CAIRN-MUNDO.INFO : Mundo Plural

1 El acontecimiento no es banal: es de tal importancia que nos cuesta creerlo y pensamos que algo así «no puede estar sucediendo». Sin embargo, así es: estamos asistiendo al final de la dominación masculina. Entendámonos: su principio está acabado, aunque en su estela deje un rastro de secuelas que pueden ocultar la profundidad de la ruptura, hasta el punto de llegar a negar su existencia. Sin embargo, ahí está, y conviene entender la dimensión de tal acontecimiento.

2 Es significativo que el hecho de que pocos se lamenten de tal transformación contribuya a velar su relevancia. Si asistiéramos a violentos enfrentamientos, estos permitirían entender la envergadura del fenómeno. En lugar de ello, la aparente indiferencia con que se recibe este final, más allá de un círculo restringido, facilita la sensación de que no está ocurriendo nada. Esta apariencia de indiferencia encubre, en realidad, un alivio casi general, propicio al olvido. Porque esta dominación representaba una increíble limitación para todo el mundo, empezando por sus supuestos beneficiarios. Una dimensión del fenómeno primordial que hay que considerar.

3 No se trataba, en efecto, de un oscuro complot de machos contra hembras para mantenerlas sumisas, como da a entender la leyenda que cierto feminismo ha logrado acreditar, en un lenguaje más refinado. Y no se trataba tampoco de un hecho natural, anclado en no se sabe qué fisiología de los sexos. Su activación y su posterior liquidación permiten entenderlo; se trataba de un hecho social singular, de esos que introducen el ser-en-sociedad en su aspecto más profundo, es decir, en la forma en que este se constituye y se perpetúa. Por primera vez, a lo largo de toda la aventura humana, se nos da la oportunidad de entrar en las razones que han vertebrado esta organización milenaria de los roles sexuales, este pacto de la diferencia de género y de su lugar en el funcionamiento colectivo, tan arraigado que ha pasado inmemorialmente como algo natural. Posibilidad que no se separa de la de captar, en el otro sentido, las razones que han podido llevar al cuestionamiento de un sistema de roles y de identidades tan sólidamente instalado. Esta ventana de inteligibilidad es la que debemos aprovechar.

¿A qué se debe la dominación masculina?

4 La interpretación más consistente de la jerarquización de los sexos fue la que articuló Françoise Héritier. Ella la resume así: «La valencia diferencial de los sexos y la dominación masculina están fundadas en la apropiación por parte del género masculino del poder de la fecundidad del género femenino e ipso facto sobre el goce de la sexualidad de las mujeres». [1] Sin entrar aquí en la discusión de detalle que merece este planteamiento teórico destacable, podemos retener dos ideas: la primera, que necesariamente hemos de suscribir, es la identificación del aspecto fundamental que representa «la apropiación del poder de fecundidad» femenino; la segunda, que merece por el contrario ser cuestionada, es la atribución de esta apropiación al género masculino. Es razonable pensar, precisamente por el calado de esta apropiación, que hizo falta una fuerza más amplia que el interés, por imperioso que este fuera, de un grupo particular. Una fuerza que, en consecuencia, solo puede ser razonablemente imputada al grupo en su conjunto, al grupo como tal, más allá de sus componentes. Porque sigue siendo necesario que exista y perdure, y la facultad procreadora no solo es en esto parte interesada, sino central. La indagación debe ir en este sentido.

5 Nos encontramos en el terreno de otro fenómeno a su vez también perfectamente enigmático, que también ha lastrado todo el pasado humano, hasta hace relativamente poco, y una de cuyas funciones al menos era responder a la misma necesidad: la religión. También la religión ha participado, a otro nivel, en esta actividad decisiva de constitución y de perpetuación de las comunidades humanas. Lo que me gustaría desarrollar aquí es que existe un vínculo íntimo entre estos dos fenómenos. La dominación masculina se inserta en el marco de la dominación de los dioses. Ambas han modelado conjuntamente, en niveles diferentes, la existencia colectiva; y ambas se desvanecen juntas.

6 El factor religioso está ausente en los datos fundacionales de la experiencia humana que Françoise Héritier llama «los límites del pensamiento» —entre los cuales la diferencia de sexo ocupa el primer puesto— con los que ella trata de reconstruir la génesis de la dominación masculina. Existe, sin embargo, una experiencia igual de primordial que, además, es específica del pensamiento humano: la experiencia de lo invisible que emerge con el lenguaje. Más allá de las realidades observables que le suministran los sentidos, el pensamiento sabe que está directamente en contacto con otro orden de la realidad. Lo experimenta en sus propios términos. Lo invisible es, en primer lugar, lo invisible de sí mismo. La experiencia de sí es irreductiblemente la de una dualidad entre el cuerpo visible y el espíritu invisible que habita este cuerpo a la vez que escapa a este. Aunque la inteligencia pretenda, a continuación, denunciar en ello una ilusión y reducir esta extrañeza remitiendo este espíritu al cuerpo, subsiste la experiencia de haber algo en sí diferente del cuerpo visible. Este invisible se encuentra en el mundo circundante, como sistema de fuerzas activas detrás de los fenómenos visibles. La reflexión propiamente religiosa comienza —podríamos decir— con la postulación de un contacto entre lo invisible en sí y lo invisible del mundo. Y hay experiencias que pueden corroborar la idea de esta unión: entre ellas, sobre todo, la del sueño.

7 No se trata aquí de pretender reconstituir el origen de la religión en unas pocas líneas, sino únicamente recordar que esta enraíza en una experiencia cuyo carácter constitutivo no tiene nada que envidiar a los inquietantes datos relativos a la división de los sexos y a su papel en la reproducción que Héritier, con acierto, destaca. Estos datos apuntan en un sentido que ella llama «materialista». La apertura sobre lo invisible apunta, por su parte, en un sentido que denominaríamos, por simetría, «idealista». Así, el género humano se encuentra de golpe desgarrado intelectualmente entre naturalismo y misticismo. Y sería especialmente perjudicial olvidar este segundo componente, dado que claramente ha primado en la organización de la vida colectiva, incluso incorporando y subordinando al primero, por ser capaz de responder al problema de la propia institución de la sociedad de manera más abarcadora, por muy crucial que fuera el componente naturalista.

8 La propiedad fundadora de lo social es fácil de detectar si nos tomamos la molestia de reflexionar sobre ello: consiste en la trascendencia temporal. Una sociedad solo existe desde el momento en que es capaz de garantizar la continuidad de su cultura y la identidad de su organización más allá de la renovación de sus miembros, que nacen y mueren. Eso hace de ella una entidad consistente en sí misma, diferente de cualquier agrupación creada voluntariamente, expuesta a desaparecer cuando lo hacen las razones que justificaron su formación. Es evidente, sin embargo, que la religión ofrece una respuesta notablemente eficaz al problema que representa la producción de esta objetividad independiente. Esto no obliga a ver ahí su última razón de ser, pero es ciertamente su efecto. Si el orden que mantiene juntos a los presentes-vivos no depende de ellos, sino que los supera infinitamente, puesto que es de origen sobrenatural, puesto que procede de los ancestros y de los dioses, de tal manera que no tienen más que recibirlo piadosamente y reconducirlo tan fielmente como les sea posible, entonces su perpetuación está garantizada. Los seres humanos pasan, la organización de su sociedad permanece, diseñada incluso para permanecer para siempre. Está antes de ellos y por encima de ellos, ellos le deben el existir humanamente y tienen como deber máximo velar por su transmisión. El principio de la tradición, captado aquí en su vigor original, como reiteración de una fundación extrahumana, es el medio más poderoso que existe para proteger el orden colectivo de su degradación en el tiempo.

9 Este imperativo de perpetuación, institucionalizado por la estructuración religiosa, controlará la comprensión y la gestión de la función de la reproducción; función que es su base indispensable, en su doble aspecto de reproducción biológica y de reproducción cultural. De ahí se desprende el lugar otorgado al parentesco en la vida social, que no debe nada a la naturaleza y todo a la cultura. Desde Lévi-Strauss sabemos que la institución del parentesco emerge precisamente al apartarse de la naturaleza, a través de la prohibición del incesto y la ley de la exogamia. La domesticación de la naturaleza completa, extendiéndolo, el proceso de instauración conforme a la sobrenaturaleza. Introduce la cultura entendida como vínculos explícitos de alianza y de filiación entre los seres que concurren en la producción a la vez de la continuidad de las generaciones y de la cohesión social. Esta es la otra cara que no hay que perder de vista de la institución de la trascendencia temporal, de la identidad de la comunidad consigo misma en el tiempo. Se trata de la institución de la unidad de la comunidad en la subordinación a una misma ley indiscutible. Los vínculos de sangre añaden el refuerzo de la solidaridad orgánica a esta fábrica de la coherencia íntima del grupo. El simbolismo del cuerpo le proporcionará, además, su lenguaje más común.

10 Este es el marco en el que hay que entender cómo se engarzará la pieza decisiva de la cadena, la conjunción procreadora de una mujer y de un hombre y, con esta, la jerarquía de los sexos. La operación implica varios desafíos, articulados unos con otros. El más global es evidentemente hacerse con el control del poder de vida, que es la condición de supervivencia del grupo, codificando estrictamente las modalidades de su ejercicio. Se trata, poco a poco, de determinar el conjunto de posiciones y de relaciones de los presentes-vivos, para solidarizarlos no solo entre sí, sino también con sus muertos y con su descendencia futura. Pero esto exige, sobre todo, empezar por fabricar la unidad con esta enigmática división de los sexos.

