he dicho— de fuentes externas de legitimidad: la misma eficiencia de los aparatos de gobierno debería ser una base suficiente para garantizar su continuidad. Pero como todos sabemos, y como es obvio, los aparatos gubernamentales en México (y en América Latina) están muy lejos de esa eficiencia gerencial y están demasiado contaminados por formas corruptas, paternalistas o corporativas de gestión como para funcionar alimentados únicamente por una nueva cultura gerencial y mercadotécnica. Es curioso que haya sido la oposición de izquierda quien transmitió primero la imagen de un grupo de políticos, encabezados por Vicente Fox, que habría ganado las elecciones del 2000 gracias a sus habilidades mercadotécnicas y gerenciales en el manejo de la publicidad política, con lo que habría logrado engañar a millones de electores. El nuevo gobierno habría intentado trasladar su destreza gerencial a la administración pública. Esta es una explicación simplista que no permite comprender que la derrota del PRI está inscrita en un largo y complejo proceso de transición democrática.
43Las causas profundas de la transición, que implican una gran crisis cultural, se inscriben en un ciclo largo que se inició en 1968 y que todavía no termina. Este ciclo largo contempla la crisis de las mediaciones políticas nacionalistas y el lento crecimiento de una nueva cultura política. Es precisamente en este ciclo de largo alcance en donde podemos encontrar las señales de las nuevas formas de legitimidad. En los cambios y ajustes que el propio sistema en crisis propició podemos reconocer algunas indicaciones. Por ejemplo, ante la división del partido oficial y la crisis del nacionalismo el gobierno priísta optó por impulsar el Tratado de Libre Comercio y la globalización, y después, ante los problemas de credibilidad, impulsó una reforma política que instauró un mecanismo electoral autónomo y confiable. Con estas medidas el gobierno priísta aceleró su fin, aunque su objetivo fuera todo lo contrario: alargar su permanencia en el poder. La oposición de izquierda, que había crecido gracias a la división del PRI, hizo una mala lectura de estas situaciones: creyó necesario volver al nacionalismo revolucionario original (cardenista e incluso zapatista) y desarrolló una actitud populista de desconfianza ante la democracia electoral.
44Este retorno del populismo, ya no por medio del viejo partido oficial sino canalizado por la oposición de izquierda —el PRD— fue sin duda auspiciado por el gobierno de Vicente Fox, que se dejó tentar por los aparentes atractivos de una cultura gerencial como base legitimadora. Ello fomentó la desilusión de amplios sectores sociales y enervó a masas de abigarradas asincronías e incongruencias que reaccionaron en contra de la joven democracia, instaurada apenas unos pocos años antes. Esto explica, al menos en parte, el enorme crecimiento de la alternativa electoral populista del año 2006. Otra parte de la explicación radica en el hecho de que, desde el gobierno de la enorme ciudad de México, López Obrador durante años tejió una gran red de mediaciones clientelares y caciquiles, que fue la base material y política de su campaña. Pero este auge populista fue efímero e insuficiente para lograr el triunfo.
45La derrota de López Obrador en el 2006 se entiende en gran parte porque continuó la línea de retorno al viejo nacionalismo revolucionario y al estilo priísta, que tantos estragos había causado. Fue incapaz de inscribir su campaña electoral en la nueva cultura política democrática. Se lanzó frontalmente contra la cultura gerencial, a la que en sus arranques de exageración calificó de fascista, y a pesar de tener un programa tibio y contradictorio, dejó la impresión de que era un agresivo revolucionario que no permitiría que los ricos se siguiesen enriqueciendo. Fue también muy ofensivo con la clase media. La misma incoherencia de su programa hizo que pocos creyeran que se disponía a apegarse a sus lineamientos.
46El ejemplo mexicano es útil para proponer una reflexión final. He señalado los límites e incluso los peligros de dos culturas contrapuestas: la cultura gerencial o tecnocrática de la derecha y la cultura populista de la izquierda. Ambas alternativas pueden erosionar la legitimidad democrática tan difícilmente adquirida, sea debido a que se crea que la política puede funcionar con el relativo automatismo de la economía de mercado o que se quiera sustituir la democracia representativa por formas caciquiles, mesiánicas o caudillistas de control político. Lo que necesitamos es una cultura democrática moderna, la misma cuyo crecimiento en la sociedad mexicana erosionó al autoritarismo populista, pero que aún no se expande y enraíza con suficiente fuerza. Esta cultura democrática ha sido impulsada por las grandes tendencias políticas, desde la socialdemocracia hasta el liberalismo, que después de la caída del mundo bipolar en 1989 están en proceso de renovación y requieren de importantes cambios. Estos cambios deben enfocarse a la modificación y renovación de la cultura política de los partidos políticos. Y no sólo para lograr la necesaria legitimidad del sistema político. La democracia política, como sistema de representación, no resuelve los inmensos problemas de la miseria, de las desigualdades extremas, de la falta de productividad y del atraso. No son los programas políticos los que pueden, por sí mismos, eliminar la pobreza en América Latina. Hace mucho sabemos que la cultura es un poderoso motor de la economía. Los economistas están comenzando a reconocer este hecho. Por supuesto, las estructuras culturales han sido también poderosos lastres que frenan la prosperidad económica.
47Por ello, lo que está en juego no es meramente el movimiento de piezas en el ajedrez político continental o mundial. Detrás de las propuestas tecnocráticas y populistas hay procesos culturales que pueden acelerar o frenar el bienestar de las sociedades latinoamericanas. Por eso la política debe ser un proceso civilizatorio. En América Latina necesitamos urgentemente civilizar a la clase política y democratizar a la cultura popular. De lo contrario en lugar de acumular riqueza y bienestar, seguiremos perdiendo década tras década.
Notes
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[1]
“Democracia representativa y clases populares” [1965], reproducido en G. Germani, Torcuato S. di Tella y Octavio Ianni, Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica, Ediciones Era, México, 1973, p. 29. Un libro de Octavio Ianni resume bien las preocupaciones de la izquierda en torno al fenómeno: La formación del Estado populista en América Latina, ediciones Era, México, 1975.
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[2]
“Populismo y reformismo” [1965], en el libro citado en la nota 1, pp. 38ss.
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[3]
Ibid., p. 43.
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[4]
Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo y populismo, Siglo XXI editores, México, 1978, p. 231s.
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[5]
Ibid., p. 205.
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[6]
La razón populista, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005, p. 130.
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[7]
L’autre cap, Minuit, París, 1991, p. 16.
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[8]
Véase la importante recopilación de ensayos preparada por Ghita Ionescu y Ernest Gellner, Populism. Its meanings and national characteristics, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1969. Sobre Europa, véase Michel Wieviorka, La démocratie à lépreuve. Nationalisme, populisme, ethnicité, La Découverte, París, 1993.