1En política, la relación con la verdad participa de la naturaleza del régimen. No tiene ni el mismo sentido, ni los mismos fines, ni la misma dimensión si vivimos en una democracia liberal o si vivimos en un gobierno totalitario. Actualmente, los regímenes totalitarios han desaparecido y son nuestras sociedades democráticas las que descubren, en sí mismas, la experiencia inédita de un nuevo régimen de la verdad.
Verdad natural, verdad política, verdad ideológica
2A Rousseau debemos el haber instalado la verdad —¡y con qué intensidad!— en el corazón del problema humano; él hace de esto un asunto personal, así como una cuestión política. «Emprendo una tarea de la que nunca hubo ejemplo y cuya ejecución jamás tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un ser humano en toda la verdad de la naturaleza; y ese ser humano seré yo». [1] La frase célebre que abre las Confesiones, esta vasta e inédita auscultación de sí mismo, muestra sin tapujos la adecuación íntima de la verdad del hombre a su naturaleza. Es el estado social el que los desune fatalmente, exiliando al ser humano de sí mismo, separando su ser de su parecer, librándolo a los celos, a las pasiones artificiales, a la «ambición devoradora» de elevarse por encima de los otros, a la humillante servidumbre de no vivir más que para la mirada de los demás… [2] Y es con un remedio político como pretende Rousseau liberar al ser humano de su sometimiento. El contrato social le fuerza a ser libre, según la célebre fórmula, haciéndole obedecer al poder absoluto e infalible del «cuerpo moral y colectivo» del cual él mismo es una parte indivisible; soberano y súbdito a un tiempo. A partir de entonces la verdad del hombre, convertido en ciudadano, ya no está en la naturaleza, sino en la ley, que se erige como voluntad general; una verdad eminentemente política, por cuanto procede de la razón, de la deliberación y del consentimiento.
3Conocemos las apropiaciones ideológicas, por otra parte muy infieles, y los usos despóticos que haría la Revolución francesa de este pensamiento infinitamente complejo: la «verdad» revolucionaria, en sus avatares sucesivos, no deja de utilizar sus vocablos sin lograr llevar sus preceptos a la realidad. Sin embargo, a la luz del proyecto de Rousseau es como mejor se entiende el fracaso de la Revolución, de 1789 a Termidor y más allá, a la hora de recrear el contrato social a partir del hombre nuevo, regenerado por principios «simples e incuestionables».
4Los padres fundadores estadounidenses no necesitaron, por su parte, solicitar tales constructos para declarar su independencia y dotarse de una constitución. Les bastó, para hacerlo, con invocar las «verdades evidentes», intemporales, que consagraban la igualdad de nacimiento y los derechos inalienables a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad; evidentes, porque estaban transcritas en la naturaleza de las cosas y eran inherentes a la lengua nativa de su cultura política. [3]
5Verdad y libertad constituyen en efecto los dos fundamentos inseparables de la democracia, sus bienes más preciados. Podríamos decir de la una lo que Tocqueville escribe sobre la otra: lo que la ata al corazón de ciertos hombres son sus propios encantos, «es el placer de poder hablar, actuar y respirar sin coacciones, bajo el solo imperio de Dios y el de las leyes». [4] Su destrucción es lo que mejor caracteriza a los regímenes autocráticos y totalitarios. No porque se muestren insensibles a la cuestión de la verdad; estos están, por el contrario, especialmente obsesionados con ella, porque escapa a las verdades oficiales, o «científicas», de las que ellos tienen el monopolio: un disidente, un «herético» es precisamente quien pone en duda su fundamento, o quien se resigna a estas «verdades» sin realmente adherirse a ellas, y esto basta para tenerlo —objetivamente— por criminal o por traidor. Los procesos estalinianos resultan de la evidencia de esta lógica: sus víctimas sirven, por así decir, como testigos expiatorios de las verdades «formales» que se suponen han traicionado.