11 Sería simple si se tratara de una diferencia de especie, en la que las mujeres engendraran niñas y los hombres niños. Habría entonces sociedades de mujeres y sociedades de hombres. La complicación aparece al tratarse de una diferencia dentro de una misma identidad; prueba de ello es que las mujeres engendran niñas y niños, y esto implica que tienen en sí un poder que afecta al conjunto de la condición humana. Privilegio exorbitante, cuya constatación desencadenará el mecanismo que conduce a su subordinación —en este punto, el análisis de Françoise Héritier es convincente—, pero es el signo asimismo de una identidad fundamental de la especie, que permite también preguntarse, desde una perspectiva lógica, qué tienen en común las mujeres y los hombres, más allá de su disimetría. Es importante señalarlo, porque si este rasgo fundamental ha sido fuente de una desigualdad milenaria, también contiene en sí la posibilidad de una lectura igualitaria. En abstracto, además, pudo haber consagrado la superioridad femenina justo por esta facultad específica de la cual depende el destino colectivo. Ocurrió, sin embargo, lo contrario y eso es lo que hay que explicar.

12 La apropiación social de este poder de vida se tradujo en su subordinación porque la creación de una unidad social a partir de esta diferencia de naturaleza se efectuó sobre el patrón religioso. Pero este es de esencia jerárquica: hay unidad gracias a la superioridad radical de un término sobre el otro que permite su perfecta conjunción en la subordinación de uno a otro. El presente de los vivos es uno porque forma solo uno con el pasado de los ancestros fundadores al someterse a él. Un nivel por debajo, dentro de esta subordinación general a las condiciones de existencia de la sociedad, masculino y femenino son uno gracias a la dominación del primero sobre el segundo.

13 A nivel práctico, la jerarquía de los sexos se presentará como una jerarquía de las reproducciones. Aunque la reproducción biológica resultante del poder de vida de las mujeres es necesaria, no es suficiente para producir seres capaces de perpetuar lo más importante, lo que está verdaderamente destinado a trascender el relevo de las generaciones, es decir, la cultura, el orden colectivo, el sistema de códigos y de reglas que instituyen la humanidad más allá de la mera vida. De ahí la subordinación expresa de la reproducción biológica a la reproducción cultural, remitida a aquellos que no tienen el poder de dar vida, pero a los que corresponderá preservar la integridad de la existencia colectiva. A esto hay que añadir la necesidad lógica, crucial en la génesis de estos dispositivos primordiales, de equilibrar este poder total —puesto que la supervivencia del grupo depende de él— del que disponen las procreadoras de niños y niñas, con un poder al menos equivalente: el poder, también total en su nivel, de aquellos a los que corresponde proteger la existencia del grupo contra la amenaza de destrucción a manos de sus enemigos, gracias al poder de muerte, y a la vez garantizar su perennidad fundamental, en conformidad con su fundación, gracias al poder del espíritu. Ambos poderes hunden sus raíces en fuerzas invisibles, pero uno con tendencia a subordinarse al otro, puesto que además de la mera existencia del grupo, alcanza a las razones últimas que gobiernan esta existencia.

14 La dominación masculina, si nos limitamos a su núcleo esencial, no ha sido otra cosa a lo largo de milenios que la encarnación institucionalizada de la superioridad del orden cultural y de su trascendencia respecto de la precariedad de la vida biológica; y bien sabemos a qué punto esta precariedad se dejaba sentir en las sociedades antiguas. Para las mujeres, el don de dar vida, para los hombres, la victoria sobre la muerte que representan la existencia de la sociedad y el asumir, en el ámbito de lo religioso y lo político, la perpetuación de esta existencia.

La revolución del modo de institución y de reproducción

15 En otras palabras, la dominación masculina era un engranaje de este modo de institución que organizaba la vida de las sociedades alrededor del imperativo de su reproducción como sociedades, modo de institución cuya piedra angular era la religión. Desde este anclaje es desde donde hay que pensar su desaparición y las consecuencias que esta conlleva. Porque este modo de institución del que dependía ha dejado de existir. Se ha desvanecido junto con la sensación de fragilidad del ser-en-sociedad alrededor del cual gravitaba y la consiguiente obsesión por su mantenimiento. Estos nos resultan ahora extraños e incluso ininteligibles. No es que nuestras sociedades hayan renunciado a reproducirse, sino que sospechamos que han encontrado otras vías para lograrlo. Han cambiado de modo de institución.

16 Este es el efecto de la culminación del proceso de salida de la religión. Para resumir el cambio, en una palabra: lo que siempre se transmitió a través de la religión pasa ahora por la política. Ciertamente, la sustitución no ha ocurrido en un día: el traspaso de funciones viene de lejos. Pero aun así, ha sucedido. Aunque la política ha ido adquiriendo un papel cada vez más importante en la producción de la identidad colectiva a lo largo del tiempo, y aunque la liberación del dominio sagrado sobre la mente de las personas era más o menos un hecho, la estructuración religiosa siguió influyendo en el funcionamiento colectivo hasta hace muy poco, de una manera tan discreta como determinante. Mantenía contra viento y marea el espíritu del antiguo modo de institución. Fue sacudido, impugnado y, en gran medida, deslegitimado pero, aun así, seguía determinando la ley, inspirando los códigos y orientando la conducta. El acontecimiento que desbloqueó este polémico escenario fue la imperceptible culminación de la salida de la religión en un giro global que tuvo lugar en los años setenta. Esta consumación de la revolución moderna se hizo de manera silenciosa. No fue reivindicada por nadie. Pero, a pesar de ello, cambió el destino de todos y constituye la verdadera revolución de nuestro tiempo.

17 Los remanentes organizadores del antiguo modo de institución fueron disipados de golpe y liberaron el espacio para algo nuevo, en gestación desde hacía tiempo, pero que permanecía en la sombra de las ruinas decadentes y, sin embargo, actuantes del sistema heredado. Lo político asumió integralmente la institución de la permanencia colectiva, pero siendo a su vez transformado en este proceso. Se convirtió en la instancia exclusiva de producción de la trascendencia temporal, liberando al resto de la vida social de esta restricción que, en gran medida, la conformaba. Su manera de fabricar la identidad propia de la colectividad a través del cambio está en las antípodas de la continuidad orgánica y de la unidad sustancial que buscaba la religión. Implica el establecimiento y el mantenimiento funcional de un espacio-tiempo global que no requiera ni la adhesión de los actores ni su vinculación explícita. No es el lugar aquí de detallar las modalidades, sino de sugerir meramente la amplitud sísmica del desplazamiento. Transformó por completo tanto las condiciones de la reproducción biológica como las de la reproducción cultural en nuestras sociedades, y, por tanto, cambió radicalmente los puntos de referencia de lo femenino y lo masculino. Los sexos, los géneros y las sexualidades se vieron revolucionados.

18 Todo el sistema de obligaciones y prohibiciones que enmarcaba la sexualidad y la reproducción se desintegró desde adentro, a una velocidad asombrosa si se tiene en cuenta la cantidad de siglos que podría haberse permitido. Precisamente en la familia, los restos del orden jerárquico, quebrado por todas partes en la sociedad, conservaban mayor vitalidad, alrededor del núcleo de vinculación entre los sexos y las generaciones. Fue también célula de refugio para el sentimiento conservador desde el siglo XIX. Encarnaba la conservación de las virtudes de autoridad y obediencia a partir de la cual mantener o reconstruir un orden social concebido según la tradición. Sin embargo, la familia ha perdido, sin vuelta atrás, esas dimensiones que la vinculaban a lo más profundo del pasado humano. Ha sido despojada de ellas para dejar de ser una institución en el sentido riguroso del término. Ya no desempeña ningún papel en la institución del estar-juntos. Ya no se le pide nada desde el punto de vista de la formación del vínculo social. La sociedad ya no está hecha de familias, como planteaba aún Auguste Comte, frente a lo que él veía como la ilusión individualista. Se acabó la célebre «célula base» sobre la que se asentaba la existencia común. La familia ha sido privatizada, en el sentido de que ha quedado remitida a la libre disposición de sus miembros, despojándose de su dimensión colectiva (el interés público de ella se limita a la protección del menor). De ahí el doble efecto que necesariamente ha resultado de ello: por una parte, una mayor inestabilidad de sus vínculos, por otra parte, la aceptación social de sus virtudes como refugio afectivo, dos fenómenos vinculados, a pesar de su contradicción aparente: las leyes del corazón son más exigentes que las convenciones públicas.

19 El hecho es que, gracias a este cambio de estatus, se ha eliminado el obstáculo que representaba la familia para la individualización generalizada que mantenía a las mujeres en una posición minoritaria contra viento y marea. En este nuevo marco colectivo, sólo quedan individuos de derecho, independientemente de su sexo. Y la libertad de estos individuos se refleja, en particular, en la libre disposición de su sexualidad, que queda también totalmente privatizada, incluso en sus posibles consecuencias procreadoras, o la falta de ellas. Ejemplo sorprendente de ello es el final del tabú que pesaba sobre la homosexualidad como la figura antiprocreadora por excelencia. Pero el sentido de la procreación también se ha visto afectado. Tener un hijo ya no es un acto que comprometa la existencia de la comunidad, sino una elección que solo concierne a los padres. Objetivamente, la cuestión de la reproducción de la población sigue siendo por supuesto la misma, pero, subjetivamente, desde el punto de vista de las significaciones incorporadas al funcionamiento social y vividas por los actores, ya no importa. No es casual que las sociedades europeas tengan un problema de natalidad. El hijo del deseo es menos común que el hijo del azar. Hay que mencionar evidentemente el papel que la píldora anticonceptiva ha desempeñado en esta mutación, otorgándoles a las mujeres el control práctico de su fecundidad. Pero más que una causa determinante, ha tenido una función de factor de aceleración y de concretización dentro de una transformación mucho más amplia del modo de organización y de funcionamiento colectivo, según una misteriosa concordancia que se observa a menudo entre la oferta técnica y las expectativas sociales. Lo que ha cambiado fundamentalmente es cómo garantizan las sociedades su travesía en el tiempo. Sus inéditas modalidades han hecho inútil la apropiación social de la sexualidad que ha estructurado la existencia y la identidad íntima de los seres desde los albores de las sociedades humanas, por lo que se sabe.

20 Podemos imaginar al mismo tiempo el alcance de las consecuencias para la formación de la identidad personal. Está en juego la identificación de los seres por su sexo. El antiguo sistema de roles implicaba un modo de constitución de las identidades en el que la asignación a un sexo era determinante. Se exigía de los seres que se adhirieran íntimamente a la parte de la humanidad que la anatomía les había dado como destino. El orden de las prioridades se invirtió. El supuesto tácito es que somos, ante todo, individuos idénticos de manera abstracta y luego, accesoriamente, un ser de sexo femenino o masculino. A cada individuo corresponde gestionar subjetivamente esta parte de sí mismo y darle el lugar que le parezca que merece, entendiendo que de ella no puede depender un destino social. Es la relativización que refleja el éxito de la categoría nueva de «género», en su voluntad de desmarcarse de la antigua conexión entre lo biológico y lo social. Evoca la distancia interior experimentada por las personas, entre lo que son como personas y sus características sexuadas, características que pueden ser reivindicadas, además, como una «identidad» que debe ser reconocida socialmente.

21 El fin de la dominación masculina se inscribe en este marco. Fundamentalmente ha perdido su razón de ser. Ahora bien, ¿qué tiene de sorprendente que una organización práctica y simbólica, tan arraigada desde hace miles de años, tarde en desvanecerse, que deje tras de sí huellas y un rastro considerables, que dé lugar aquí y allá a una resistencia más o menos articulada? No debemos equivocarnos, sin embargo, a la hora de entender la naturaleza y la dimensión de estas desigualdades subsistentes. No es útil otorgarles proporciones fantasmagóricas para combatirlas. Son el resultado del peso de las situaciones adquiridas, de la inercia de la costumbre de las formas de ser, decir y hacer o, en el peor de los casos, de las batallas de retaguardia ya sin alma ni fuerza. Lo que debe retenerse, en un sismo antropológico de tal amplitud y profundidad, es la rapidez con la que impone su cambio de normas y de valores.

22 El análisis se realiza, cierto es, desde el punto de vista de la dinámica interna del trayecto occidental moderno. Está justificado preguntarse sobre su posible extensión a otras áreas civilizacionales, culturales y religiosas, donde las resistencias a los procesos podrían ser más vigorosas que en el universo que nos es familiar. La importancia que siguen teniendo la familia y el parentesco en la vida social, por un lado y, por otro, el continuo anclaje de la religión y, de manera más general, la estructuración religiosa de las relaciones sociales, podrían suponer, de hecho, sólidas barreras para el trabajo de la igualdad entre los sexos.

23 A este respecto, cabe señalar que la interpretación propuesta permite dar cuenta del enfoque obsesivo de los fundamentalismos y, más ampliamente, de los antimodernismos religiosos sobre este objeto aparentemente periférico, desde el punto de vista de una visión sagrada del mundo, que es la relación entre los sexos. Algo que, en realidad, es central. La filiación, los lazos de sangre, el estatus respectivo de lo femenino y de lo masculino constituyen claramente piezas integrantes del reino de los ancestros y de los dioses. No solo están en el centro del orden heterónomo, sino que permanecen cuando sus expresiones más destacadas en la organización política, como el poder sagrado o la desigualdad de rango, se vuelven imposibles de sostener. La subordinación de la mujer al servicio de la fuerza del vínculo familiar representa el único soporte todavía capaz de dar una figura plausible a la jerarquía de los órdenes de la realidad y a su vocación de poner normas al establecimiento humano. Fue lo primero y sigue siendo lo último en disputa. Tiene el papel de última línea de resistencia contra la irrupción de la ola democrática. No hay que descartar que este bastión adquiera el valor de símbolo identitario y que su defensa dé lugar a una intensa batalla de culturas. A escala planetaria, la partida aún no ha acabado, aunque por el momento es difícil ver qué factores podrían ser suficientemente potentes para actuar como barrera sostenible contra la penetración de la lógica del individuo. Esta avanza irresistiblemente con lo demás.

24 No ocurre lo mismo, en cambio, en el mundo occidental, donde se ha pasado página. Esto no quiere decir, insistimos, que la igualdad se haya impuesto milagrosamente de manera absoluta. Quiere decir que la desigualdad ya no tiene el más mínimo anclaje legítimo y que esto hace posible el trabajo, siempre laborioso, de la igualdad (en un universo económico, por otra parte, que despliega potentes dinámicas de desigualdad, que no son solo materiales, lo que hace las cosas más complicadas). Para realizar este trabajo con eficacia, es necesario saber descifrar los datos de este giro.

El difunto padre

25 Si hay un símbolo que no oculta la radicalidad de esta ruptura, este es la rápida disolución de la figura del padre. Esta figura era la pieza neurálgica del dispositivo, puesto que a él le correspondía operar la articulación de la célula familiar y el organismo social. Dentro de la pequeña sociedad doméstica, el «jefe de familia» hacía de autoridad, encargándose de representar los intereses de la gran sociedad, al mismo tiempo que era el representante de su ley y el encargado de hacerla respetar. En otras palabras, aportaba el modelo «natural» al cual toda autoridad debía adecuarse, en todos los niveles, «Dios padre» en persona daba el ejemplo en nuestra tradición. En ese sentido estaba justificado hablar de un orden patriarcal. Este último se ha evaporado sin dejar más rastro que el que deja necesariamente en el paisaje cultural una primacía milenaria. La desinstitucionalización de la familia ha vaciado de sentido la autoridad paterna, al mismo tiempo, además, que la homología entre la familia y la sociedad. El padre, en el sentido de estado civil, ya no tiene que ser un «jefe» en un espacio familiar intimizado, y el jefe, en el sentido institucional —el «jefe de Estado»— ya no tiene que ser un padre. El modelo de autoridad se ha «despatriarcalizado» o «despaternalizado». Nada más lejos de la imagen que los ciudadanos se hacen actualmente del poder y sus atributos que la imagen de un «patriarca». El «paternalismo» se ha convertido en algo repelente en el ámbito del ejercicio de la autoridad.

26 Del mismo modo, la «Ley del padre», con «L» mayúscula, tal y como la elaboró el psicoanálisis y que luego Lacan, en particular, elevaría a su expresión más sistemática, ya casi no quiere decir nada. Los psicoanalistas que lamentan sus efectos son también los que subrayan más claramente su disolución. Este colapso muestra la rapidez del proceso. Porque la idea era creíble y aún parecía constatable hace medio siglo. Se correspondía con algo socialmente palpable, aun cuando se pudiera cuestionar su lectura. Esta remitía a una dimensión del funcionamiento colectivo y, por lo tanto, personal, que, visto en retrospectiva, fue un error hipostasiar como una invariante antropológica, cuando no era más que un hecho sociológico, ciertamente arraigado históricamente, pero desde luego revocable y, de hecho, en plena crisis. El psicoanálisis ha sido el hijo del hundimiento del sistema de reproducción social que hemos descrito y de la crisis de sus traducciones familiares tardías. Sobre esto teorizó un modelo en pleno derrumbe. Una buena parte de los conflictos psíquicos para los que sus pacientes solicitaban remedio resultaban de las tensiones entre una lógica de la institución y una lógica del individuo afectivo, que tiraban en direcciones opuestas. Esto no desmerece en absoluto el avance que significó, en general, el descubrimiento del inconsciente, pero obliga a reconsiderar una serie de datos que, de forma un tanto apresurada, se asumían como intemporales, cuando su relatividad histórica salta a la vista, ahora que la consolidación de este proceso transitorio ha culminado en lo esencial.

27 El célebre «padre separador», que encarnaba la prohibición fundadora del incesto y que detentaba la función de despegar al hijo de la fusión con la madre, no era sino el rostro psíquico del padre mediador que hacía de puente entre lo interno privado y lo externo público de la familia-institución. El imperativo supremo que hablaba a través de él era en realidad el de amoldarse a las necesidades de la supervivencia del grupo, bajo su doble aspecto de perpetuación de la vida y de defensa contra la amenaza externa. La «Ley del padre» estaba íntimamente vinculada, en este sentido, al derecho de vida y de muerte de la colectividad sobre sus miembros y al servicio militar obligatorio; les asociaba el deber de engendrar, tal y como había sido formalizado por la disyunción y la conjunción jerárquica de los sexos y garantizado por la autoridad del jefe de familia. No es de extrañar, dicho sea de paso, que estas diferentes demostraciones de la ineludible primacía de lo colectivo se hayan desvanecido y extinguido juntas. Es razonable pensar que esta eliminación del sometimiento de lo íntimo a la ley del grupo, tal y como se concentraba en la figura del padre, era imposible sin grandes trastornos en la economía psíquica. Sin embargo, con separador o sin él, la humanización de los nuevos miembros sigue llevándose a cabo, mal que bien, y estos siguen logrando su «acceso a lo simbólico». Estos procesos cruciales, que podían estar modelados efectivamente por este sistema de reglas, adoptan por tanto vías más profundas y pueden ser reconfigurados de acuerdo con un nuevo entorno, planteando otros problemas diferentes. Esta es la novedad que hay que explorar, más que quedarse en la constatación de una carencia que ya no explica nada. Lo cierto es que, en todo caso, al perderse esta piedra angular del principio paterno la dominación masculina ha perdido su punto de apoyo más estable.