6Tampoco es azar si la verdad constituye el gran asunto de la dictadura implacable imaginada por George Orwell en 1984. En este caso la realidad es «requisada» por una policía del pensamiento, que está a cargo de actualizar regularmente la verdad. El protagonista de 1984 es un empleado del «Ministerio de la Verdad», una gigantesca construcción laberíntica donde pasa los días «rectificando» hechos y palabras, siguiendo la disposición o los imperativos cambiantes del Partido. Y como es inconcebible que el poder se equivoque, hay que corregir sistemática y retrospectivamente sus declaraciones y sus previsiones, desmentidas por la realidad; esto implica una reescritura incesante del pasado, hasta periódicos que datan de épocas lejanas, que son reeditados revestidos de nuevas verdades, que vienen a sustituir a las antiguas, que se convierten, a su vez, en mentiras. «El que controla el pasado, dice un eslogan del Partido, controla el futuro». De ahí la interminable labor de «continuos retoques», gracias a los cuales el pasado es indefinidamente actualizado; de tal manera que luego «entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad». [5]
7El poder hegemónico de la verdad es en efecto un instrumento esencial de toda dictadura. En el inventario que propone Raymond Aron de los rasgos distintivos del fenómeno totalitario, lo resume con una palabra: un partido monopolístico se nutre de una ideología a la que ha dotado de un poder absoluto «y que, a continuación, se convierte en la verdad oficial del Estado», el cual, para propagarla, se dota del monopolio de la fuerza y la persuasión, o dicho de otro modo, del terror ideológico. [6] En un célebre pasaje de Le spectateur engagé, al ser interrogado por los valores a los que más apego siente —era diez años antes de la caída del imperio soviético—, Aron responde en este orden: verdad, libertad; porque, precisa Aron, «para poder expresar la verdad hace falta ser libre». [7]
8Pero, precisamente, ¿podemos ser libres prescindiendo de la verdad? ¿Qué es una democracia en la que la verdad se ha convertido en una cuestión de opinión? Es la correlación íntima, y tan natural, entre verdad, libertad y democracia, la que está hoy amenazada con romperse por este fenómeno un poco confuso, pero tangible, que llamamos «posverdad».
La palabra y la cosa
9Existen incertidumbres no solo sobre la palabra y la cosa, sino también sobre los rasgos propios que otorgan al fenómeno el encanto de la novedad y lo justificado de su nombre.
10De hecho, la palabra parece anterior a la cosa. Se empleó a principio de los años noventa para criticar un cierto consentimiento, desde el Watergate, a las mentiras de Estado; por ejemplo, a propósito del escándalo de Irán-Contra (aporte de recursos por parte de los Estados Unidos a los contras de Nicaragua a cambio de la liberación de los rehenes norteamericanos detenidos entonces en Líbano), o con motivo de la implicación occidental en la Primera Guerra del Golfo (1990-1991). Algunos años más tarde, un autor evocaba la «era de la posverdad» para designar como un rasgo de la época la «duplicidad relajada» que invadía las relaciones sociales. Un periodista denunciaba el «entorno político de la posverdad» creado por la campaña de la administración Bush para apoyar la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Un sociólogo se alarma ante los peligros de una «posdemocracia» en la que los expertos en técnicas de persuasión determinan los temas y las modalidades de las campañas electorales. [8] En realidad, estas referencias emplean una palabra nueva para caracterizar usos familiares: remiten al sempiterno hábito de ciertos hombres políticos, eminentes u oscuros, de eludir la verdad en su beneficio y, a veces, arrepentirse de ello. Así lo hace el presidente Reagan, en 1986, negando toda transacción con los iraníes relativa a los rehenes antes de conceder, por ingenuidad o engaño, esta extraña confesión: «mi corazón y mis mejores intenciones me dicen siempre que esta es la verdad, pero los hechos y la realidad me dicen lo contrario». Una forma de ceder a la verdad, a falta de haberla tratado con cuidado…
11En 2010, el bloguero estadounidense David Roberts evocaba prácticas que se asocian actualmente a la política de la posverdad. Notaba los nocivos efectos de una polarización creciente de la vida pública, que llevaba al Partido Republicano a rechazar indiferentemente, y radicalmente, cualquier iniciativa de los demócratas. «Vivimos en un sistema político de posverdad […] en el que las conductas políticas se han desconectado de la política». [9] El interés general cedía al espíritu partidista, disfrazado de argumentos mentirosos y refractarios a la realidad.
12Algunos años antes un célebre presentador de televisión, Steven Colbert, había forjado la expresión intraducible «truthiness». Este término designaba «verdades subjetivas», sustraídas a un examen racional, sin relación lógica con los hechos, y que aceptamos porque le hablan a nuestra sensibilidad, porque sientan bien, porque se ajustan a nuestros prejuicios o, simplemente, porque tienen un aire de verdad, o incluso porque cuentan con la adhesión de un gran número de personas. [10] Celebrada como «palabra del año 2005» por la American Dialect Society (Asociación del Dialecto Americano) y la editorial Merriam-Webster, «truthiness» posee numerosos rasgos en común con «posverdad», que será elegida a su vez palabra del año en 2016 por el Oxford Dictionnary (en 2013 era «selfie»). Pero, de una consagración a la otra, la relación de nuestras costumbres democráticas con la verdad habrá franqueado un umbral más.