Masculino público

28 Pero la masculinidad no se reducía solo a la paternidad, a pesar de que sus principales hilos se tejían alrededor de esta. Tampoco se reducía a la «virilidad», como afirma el cliché que se ha impuesto recientemente. Para concebir de manera válida lo que representaba y lo que adviene con el fin de la dominación masculina, hay que concebir la otra cara del proceso de reproducción social: la reproducción cultural, puesto que esta legitimaba propiamente la superioridad masculina. Esta reproducción, como la reproducción carnal, cuya apropiación social determinó la subordinación femenina, está también afectada por la revolución del modo de institución. La apelación que el antiguo modo de institución hacía a supuestas virtudes masculinas ya no tiene sentido en el nuevo: prescinde de ellas, están en desuso. Estas eran en realidad de dos órdenes —como ya hemos sugerido—, dos órdenes reunidos por un mismo imperativo: asumir la responsabilidad de la existencia del grupo como tal, en su dimensión psíquica y en su dimensión moral. Porque no basta con que los vivos nazcan para sustituir a los muertos; también es preciso que el grupo en sí mismo sobreviva, algo que exige el coraje de enfrentar la muerte y matar, vertiendo sangre. Pero como el grupo está hecho tanto de espíritu como de cuerpo, la misma tarea reclama, en otro plano, la sabiduría y el discernimiento para continuar, nutrir, transmitir el alma común que trasciende a sus encarnadores presentes. Esta dualidad se encuentra en la ambivalencia de la figura del poder, que ha sido señalada en muchas ocasiones. Es a la vez nocturno y solar, destructor y creador, violento y pacificador, miserablemente terrenal y atraído hacia lo celestial. En ese sentido es —o más bien era— un concentrado de esa masculinidad primordial, si tenemos en cuenta cómo ha caído su función en desuso. Cuestión esta que da una idea del alcance de los cambios que se producirán.

29 Sobre este núcleo fundamental se han elaborado mil configuraciones civilizatorias, mil lecturas de sus razones, distribuciones de figuras y roles entre los que se reparte esta otra obra de la vida. Me voy a detener aquí en el tipo de configuración que nos afecta directamente, la que se ha esbozado a lo largo de la modernidad occidental. Además de afectarnos directamente, habla por sí misma. Porque es un hecho que la modernidad intelectual, política y social se ha servido enormemente de este material. Se ha construido en buena parte mediante la reelaboración de las figuras tradicionales de lo masculino.

30 Ha reformulado la obligación constitutiva relacionada con la colectividad en función de esa dimensión que experimenta un gran desarrollo a partir del siglo XVIII y que le dará su propiedad más específica: la dimensión de lo público. Esta dimensión encontró sus bases cognitivas legítimas en la objetividad científica —los resultados de la ciencia están concebidos para la publicidad y se dirigen a cualquier ser racional, sin tener en cuenta sus características sociales personales—. Esta dimensión de lo público ha conquistado el ámbito político, en el cual ha transformado la definición de los actores, convertidos ahora en ciudadanos, y la definición de los poderes y de sus condiciones de ejercicio. Donde antes reinaban los «misterios del Estado» se instala la deliberación pública sobre el interés general, que los representantes del pueblo tienen como misión implementar bajo su control. Más allá del ámbito político en sentido estricto, el espíritu de la cosa pública se ha difundido en todas las instituciones, imponiendo la exigencia de la impersonalidad en la gestión de lo que interesa a la institución en sí misma, frente a las preferencias singulares de quienes la gestionan. Finalmente, el conjunto de las relaciones sociales se ha visto reconfigurado por la disociación tácita entre lo que puede afectar a todo el mundo y lo que solo afecta a uno mismo. La dimensión de lo público ha captado y recogido en sí misma la preocupación por el grupo como tal, que era característica de lo masculino. El servicio de lo público, en sus diferentes rostros, se ha convertido en la norma que lo caracteriza.

31 La ilustración, a la vez ordinaria y ejemplar de esto, es la figura del ciudadano. El ciudadano, que debe idealmente elevarse para abarcar el interés general, distanciándose de sus propios intereses e inclinaciones particulares. Deber y deuda que culminan en el sacrificio de su vida por la colectividad. El ciudadano-soldado se inscribe en el linaje de las figuras más enraizadas de la realización masculina y de las virtudes asociadas a ella, la del guerrero. Pero añade a este linaje la dignidad complementaria de una identificación consciente con los intereses vitales de la colectividad. El ciudadano-soldado no se conforma con elevarse por encima del miedo y del sufrimiento, asume en sí mismo el destino de su patria, se somete voluntariamente a la disciplina requerida por el bienestar público.

32 Esta exigencia volvemos a encontrarla en el terreno del culto a las verdades superiores, tradicionalmente dominio del sacerdote. Esta otra figura crucial se ve sometida también al reciclaje y a la reinterpretación en función del valor nuevo de objetividad resultante de la ciencia. Las verdades a las que esta da acceso son de un orden muy diferente, puesto que solo apelan a la razón natural. Pero no por ello exigen un menor distanciamiento de sí, en favor de la universalidad que permite que sean compartidas con todos los seres racionales. Distanciamiento que puede ir, en el erudito o el clérigo que se entregan a él, hasta la devoción exclusiva y la abnegación ascética, o incluso al heroísmo de una consciencia solitaria frente al oscurantismo de las autoridades. Galileo, frente a la Inquisición romana, es en esto un ejemplo fundacional: «Y, sin embargo, se mueve».

33 La imparcialidad esperada del juez revela un ideal semejante, con la capacidad que supone de desprenderse de sus preferencias subjetivas. Lo mismo cabe decirse de la impersonalidad que requiere el ejercicio de una función pública, diferenciada expresamente de la persona que la ejerce, que lo hace solo a título representativo, en nombre de la persona jurídica de un colectivo; ideal que es particularmente exigente, puesto que se espera de quienes ejercen estas funciones que hagan toda la abstracción posible de sí mismos en la búsqueda del bien común o la realización de la misión que se les ha encomendado. Sin duda, el gobernante tradicional, por hablar solo de lo más alto de la jerarquía de mandos, debía velar por el bien general del reino, más allá de sus inclinaciones inmediatas y de la presión de sus componentes particulares, pero era su reino, concentraba los intereses en su persona, mientras que sus sucesores deben disociar su individualidad privada de una cosa pública objetivada fuera de ellos.

34 De manera general, la reconfiguración de la existencia colectiva en función de este principio de lo público ha implicado la separación de la esfera doméstica de la esfera social propiamente dicha y, especialmente, dentro de esta, de la esfera económica. En la era industrial, la producción abandona el ámbito familiar en favor de otros lugares —el taller, la fábrica— a diferencia del antiguo universo campesino o artesanal. El trabajo social se organiza en un mundo diferente, ciertamente controlado por la «propiedad privada» (de los medios de producción), pero perfectamente ajeno, en sus normas de funcionamiento, al mundo «privado-íntimo» de las relaciones familiares. Lo masculino se identificará globalmente con esta vida de labor anónima fuera del hogar, teniendo como correlato el papel de integrarse en los engranajes de esta maquinaria regida por la racionalidad técnica y el cálculo económico (o bien, en el caso de los aparatos de gestión privada o pública, por la racionalidad de la organización burocrática).

35 En función de esta división, la figura del mediador entre la sociedad pequeña y la grande, evocada anteriormente, se recompondrá para adquirir la última fisionomía que le hemos conocido, la del «padre proveedor», según la célebre tipificación propuesta tiempo atrás por Talcott Parsons. [2] Un padre proveedor garantiza el sustento de una unidad doméstica reducida, volcada en la educación de los hijos, en la cual reina una madre «reina del hogar». Desde fuera, a primera vista, el papel de vínculo entre lo interno privado y lo externo público sigue siendo el mismo, si es que no se endurece al hacerse más claro. Pero el estatus de esta célula familiar, que supuestamente debe constituir siempre la célula básica de la sociedad, ha cambiado hasta tal punto que el lugar de su jefe no tiene ya mucho que ver con el del patriarca de antaño. Este dirigía un grupo, un linaje, un clan, que representaban un auténtico elemento del cuerpo político, lo que le confería sentido a su autoridad. El estrechamiento nuclear de la familia se vio acompañado de una reducción de su rol en la existencia social que redujo proporcionalmente la autoridad paterna. Más aún, como este repliegue ha ido acompañado por la «sentimentalización» de la familia, fundada ahora sobre la elección amorosa de los cónyuges, esta autoridad cae bajo la presión de la competencia de la calidez de los vínculos privados y la frialdad de las relaciones sociales ubicadas bajo el signo de la impersonalidad pública. La figura paterna se convierte en el lugar de una contradicción entre el valor creciente de la esfera íntima y el imperativo heredado de representación de la autoridad social, imperativo reforzado en cierto sentido por la distancia creciente entre las dos esferas. Esto dio lugar a las imágenes de un padre a veces abusivo y a veces deficiente, que proliferó en la literatura psicoanalítica del siglo XX, durante la edad de oro de la neurosis. No ha sido necesario que la contradicción explote desde adentro para disolverse. Se ha deshecho desde afuera, bajo el efecto de la «intimización» radical del vínculo familiar que, vaciando la familia de su papel de institución, ha hecho inútil esta figura de representante de la institución de las instituciones.

36 El trabajo de la contradicción se ejercerá sobre un plan aún más general. Esta remodelación de lo masculino en función de la dimensión pública ha tenido el efecto paradójico de endurecer la diferencia entre los sexos y, en ciertos aspectos, de hacer inferior la condición femenina, aunque pretendiera ser racionalmente universal. La esencia de la masculinidad, tal y como resulta de las diferentes caras que la han ido definiendo, es el poder propiamente cultural de elevarse por encima de su sexo para alcanzar el estatus de individuo universal, que evoluciona en la esfera de la impersonalidad pública. La asignación viril no desaparece, pero se erige como apoyo de una llamada a su superación, en beneficio de una neutralidad superior, obtenida por abstracción de la propia naturaleza, neutralidad planteada como la verdadera marca distintiva de la masculinidad. En otras palabras, lo masculino es el sexo del individuo universal, el que es capaz de olvidar que tiene un sexo. Esta facultad, presumiblemente ausente en el lado femenino, conduce a definir la feminidad por la asimilación de su sexo y la sumisión a un imperio de la naturaleza especialmente invencible por implicar las fuerzas de la vida. Por este motivo, los progresos en la condición de unos han ido acompañados en el siglo XIX de una relativa degradación de la condición de los otros, algo señalado a menudo.

37 La promoción teórica del individuo libre en general se ha visto acompañada así de una degradación de la posición de las mujeres en particular, en función de esta presunción de incapacidad pública. La visión tradicional de la complementariedad jerárquica de los sexos, por duramente desigual que fuera, reconocía, sin embargo, a cada cual una identidad y un lugar sociales. Esta primera visión moderna, a pesar de plantear en principio la igualdad de los seres y atribuyendo una individualidad jurídica a las mujeres, les niega, sin embargo, en la práctica, el acceso a un universo social público, monopolizado de hecho por los hombres. Las justificaciones al respecto no buscarán sus raíces en la ontología, no apelan al orden de las cosas y a la gran cadena de los seres. Resultan de un reciclaje de la oposición estructurante entre naturaleza y cultura que se traduce en una fisiología imaginaria y una psicología novelesca. Una fisiología y una psicología lo suficientemente fuertes, a pesar de su carácter onírico, para dar crédito duradero a la idea de la fragilidad femenina que legitima el confinamiento doméstico. Demasiado débiles, sin embargo, para contener una contradicción tan grande y apoyar un monopolio tan exorbitante, de tal forma que tuvieron que admitir ingentes excepciones. Daban lugar a críticas hasta tal punto impulsadas por las premisas modernas que se volvían irresistibles a largo plazo.

Emancipación individual e identidad sexuada

38 El golpe final, sin embargo, vino de afuera de estas luchas por la igualdad, por importante que fuera el impacto de estas. Vino de donde no se esperaba: del funcionamiento social fundamental y, muy precisamente, de la revolución discreta del modo de institución indicado anteriormente. Esta revolución consistió, recordémoslo, en la transformación integral de la producción simbólica de la permanencia colectiva del lado de lo político. Esto arruinó lo que subsistía de la jerarquía inmemorial de las reproducciones. Terminó de vaciar de sentido la oposición instituyente entre naturaleza y cultura, tal y como se había rearticulado en términos modernos, a través de la disociación entre privado y público, dimensión de lo público erigida en monopolio masculino. Todo lo que quedaba de esta simbolización primordial que colocaba la diferencia de sexo en el centro del ser-en-sociedad y de su perpetuación se volatilizó. La absorción por lo político de este trabajo instituyente hizo de ello un proceso global y neutro, para el que no existen más que individuos de derecho desprovistos de características sexuadas. En la operación, estos individuos se ven exonerados de la obligación de participar en la producción del vínculo que los mantiene juntos, producción que se realiza, en lo sucesivo, fuera de ellos, dejándolos libres para evolucionar en el interior de un marco que les es dado sin que tengan que contribuir a su instauración, cuando esta era precisamente su obligación constitutiva. Este es el fondo del fondo de las «liberaciones» contemporáneas; despejar los roles asociados a la sexuación no es más que un capítulo de ellas. Tienen su fuente en la liberación de este imperativo original por la institución del ser-en-sociedad que presidía desde siempre la asignación de los lugares y de las funciones sociales y, especialmente, lugares y funciones implicados en la reproducción. La cultura de la deuda, del deber, de la entrega, del sacrificio a algo más alto que uno mismo —sacrificio femenino de la madre por sus hijos, sacrificio masculino del soldado por su patria— es eliminada de un solo golpe. Gravitaba alrededor de esta obligación de las obligaciones, y se disolvió al mismo tiempo que ella.

39 La oposición entre naturaleza y cultura no ha desaparecido, sin embargo. Simplemente su punto de aplicación se ha desplazado. Se situaba en el seno de la sociedad, bajo el aspecto de un trabajo ritual de simbolización, encargado de dar sentido expresamente a la reiteración de la conquista de la cultura a expensas de la naturaleza, trabajo que requería una movilización particular de los actores. Este punto de aplicación se ha desplazado al exterior, mientras que la producción simbólica se ha vuelto implícita y no requiere nada especial de los actores, al quedar integrada en la propia vida de la sociedad. La dimensión de la cultura ha sido absorbida en el proceso social. Se ha incorporado a él, se ha hecho coextensiva, bajo el aspecto del complejo jurídico-técnico-mercantil cuya expansión dirige la actividad colectiva. Complejo que confiere al ámbito humano su dimensión cultural como ámbito práctico del artificio racional que se desmarca del entorno natural. En su crecimiento autoalimentado se aloja la afirmación tácita de la trascendencia del orden propiamente humano, sin que sea necesaria una actividad específica y una movilización intencional de los actores. Esta dinámica excluye también una jerarquización formal de los ámbitos. Se traduce justamente por una preferencia muda, pero muy operativa, para el universo del artificio, sobre un fondo de nostalgia por una naturaleza sin hombres, con todos los peligros que implica esta desconexión de los órdenes.

40 La distinción entre público y privado, que se había construido injertándose sobre esta oposición original entre cultura y naturaleza, no se ha desvanecido. Se ha visto incluso fortalecida, desde cierto punto de vista, en función de la individualización jurídica concomitante a la revolución del modo de institución, que ha cambiado la manera de afirmar el artificio humano-social. Esta revolución ha sido a la vez, en efecto, una revolución del modo de estructuración, que ha barrido lo que quedaba de pertenencias restrictivas en beneficio de una sociedad de individuos de derecho. El resultado es una demanda creciente del tratamiento igual de estos individuos, haciendo justamente abstracción de sus particularidades privadas y, por tanto, de neutralidad institucional y de impersonalidad pública. La sociedad de los individuos es tal que, por construcción, lleva a su expresión radical la disociación entre aquello que sus miembros tienen para poner en común, por sus derechos idénticos, y lo que no les afecta más que a ellos, por sus libertades singulares. Salvo que, al mismo tiempo, no contenta con socavar el principio jerárquico que ponía sin ambages la esfera pública abstracta por encima de la esfera privada, le quita el soporte concreto que lo identificaba en la vida social, es decir, lo masculino entendido como superación de la asignación sexual. Salvo que, al mismo tiempo, le atribuye un valor al menos equivalente, si no preeminente, a la esfera privada como esfera de expresión privilegiada de las libertades personales. De tal manera que la oposición es a la vez consolidada en su principio y enturbiada en los hechos. Funcionalmente tiene un lugar más importante que nunca, lo que no impide que en la práctica se vea expuesta a una competencia que la hace confusa y conflictiva.

41 Lo mismo ocurre con el conjunto de exigencias en las que se difuminaba el imperativo del anonimato público, como la objetividad o la imparcialidad. Siguen estando muy presentes, su influencia no ha perdido nada de su vigor, pero se han caído de su pedestal (teórico), han perdido su carácter de normas organizadoras, concentradas en un polo preeminente de la vida social, característica esta que —vale la pena añadirlo para prevenir vanas nostalgias— nunca fue suficiente para garantizar su respeto. Pero es un hecho, ya no funcionan como superyó colectivo asociado a la supremacía masculina y a su ideal oficial de superación. De un lado, han ganado en universalidad operacional, convirtiéndose realmente en normas comunes que todos deben respetar; por otro lado, han sido relativizadas en su ejercicio, por la competencia de los valores resultantes del fomento de la individualidad privada, la experiencia subjetiva, la emoción, la empatía por la singularidad. Hemos pasado de la hipocresía, que las saludaba frontalmente para esquivarlas luego dándoles la espalda, a la disputa abierta sobre los criterios pertinentes.

42 Este compartir desciende al nivel de la consciencia íntima y de la identidad sexuada de los actores. En este marco no tiene más sentido reclamar una superación estatutaria de la parcialidad sexuada que postular un confinamiento dentro de esta. La diferencia al respecto ya no ocurre entre los sexos, entre la neutralidad masculina y la parcialidad femenina, sino en el interior de los individuos. Cada uno de ellos es, en primer lugar, un individuo abstractamente similar a los demás y, como tal, abierto al ámbito público y, en segundo lugar, un ser concretamente dependiente de una asignación sexuada. Cada cual debe apañárselas íntimamente con este hecho que, en todo caso, no puede implicar la asignación de un destino. No elegimos nuestro sexo, pero en cambio elegimos —y esta es la nueva libertad— la relación que establecemos con esta dimensión de nuestro ser. Podemos ponerla entre paréntesis o ponerla de relieve. A veces podemos distanciarnos de ella, en nombre de la igualdad pública y otras veces reivindicarla, como identidad subjetiva o social; una identidad, sin embargo, que no define ni —sobre todo— debe definir un estatus social.

43 En este terreno, la emancipación femenina capta naturalmente la atención, por sus efectos espectaculares de desconfinamiento doméstico y de apertura social. Es inútil extenderse al respecto: es el corazón del futuro de una sociedad de individuos. Pero la emancipación masculina, entendida todavía como pérdida o como disminución aparente, no es menor en realidad. Porque la dominación y los privilegios que se le asocian se pagaban muy caro. Aunque servían a un papel ventajoso, las restricciones de la asignación viril eran duras y el sistema de obligaciones que rodeaba el monopolio de la existencia pública resultaba singularmente pesado. El derrumbe de su reino ha sido así recibido sin rechazo por la mayor parte de los interesados. Nunca los dominantes se acomodaron con tanta facilidad al abandono de sus privilegios. La verdad es que también para ellos ha significado aliviarse de un lastre. Escasos son, por otra parte, los nostálgicos del antiguo régimen. Lo bueno de esta revolución es que los supuestos perdedores sacan algo de provecho.

La discordancia de los sexos

44 Otro cantar es estimar las consecuencias de este destronamiento tranquilo para el funcionamiento colectivo. Nadie negará que ha trastocado la relación entre los sexos, pero el cómo es más difícil de discernir, aunque solo sea porque los efectos de una ruptura de esta dimensión se despliegan en el tiempo y la situación está muy lejos de estar estabilizada. El juego de la «igualdad de condiciones» está en marcha; la lógica de lo semejante, más allá de la diferencia y a partir de ella, está activa, con su dialéctica de profundización de la semejanza y la disimilitud, lejos de cualquier indiferenciación. Estas repercusiones difícilmente pueden ser descritas aún. Tal vez podamos discernir un poco mejor, en cambio, las incidencias de la transformación en las condiciones de la procreación que, a pesar de todo, sigue siendo el desafío principal de la conjugación de los sexos desde el punto de vista colectivo. Asunto tan convertido ahora en un asunto privado y que parece afectar tan solo a los progenitores, después de haber sido la cuestión pública por excelencia desde la noche de los tiempos, que casi hay que excusarse por traerlo a colación.