13El fenómeno, por otra parte, no se limita a las viejas democracias occidentales. Progresa también en otros lugares: en Polonia, en Hungría… Causa estragos en Turquía, pasando por un florecimiento de las teorías conspirativas, con las que el régimen autocrático en el poder fundamenta sus desazones y justifica sus excesos. Prospera sobre todo en Rusia, donde la confusión instrumental de lo verdadero y lo falso viene de lejos; en una novela profética que apareció en 1911, Joseph Conrad evoca ya «un desprecio de la verdad implacable y casi sublime», que él vincula al carácter nacional ruso. [11]
14Pero es en las democracias más consolidadas donde está la cuna de la política de la posverdad. La clamorosa irrupción de esta noción en nuestro lenguaje común —su uso en 2016 aumentó en un 2000 por ciento con relación al año precedente— remite simultáneamente a los violentos debates en relación con la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea y con la campaña presidencial en Estados Unidos. Interrogando este momento, en tantos aspectos excepcional, es como podemos empezar a extraer los primeros rasgos de esto que ha venido a conocerse como la posverdad.
«Facts don’t work»
15Al día siguiente del referéndum británico, reflexionando sobre las peroratas tendenciosas y las predicciones apocalípticas que las acompañaban, un editorialista del Daily Telegraph, Michael Deacon, veía en ellas el recurso sistemático y deliberado a la mentira, incluso tejida burdamente. Y esto ocurrió, se apresaba a precisar, en ambos lados. Los adversarios del Brexit predecían, con las cifras en la mano, un hundimiento económico si ganaba la opción de la salida de Gran Bretaña. Sus partidarios denunciaban sin pestañear la transferencia semanal a las arcas de la Unión Europea de 350 millones de libras que más valía asignar al deficitario sistema de salud, antes de reconocer beatíficamente, una vez pasado el voto, que se trataba de una patraña. Una ministra de las Fuerzas Armadas, favorable a la salida, deploraba en sus reuniones públicas la impotencia constitucional de Gran Bretaña para impedir la integración de Turquía en la UE, a pesar de tener derecho de veto, como cualquier otro estado miembro. Después de la dimisión de David Cameron, una candidata a su sucesión casi desconocida, que había destacado por sus aplaudidas ocurrencias en favor de la salida, pero sin otras competencias reconocidas y sin la menor experiencia del poder, ofrecía como principal argumento electoral sus cualidades de buena madre de familia y una representación bastante novelesca de su presuntas altas responsabilidades en la City, donde nadie la conocía, lo que no impidió que una mayoría de los electores tories la apoyara, hasta que abandonó la partida a raíz de una serie de embarazosas meteduras de pata.
16Esta guerra contra la verdad en torno al Brexit, transmitida y generosamente amplificada por las redes sociales, se vio enriquecida con todas las variantes imaginables de la arrogancia del establishment, la mala fe de las élites, la dictadura de Bruselas…; todo revestido con un halo conspiracionista en el que podía encontrarse una explicación para cualquier cosa, que permitía ahorrarse el suplicio agotador de un examen racional de los hechos y de los asuntos que estaban en juego. Esto le daba en efecto al asunto un carácter inédito: la hostilidad asumida, en ciertos entornos, contra la primacía de la realidad. Un ministro conservador, favorable al Brexit, explicaba que el pueblo tenía ya suficientes expertos. Otro partidario del Brexit atribuía el éxito de su bando a un cansancio general de los hechos, demasiado desalentadores, inoportunos, por no decir antipatrióticos. «Facts don’t work», recalcaba alegremente; los políticos deben dirigirse a las emociones de la gente. [12] Decididamente, los hechos se han convertido en algo maldito, según la palabra atribuida a Raymond Aron. La campaña de este referéndum ha consagrado efectivamente el triunfo de las emociones frente a la realidad, tanto a izquierda como a derecha.