45 La observación de la que hay que partir a este respecto es que los estatus sociales que producía la familia-institución han desaparecido. Al dejar de ser una «célula básica» de la sociedad ha dejado de aportar una razón social a sus miembros. La sociedad de los individuos ya no es una sociedad de «madres de familia» y «padres de familia». Aunque los hechos de la maternidad o de la paternidad pueden ser los mismos, su lectura ha cambiado. Ya no son más que hechos privados, que no aportan una identidad desde el punto de vista del funcionamiento colectivo. La gestión de la vida doméstica ya no tiene un lugar en la sociedad. Es afuera, en el trabajo, donde las mujeres buscarán el estatus de actor social. En el otro sentido, la paternidad ya no implica un mandato de la sociedad para garantizar la responsabilidad de la comunidad doméstica. Se asume que las elecciones de vida individuales son libres y que cada cual interpreta su parte como considere, incluso reciclando formas del pasado. Nada impide que una mujer quiera ser ama de casa y que una pareja reinvente contractualmente el pater familias a la vieja usanza. El conformismo de ayer se convierte en el colmo del inconformismo de hoy.

46 Las consecuencias de esta desinstitucionalización de la función procreadora son de largo alcance. Esta determina actitudes y perspectivas existenciales potencialmente divergentes entre los sexos. El vínculo restrictivo entre los que están en una célula jerárquica, por muy insoportable que nos parezca retrospectivamente, tenía al menos el efecto de implicar a los hombres en la vida familiar, otorgarles una responsabilidad, darles un papel en la concepción y en la educación de los hijos. Este papel representaba para muchos de ellos el eje y el resorte de su existencia, el fin que la justificaba. Asumir la carga de una familia marcaba el umbral de la edad adulta, el acceso a la madurez. Todo esto se ha deshecho o más bien ha sido radicalmente relativizado por la privatización de la familia y la intimización de la pareja. Los efectos de este cambio en los referentes de la condición masculina son difíciles de medir. Son difusos, e incluso subterráneos; están muy desigualmente repartidos en la sociedad de una manera que contribuye a menudo a confundir el sentido, pero no por ello dejan de ser considerables.

47 Lo más sorprendente es, probablemente, la desmovilización escolar de una gran parte de los jóvenes, que se distribuye en un continuo que va desde una escasa motivación a una franca desafección. [3] Dejemos de lado la cuestión de saber si las chicas que los superan son objetivamente mejores. La cuestión es que las mujeres están animadas por el horizonte de conquista personal y social que se abre ante ellas, mientras que sus homólogos masculinos han perdido uno de los incentivos esenciales que los animaba a pensar en su futuro lugar en la sociedad. No hay que olvidar a qué punto, en las clases populares, la realización paterna constituía una compensación a la subordinación social.

48 Esta desafección escolar se prolonga en una cultura de la inmadurez masculina reforzada, cierto es, por las difíciles condiciones que tienen las nuevas generaciones para encontrar empleo y, de manera más general, para entrar en la vida, condiciones que son, en buena parte, independientes de ellas. [4] Prueba de esto es que afecta a muchos jóvenes que tienen todo el bagaje necesario para integrarse, pero que tienen poco deseo de recurrir a él. Representa un estilo de vida cuya influencia se extiende mucho más allá de su nicho original, incluso entre personas perfectamente integradas, pero que se cuidan de separar su vida personal y profesional. Pero para quienes la descualificación del trabajo añade la desaparición de la perspectiva de un orgullo profesional a la de la responsabilidad paterna, esta contracultura de la inmadurez reivindicada no es una mera opción, sino un recurso natural. [5]

49 Uno de sus rasgos característicos es el lugar que ocupa la pornografía, síntoma en sí mismo de una relación con la sexualidad caracterizada no solo por su desconexión con la procreación, sino por el rechazo de cualquier vínculo entre ambas. Esta desconexión había sido consagrada por la píldora anticonceptiva, para beneficio de las mujeres, en un primer momento, al procurarles, con el control de su fecundidad, el control de su destino. Sus efectos liberadores fueron validados por sus parejas masculinas en un segundo momento —uno de sus principales motivos para celebrar la emancipación femenina—, con un entusiasmo que no es necesariamente de naturaleza satisfactoria para ellos. Desató, en efecto, un fantasma que evidentemente no había esperado a esto para existir, pero que el marco familiar-patriarcal había comprimido o mantenido al margen y al que la explosión pornográfica le dio libre expresión. Es algo que aún falta descifrar, y no es nuestro objetivo hacerlo aquí. Nos conformaremos con constatar, dentro de nuestro propósito, que muestra una visión de la sexualidad en la que el erotismo de la representación prima sobre la realidad, en una indiferencia por la pareja que parece hecha para ilustrar el adagio lacaniano según el cual «no hay relación sexual», pues la conjunción objetiva de los cuerpos no implica la comunicación subjetiva de las almas. Añadamos únicamente que, en el espíritu de esta no-relación, tendrá aún menos consecuencias, concretamente en lo que respecta a un posible embarazo. Podríamos hablar de un «machismo sin preocupación por la dominación», en relación con este imperio de la imagen, puesto que se trata realmente de una subordinación femenina a la tiranía del deseo masculino, pero sin que preocupe lo más mínimo el prolongar una posesión jerárquica. Más bien al contrario, incluso, puesto que su articulación, como se ha señalado en repetidas ocasiones, es la de una lascivia femenina desenfrenada, descarada e insaciable: la vieja representación que servía en otro tiempo para justificar el confinamiento femenino y que resurge aquí a la luz de los esperados beneficios de la emancipación. No cabe duda de que el imaginario pornográfico está relacionado con el espíritu de la liberación sexual. La única diferencia es que a él poco le importa la realidad de las expectativas de las mujeres. Podríamos aventurarnos a decir que, según parece, ellas apenas se reconocen en esta instrumentalización erótica.

50 Pero el lugar más candente de la discordancia de los deseos se sitúa, como debe ser, en el fondo, en el terreno de la relación con la paternidad. Es imposible eludir que esta ha perdido su sentido para un número significativo de hombres, hablando con prudencia. Mientras que la gran mayoría de mujeres, según todos los indicadores, aspiran a conciliar una maternidad controlada con una vida profesional, muchos hombres se sienten reacios ante la perspectiva de asumir el papel de padre, según un continuo que va desde la reticencia resignada de antemano a su derrota hasta el rechazo franco y total. Este es uno de los principales motivos de separación de las parejas. Es importante añadir que esta resistencia a la paternidad o huida de ella tiene su contrapartida en el deseo de un número nada despreciable de mujeres de formar una familia prescindiendo del padre. [6] Por lo tanto, las razones de la falta de entendimiento sobre la cuestión no recaen en un solo lado.

51 De nuevo, tanto en este terreno como en otros, todo existe y coexiste en la actualidad. La dinámica de las elecciones individuales produce una dispersión de las actitudes que impide cualquier conclusión unívoca. Los rasgos que acabamos de desglosar corresponden a una tendencia de fondo, que tiene ecos más o menos pronunciados perceptibles en todo el campo social. Pero esta tendencia no es determinista en absoluto. Está acompañada de contradinámicas. Así, al mismo tiempo que se da la deserción de un lugar paterno al que no se le puede asignar ningún contenido, encontramos el esfuerzo por reinvestir este lugar a partir de nuevas mimbres, para reinventarlo, para dotarlo de una identidad apropiada a las circunstancias. A contracorriente de la discordancia y la desvinculación de los sexos, vemos operar la búsqueda de alianzas renovadas, capaces de trascender los motivos de esta falta de inteligencia crónica. El desencanto repetitivo va acompañado de una profundización heroica del amor que lleva a las personas a enfrentarse juntas a una verdad sobre sí mismas que, hasta entonces, el decoro había exigido mantener en secreto.

52 En esta diversidad de formas de conducta, conviene señalar que el nivel educativo, es decir, la diferencia de medios de cómo mostrarse como individuo, desempeña un papel crucial, sin ser exclusivo; una cara poco explorada aún de la «extensión del ámbito de la lucha», que es también una extensión del ámbito de la desigualdad. Se está extendiendo en la esfera íntima, en función de la magnitud de los dilemas que genera nuestra reciente emancipación. Los vínculos obligatorios del pasado ocultaban estas cuestiones, decretando la armonía preestablecida entre los sexos convivientes. Los tabúes asociados a la ley férrea de la reproducción terminaban por enterrarlos en el silencio y la oscuridad. El matrimonio por amor introdujo claramente una brecha en el dispositivo, hace ya dos siglos, al darle la prioridad a las preferencias íntimas por encima de la regla social, pero sin cuestionarla y sin liberar los interrogantes que prohibía, salvo eventualmente en la consulta del psicoanalista. La disolución del dispositivo impulsa, en cambio, estos interrogantes siempre rechazados al centro de la existencia, al alcance de todo el mundo. Hace del entendimiento de los sexos y de la concordancia de los deseos, más allá del acuerdo de los placeres, el desafío de las elecciones de vida concretas. Sin embargo, en este caso, la complejidad de estas elecciones, la amplitud de sus consecuencias y la inventiva que requieren ponen cruelmente de manifiesto la desigualdad de los medios para afrontarlas. Allí donde la antigua disciplina social instauraba una manera de igualdad en el conformismo, la libertad que hemos ganado se salda con una desigualdad secreta, pero vertiginosa, de las capacidades de construir una vida de acuerdo consigo mismo y con los otros. Este será un factor determinante, en más de un sentido, para entender lo que resultará a largo plazo de la fase de reaprendizaje en la que nos encontramos.

La autoridad de lo materno

53 No podemos dejar de evocar, finalmente, las incidencias simbólicas de esta revolución tranquila de la igualdad. Ha transformado por completo la figura de la autoridad. Lo que acabamos de plantear señala suficientemente que entramos en un campo minado, en el que la indefinición crónica de los términos se presta a explosiones polémicas. Precisemos por tanto con claridad de qué se trata: de la imagen de lo que hace la autoridad en la sociedad, es decir, la figura que representa, más allá de los poderes institucionales, imperativos legítimos, tenidos comúnmente como destinados a imponerse sobre la conducta de los actores sin que sea precisa la coacción. En este primer sentido, la autoridad es simbólica por esencia.

54 Esta figura se concretizaba tradicionalmente con los rasgos del padre y, si tenemos en cuenta los desarrollos señalados, no es difícil entender por qué. El imperativo que implicaba no era otro que el de la continuidad de la sociedad, imperativo primordial del cual los poderes oficiales no eran finalmente más que administradores de segundo grado, razón por la cual reivindicaban decididos un modelo paterno. Esta figura ha sido pura y llanamente abandonada. Ni siquiera es ya criticada: ha perdido su sentido. Ni siquiera es necesario «matar al padre»: no hay ningún padre en esta posición al que señalar para el asesinato. La cuestión, a partir de aquí, es saber si la figura de autoridad ha desaparecido en la operación por completo o si, por el contrario, se ha desplazado. Cuestión esta que se ha vuelto más difícil dado que esta evacuación del personaje se ha inscrito en el interior de un fenómeno general de desimbolización de la vida social; en realidad, un cambio de régimen simbólico por el cual hemos pasado de una simbolización explícita a una simbolización implícita. Sería vano, en consecuencia, buscar un equivalente del antiguo simbolismo paterno en otro lugar. Solo puede tratarse de una formación de un tipo diferente, que se presenta y actúa de otra manera. Y, sin embargo, existe claramente. La autoridad no se ha derrumbado. Ha perdido su rostro oficial, pero ha encontrado un rostro oficioso. No es ejercida como orden y mando, pero no por ello deja de prescribir y prohibir, utilizando vías más sutiles. Orienta e inspira, más que dictar.

55 Se ha recompuesto silenciosamente siguiendo el principio materno, substituyendo la tendencia al protagonismo del pasado, lo que la hace más eficaz aún. Esta reconfiguración enraíza en la propia revolución de la igualdad. Porque no comporta un resto irreductible, un resto que nos devuelve, en cierto modo, a la casilla de salida de nuestra historia, sino un resto que adquiere una significación diferente y, en realidad, opuesta en nuestro contexto. Aunque las mujeres puedan hacer todo lo que hacen los hombres, los hombres no hacen y no pueden hacer todo lo que hacen las mujeres. Hay algo esencial, vital, cuya posibilidad les está vedada: traer hijos al mundo. La neutralización de la diferencia entre el rol femenino y el rol masculino desde el punto de vista del funcionamiento social tiene el efecto de dar mayor protagonismo a esta diferencia subsistente y que no está destinada a desaparecer. Hemos visto cómo esta diferencia constitutiva bien podría haber estado en el origen de la dominación masculina, que se basaba en el confinamiento de lo femenino al rol materno y la captación de lo demás. Adquiere forzosamente otro sentido en un mundo en el que las mujeres se han convertido en actores sociales de pleno derecho. La asimilación de lo femenino a lo materno abre el camino para la disociación. Lo materno se convierte en una especie de tercer término frente a la dualidad de los sexos, un polo aparte, un polo en sí mismo, con el cual las mujeres tienen evidentemente una relación privilegiada, pero en absoluto obligatorio; una relación problemática, incluso, puesto que tienen que elegir entre asumir ese rol o rechazarlo. Se les promete una vida desdoblada entre el estatus de actores sociales como los demás y este lugar de excepción vinculado al poder de dar a luz.

56 Ya imagino la objeción: los hombres son objetivamente indispensables para la procreación. Sin gametos masculinos, no hay fecundación del óvulo. Esto es especialmente significativo (más allá de la explicación científica) porque ha permitido a los hombres, en versiones extremas del principio patriarcal, hacerse pasar por los verdaderos progenitores, anexionándose literalmente el vientre de las mujeres, que quedaba reducido así al papel de mero receptáculo. Pero este tipo de absorción/subordinación no está de moda. La desvinculación igualitaria de los seres y de género ha pasado por ahí, y ahora va en el otro sentido, marginalizando el lugar de los hombres. Además, la disociación cultural, cada vez más pronunciada, entre sexualidad y reproducción y el dar a luz adquiere la imagen de un asunto esencialmente —cuando no exclusivamente— femenino, en el que el papel masculino se reduce al de aportador de espermatozoides. [7] Racionalmente, la cooperación de los sexos es adecuada y, en sentido práctico, la mayoría de los niños siguen siendo criados en pareja. Pero simbólicamente, la procreación se entiende como una función propia de las mujeres, incluso cuando representa un poder independiente, en cierto modo, de su identidad de actor individual.

57 Otra precisión que es importante introducir: las madres han cambiado mucho como consecuencia de estas múltiples evoluciones, y no solo en su comportamiento práctico. Lo materno no tiene ahora mucho que ver con su imagen tradicional. Esta se definía en función de la primacía del principio paterno. En este contexto la madre tenía una especie de rol de intercesión en relación con los rigores de la ley social que el padre debía transmitir. La eliminación de este abrió un vacío que la figura materna ha tenido que cubrir transformándose, en una sociedad a su vez transformada. Se ha convertido en la figura de la responsabilidad por excelencia, rearticulándose en torno a su papel de asumir el destino social de este ser dependiente por excelencia que es el niño, un ser cuya figura ha adquirido, también, un relieve inédito en el contexto, por diferentes aspectos. [8] Comenzando precisamente por su dependencia de individuo, que consiste en ayudarle a ser y devenir un individuo, algo que no es banal en una sociedad de individuos. Esta responsabilidad, ahora considerada como la única prioritaria, es la que ha elevado el papel materno al nivel de ejemplar y que le ha otorgado su autoridad. Lo ha sacado de la penumbra de la esfera doméstica para convertirlo en un papel social de pleno derecho y darle la dimensión de un modelo general. Quienquiera que esté en posición de autoridad en la vida colectiva se verá magnéticamente llamado a buscar la inspiración de su conducta en esta conjugación del sentido de la individualidad que hay que llevar a la existencia y de la conciencia de la obligación social que hay que respetar, y con esta misma vara será recibido y juzgado.

58 Esta es la cristalización simbólica que se ha producido en torno al polo materno y que lo ha erigido como soporte parlante, como referencia emblemática de la nueva norma en las relaciones sociales, una norma tácita, que guía sin imponer. Porque —insistimos en esto— ya no estamos en un mundo estructurado por una dominación expresa y por una jerarquía que traduce el principio de esta dominación en un sistema de subordinación. Sería absurdo, en este sentido, hablar de una dominación femenina que sucedería a la dominación masculina, o de un régimen matriarcal que se establecería sobre las ruinas del patriarcado. Esto significaría permanecer atrapados en un marco intelectual que, justamente, ha sido superado. Sin embargo, este nuevo mundo tiene una imagen potente de cómo deben ser las cosas, aun cuando esta imagen permanezca implícita, y es lo materno lo que la aporta; solo en parte, pero en una parte crucial. Lo materno no define la regla organizadora del conjunto. Esta es aportada por el principio de legitimidad general que garantiza justamente la igualdad entre los sexos, es decir, los derechos de los individuos. Pero, una vez establecida esta regla fundamental, queda por determinar el espíritu en el que se aplicará, el estilo de la acción pública a la que dará lugar, la factura de las relaciones que se establecerán entre los individuos, y ahí es donde lo materno interviene. En este campo marca la norma.

59 No hay duda de que el prestigio inmemorial vinculado a la reproducción biológica sigue actuando, aun cuando ya no lo haga en primer plano, por haber quedado absorbido por la privatización de la procreación. Pero la función materna debe su preeminencia simbólica y su nueva autoridad a otra cosa. La extrae de su afinidad con el ideal —incluso utopía— que una sociedad de individuos está destinada a cultivar respecto a sí misma. El simbolismo materno afirma lo que la sociedad de los individuos quisiera ser y debería ser. Expresa, resume, concentra los valores no oficiales que sus actores aspiran a ver como prioritarios de su funcionamiento, tanto si lo reivindican como si no, tanto si lo confiesan como si no. La sociedad de los individuos tiene sus principios oficiales, que no están en cuestión. Pero a su frialdad abstracta y a la impersonalidad institucional que estos organizan, los valores maternos añaden la insistente exigencia de atender a las singularidades y de empatizar con las personas que estas normas suelen ignorar, junto con la firmeza benévola para conducir a los individuos hacia su bien. Como tales, estos valores forman parte de la legitimidad no oficial que duplica la legitimidad oficial dentro de la sociedad de los individuos, la que consagra su independencia. Porque no basta con proclamar en abstracto la igual libertad de los individuos; es necesario, para que la fórmula sea viable, que en la realidad se produzcan y preserven las condiciones efectivas. Habrá sido necesario un gran siglo de duras luchas para que este imperativo constituyente encuentre su traducción en el Estado social. Pero este aparato institucional no basta, por crucial que sea su función. Al igual que otras instituciones, está diseñado como una burocracia anónima que no responde a la demanda de tener en cuenta las individualidades concretas sobre las que este imperativo se extiende. La figura materna simbolizará esta preocupación indispensable por el otro, prestará sus rasgos sensibles a esta búsqueda de proximidad que, en una sociedad de individuos privados, adquiere un carácter apremiante. Definirá el modelo de la buena autoridad, la que cuida de las personas sobre las que tiene potestad y que se preocupa de la situación vivida por estas personas; dará informalmente su norma a todo lo que tenga que ver con la acción sobre el otro. Un modelo y una norma lo suficientemente poderosos, a pesar de su carácter no oficial, como para alimentar permanentemente la impugnación de los principios institucionales construidos sobre lo contrario, sobre la igualdad de trato y la indiferencia hacia las particularidades de estos mismos individuos; principios a los que no pueden renunciar, ya que condicionan su existencia como individuos bajo la ley, pero principios que han perdido, por su parte, la autoridad simbólica que debían a la figura paterna, que es en sí misma una concentración del monopolio masculino de lo público. De ahí la incertidumbre que afecta a la vida de las instituciones, la oscuridad en la que evolucionan, las confusas tensiones que las recorren, desgarradas como están entre unas normas oficiales que tienen razón de ser, pero solo razón, y una norma tácita que las acosa sin decir francamente su nombre ni querer sustituirlas, pero que tiene la fuerza del corazón propiamente dicha. Big Mother no es un programa y no puede serlo pero, en otro sentido, es verdad que la eliminación de la figura paterna ha vaciado la autoridad pública de la evidencia con la que se presentaba. Ha perdido el referente por el cual se comunicaba con la simbolización primordial de la obligación hacia el colectivo. Le queda la lógica de la ley y de los derechos de sus comitentes: un fuerte baluarte, pero una débil causa.