17Esta crisis de la verdad iba tomar un giro bastante espectacular a medida que, al otro lado del Atlántico, Donald Trump ganaba, una tras otra, las primarias republicanas antes de alzarse con la elección presidencial. Su hazaña representa un verdadero desafío para la ciencia política. Este promotor inmobiliario pasado por el filtro de la pequeña pantalla y desprovisto de la menor experiencia política ha terminado con las viejas normas del debate público, aplicando en él los métodos de la telerrealidad y la violencia impetuosa de las redes sociales; ha hecho de ello un arma electoral temible que ninguno de sus contrincantes se habría atrevido a emplear. Comunicador superdotado y carismático, ha batido todos los récords en el arte de degradar a sus contrincantes, con un descaro hasta entonces desconocido, burlándose de su temperamento, de su físico, de sus antecedentes, con imitaciones burlescas, o denigrando sus críticas, concretamente en la prensa, tratándolos de «fantoches», de «mentirosos», de «losers»…
18Donald Trump ha trasladado simplemente al mundo político los procedimientos anárquicos, sin frenos ni sanciones, de los talk-shows radiofónicos y de los foros de internet, donde las pasiones más desatadas sirven como verdades intangibles. Con sus desmesuras verbales, sus afirmaciones improbables, sus mentiras bien dirigidas, sus promesas quiméricas y sus fanfarronerías teatrales, este ovni electoral parecía al principio tan desconcertante —desde entonces esto se ha olvidado un poco— que se predecía con insistencia su inminente fracaso, a pesar de cosechar éxito tras éxito. Todo valía, encontrando siempre oídos complacidos: el certificado de nacimiento de Barack Obama —que daba testimonio de que había nacido en suelo estadounidense— era falso; el expresidente era el padre del Estado Islámico; los Clinton comandaron el asesinato de un testigo molesto; el padre de uno de sus contrincantes republicanos estaba implicado en el asesinato del presidente Kennedy… Ninguna de sus fabulaciones —y la muestra es inagotable— bloqueó ni ralentizó su éxito electoral; incluso probablemente le fueron de ayuda. Frente a un Partido Republicano petrificado y unos demócratas demasiado desgarrados para reaccionar de manera concertada, pareció beneficiarse de una inmunidad pública sin precedentes en la historia política de Estados Unidos. Mientras que los candidatos electos están obligados por lo general a la más perfecta transparencia, Donald Trump se ha negado impunemente a comunicar el balance de sus impuestos, así como a responder de la gestión dudosa de sus obras de caridad, dar información sobre su estado de salud, dar explicaciones sobre las sospechas de irregularidades —o incluso fraude— detrás del establecimiento de lo que había pomposamente bautizado como «Universidad Trump»… Sin embargo, nada parecía capaz de detenerlo, ni su ignorancia enciclopédica, ni sus calumnias imaginarias, ni las abrumadoras revelaciones sobre sus negocios y su vida privada ni, sobre todo, su avalancha de mentiras; por no hablar de su relación con la verdad.
Donald Trump: el «hablar claro» emancipado de la realidad
19Su baza principal, en efecto, el secreto de su inaudita proeza, es haber conseguido desconectar el debate público del principio de realidad. Donald Trump encarna por sí solo el nuevo régimen de la verdad, cuyos elementos, ciertamente, se encontraban ya en circulación, pero de que la campaña presidencial iba a hacerse eco: es lo que llamamos la «política de la posverdad». Hace treinta años, en un libro sobre el «arte del deal», Trump había teorizado, si se le puede llamar así, el buen uso de la mentira, hablando de «hipérboles verídicas», que él calificaba de «formas inocentes de exageración… y un medio de promoción muy eficaz». [13] Sus hipérboles, desde hace un tiempo, no tienen nada de verídico, como tampoco sus exageraciones traslucen siempre la inocencia. Pero ha sabido, con una presciencia destacable, transformar en «verdades electorales» unos males imaginarios. A su conquistadora divisa —«restablecer la grandeza de América»— respondía el eco de un retablo apocalíptico que presentaba de un país a la deriva, socavado por la inmigración, corroído por el crimen y asediado de peligros: descartaba los hechos apuntando a las emociones de los electores, en un país labrado por el desconcierto y el furor. La víspera del escrutinio, decenas de millones de estadounidenses creían en efecto que la economía estaba yéndose a pique (experimentaba sin embargo una prosperidad sin precedentes, pero que no beneficiaba a todo el mundo), que la tasa de homicidios se había disparado (era la más baja en los últimos cincuenta años), [14] que las elecciones habían sido manipuladas de antemano (Trump lo repetirá también después de su victoria), los sondeos adulterados, las informaciones sobre la recuperación económica inventadas, etc.