60 Este modelo materno de la buena autoridad, hay que subrayarlo, está abierto a todos, a diferencia del modelo paterno, que era exclusivamente masculino, a pesar de algunas excepciones lo suficientemente infrecuentes como para ser relevantes. Se dirige finalmente a los individuos en general, independientemente de su sexo. Los hombres pueden remitirse a él e inspirarse de él al igual que las mujeres, y no se privan de él, aun cuando las mujeres mantengan un vínculo electivo con él —aunque nadie les obligue— que les garantiza cierta ventaja en la materia y las dispone a orientarse socialmente hacia los sectores en los que su uso es requerido.

61 El ámbito por excelencia en el que esta comunidad de modelo se verifica es naturalmente el de la educación de los niños. Los hombres no tienen nada de específico para hacer valer cuando se trata de ocuparse de sus hijos. Así que no tienen reparos en adentrarse en lo que tradicionalmente era el ámbito de los cuidados maternos y tomar prestadas sus maneras de proceder. Los padres son en este sentido «unas madres como las otras», según una frase que se ha hecho popular; salvo por el hecho de que las madres ya no son lo que eran, cuando ya no hay un pater familias con quien compartir las tareas y cuando, en consecuencia, hay que asumir toda la responsabilidad; una diferencia que no es menor. También ellas cambian y se les reclama que cambien. Más allá de la primera educación familiar, toda la cadena educativa, hasta sus eslabones más altos, se ve afectada por esta metamorfosis del modelo de autoridad. Pero, a decir verdad, más allá del ámbito educativo, afecta a todas las relaciones sociales en diversos modos y grados, en la medida en que impliquen el ejercicio de la autoridad. No queda lejos el momento en que se podrá decir que un buen general o una buena general es una madre para sus soldados.

62 La inexorable difusión soterrada de este modelo no está exenta de reacciones, contradicciones y frustraciones que merecen atención, ya que están llamadas a contar en el paisaje social y a moldearlo. No se reducen, ni mucho menos, a la inercia rutinaria de lo adquirido y a las nostalgias reaccionarias fustigadas por las imprecaciones militantes. Valga aquí el típico caso del masculinismo agresivo que marca el tono en algunos sectores de la cultura joven. En vano buscaremos ejemplos semejantes en el pasado. Es un producto puramente de su tiempo, en las antípodas del viejo espíritu patriarcal. Procede de un ultraindividualismo tan indiferente a la paternidad como ajeno a la preocupación de la responsabilidad social, identificado precisamente como un maternalismo insoportable. Esta postura reactiva se determina a través del rechazo de la figura de la preocupación por el otro, basándose en la afirmación propia, rechazando toda autoridad y desde el culto por la competitividad. Nada que ver con la proeza viril, las conductas gallardas o el culto al honor que justificarían el diagnóstico de un machismo residual. Estamos a años luz de estas motivaciones, por ejemplo, en el caso del juego serio en torno al cual se articula el pequeño mundo de los traders, o el del espíritu de transgresión lúdica que federa la comunidad de los hackers, por citar dos ejemplos bien catalogados de este nuevo exclusivismo masculino, exclusivismo que, de hecho, ni siquiera se reivindica como tal. ¿Puede haber algo más lejano a la solemnidad patriarcal que la bohemia geek? Aunque, por su carácter extremo, estas microculturas son un caso aparte, no son por ello menos reveladoras. Permiten leer tendencias aún incoativas en la densidad de la sociedad, sin que sepamos todavía qué tipo de consistencia adquirirán. Permiten vislumbrar los contornos de un dimorfismo sexual en ciernes, favorecido por la preeminencia de la economía y la tecnología. Esta fomenta la identificación de la masculinidad con el poder del dinero y la competencia sin trabas de los intereses privados, devolviendo el cuidado del bien común y el bienestar de las personas al polo femenino-materno. Se entiende que, en una sociedad de individuos, en este tipo de reparto puede haber tránsfugas de ambas partes. Aun con eso, incluso en una sociedad de individuos, la división de los sexos sigue cargada de significaciones y sigue orientando las actividades, cuando no determinando los destinos.

63 Pero la retroalimentación más significativa de este fomento del modelo materno de autoridad, el efecto más importante de cara a las consecuencias que pueda tener en el futuro, es sin duda alguna la frustración que puede conllevar. Por mucho apoyo que tenga el modelo, por muy tolerado que sea, tiene una carencia más allá de la virtud de humanidad en la que se basa su éxito. No es suficiente. Las relaciones sociales no se reducen a interacciones entre personas consideradas en función de su singularidad. Para que exista este escenario del reconocimiento mutuo, es preciso, además, un marco institucional en el que las mismas personas sean consideradas en su individualidad abstracta, con las reglas impersonales que esto exige y el rigor racional en la administración del conjunto que esto pide, pero también con la capacidad de distanciarse de sí mismo que esto solicita a todos los actores, desde el ciudadano de a pie anónimo hasta los representantes del poder de todos. Esto —ya lo hemos dicho— lo sabe todo el mundo, poco o mucho, y lo admite, aunque sea a regañadientes. Y, sin embargo, esta fórmula de razón carece de representación eficaz, de rostro visible, de vehículo encarnado. Está desprovista, en una palabra, de figura simbólica. Es más: aunque sea constitutiva, no tiene autoridad. Es la ausencia que habita nuestro mundo. La revolución simbólica que acaba de tener lugar deja un vacío en la simbolización. Desde luego, no será el resurgimiento de la vieja figura masculina de la dimensión pública lo que colmará este vacío. Esta ni siquiera es comprendida, que es lo único que demuestran las pobres agitaciones de sus pocos nostálgicos. Pero ¿qué puede ocupar su lugar? Si es que hay algo que pueda ocupar ese lugar. En todo caso esta pregunta —una de esas preguntas que atraviesan de manera silenciosa las sociedades sin llegar a ser abordadas frontalmente nunca— seguirá acompañándonos.

Notes

  • [1]
    Françoise Héritier, Masculino/femenino II: disolver la jerarquía, trad. Marcos Mayer (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), 249. Recordemos que la primera problematización convenientemente realizada del tema se remonta a Engels, de quien aún podemos leer con provecho El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (Madrid: Alianza, 2008).
  • [2]
    Véase en concreto el artículo «The American Family: Its Relations to Personality and Social Structure», en Family, Socialization and Interaction Process, editado por Talcott Parsons y Robert Bales (Nueva York: Free Press, 1955), y su libro posterior Social Structure and Personality (Londres: Macmillan, 1964). Su problemática es reconstituida de manera clarificadora en la obra de Daniel Dagenais, La Fin de la famille moderne. Signification des transformations contemporaines de la famille (Rennes: Presses de l’Université Rennes, 2000).
  • [3]
    Hace ya cierto tiempo, Jean-Louis Auduc llamó en vano la atención sobre esta desvinculación con su Sauvons les garçons! (París: Descartes et Cie, 2009). Para el caso de los Estados Unidos, véase la observación análoga de Richard Whitmire en Why Boys Fail: Saving Our Sons from an Educational System That’s Leaving Them Behind (Nueva York: Amacom, 2010).
  • [4]
    Esta cultura de la inmadurez es el objeto central de una abundante literatura estadounidense de la cual el título más conocido (y el más elocuente) es probablemente el de Hanna Rosin, The End of Men and the Rise of Women (Nueva York y Londres: Riverhead Books y Viking, 2012). Podemos citar también, sin pretensión de ser exhaustivos, el libro de Kay S. Hymowitz, Manning Up. How the Rise of Women has Turned Men into Boys (Nueva York: Basic Books, 2011), y el de Helen Smith, Men on Strike. Why Men are Boycotting Marriage, Fatherhood and the American Dream. And Why It Matters (Nueva York: Encounter Books; 2014).
  • [5]
    Es interesante, sobre este tema, el dossier «Men Adrift», The Economist, 30 mayo de 2015. Esta información ha sido confirmada desde entonces por estudios sobre la salida del mercado laboral de una fracción significativa de la población de hombres jóvenes con escasos títulos académicos.
  • [6]
    Más allá de su carácter individual, esta elección hace además explícita la expectativa implícita de la familia actual, es decir, la reducción de su núcleo al vínculo madre-hijo.
  • [7]
    Esta disociación y el malentendido entre los sexos que lleva implícito quedan ilustrados de manera ejemplar por los casos de «paternidad impuesta» posteriores a relaciones sin futuro. Véanse los recogidos por Mary Plard en Paternités imposées: Un sujet tabou (París: Les Liens qui libèrent, 2013).
  • [8]
    Sobre esta promoción con múltiples causas, me permito referenciar el análisis esbozado en Marcel Gauchet, «L’enfant imaginaire», Le Débat 183 n.°1 (2015): 158-166, doi:10.3917/deba.183.0158.
Marcel Gauchet
Marcel Gauchet era el responsable de redacción de la revista Le débat. Recientemente publicó Comprendre le malheur français (París: Stock, 2016) y Le Nouveau Monde, volumen IV de L’Avènement de la démocratie (París: Gallimard, 2017).
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