20Las falsas declaraciones que ha enunciado durante esta campaña ya no se computan. La página web PolitiFact, destinada a fiscalizar la veracidad de las declaraciones de los políticos, estimaba enteramente o parcialmente falsas cerca de dos tercios de sus declaraciones. Sin embargo, las abundantes cosechas del trabajo cotidiano del fact-checking resultaban impotentes para ralentizar el avance irresistible del candidato hacia el despacho oval: demasiado prosaicas, demasiado… factuales, excesivamente molestas y consideradas sospechosas por muchos de los electores republicanos, que no creían en su imparcialidad. Y además, poco podían hacer frente al caudal cotidiano del candidato en los estrados, las pantallas y, sobre todo, en su prolífica cuenta de Twitter, seguida por más de once millones de suscriptores. Estos variados apoyos le permitieron lanzar sin contención afirmaciones ásperas, promesas desorbitadas, acusaciones, calumnias; en resumen, dictar el orden del día político, aunque fuera mediante probadas mentiras, forzando en consecuencia a los atacados por estas afirmaciones a reaccionar antes que avanzar sobre sus propias prioridades. Y para ello empleaba artificios de persuasión bien rodados. «Creedme [pausa larga], creedme», repetía a menudo en sus reuniones públicas, como si confiara a sus auditorios el conocimiento íntimo de un hecho positivo que se quisiera desvelar ante ellos. O bien: «esta historia podría ser verdadera como podría ser también falsa», manera de acreditar sin necesidad de determinar su veracidad. O incluso: «mucha gente dice, ya sabéis…», tratando de producir la impresión con este «mucha gente» de que existe un amplio consenso; si mucha gente lo dice es que, en efecto, probablemente sea cierto. Y en la misma línea, durante una entrevista en la televisión: «como sabéis, lo que es importante es que millones de personas piensan como yo […]; todo el mundo dice: “estamos de acuerdo con el señor Trump, nosotros estamos de acuerdo”». [15] Y de esta manera eliminaba todo imperativo de verdad en beneficio de un «hablar claro» totalmente liberado de las restricciones de lo real. Esta libertad le procuraba ventajas inestimables sobre sus contrincantes, enredados, si se me permite, en la prosaica obligación de asumir bien que mal sus hechos y gestos. Ellos vivían aún en el «antiguo mundo», mientras que él ponía a prueba, con el éxito que conocemos, las recetas de la política de la posverdad.
21¿Creía él mismo sus afirmaciones en el momento en el que las pronunciaba? Probablemente en algunos momentos. A pesar de que la cuestión no tiene para él mucho sentido, puesto que posee una concepción de la verdad bastante elástica: desconoce la frontera que separa lo verdadero de lo falso; ni siquiera la ve. En el fondo, reduce la verdad al estado de contingencia; resulta de un punto de vista personal, subjetivo, revisable, reemplazable. Dura el tiempo que puede ser útil o que conserva una presunción de verosimilitud. Todo es una cuestión de momento, de situación, de oportunidad. La verdad en el mundo de Donald Trump es una compañera ocasional, que uno retiene o abandona en función de las circunstancias. A menudo, en efecto, cuando se le confrontaba con sus contradicciones, él ya no estaba ahí. «¿Qué más da?» —whatever— es una de sus expresiones favoritas. La palabra puede resumir por sí sola su «estilo» cuando se ve confrontado a sujetos que le disgustan, que no comprende, o para interrumpir una discusión sobre una cuestión que no recuerda o de la que tiene total ignorancia. [16] Así como el «¿a quién le importa?» —who cares?— que lanza para evitar el tener que explicarse sobre su inconsecuencia. No se trata de que carezca totalmente de convicciones políticas; profesa varias, y las profesa desde hace tiempo — es hostil a la inmigración, escéptico sobre el cambio climático, favorable al proteccionismo, a la necesidad de una cierta cobertura social…—, pero no concibe que haya contradicción entre ciertas preferencias políticas y la relación muy libre que mantiene con los hechos.
22La inauguración del nuevo presidente y los días posteriores enriquecerían, como era de esperar, el nuevo régimen de la verdad con un nuevo idioma, de pronto abocado a una rica carrera. Desde su primera conferencia de prensa, el recién nombrado portavoz de la Casa Blanca certificaba contra toda evidencia —siguiendo la instrucción de su maestro— que la multitud presente en la ceremonia era la más considerable de la historia de Estados Unidos (la reunida durante la inauguración de Barack Obama había sido claramente más numerosa). Esta exageración resultó aún más inexplicable por el hecho de que las imágenes transmitidas en bucle por todas las cadenas la refutaban a simple vista. El mismo presidente tomó cartas en el asunto a golpe de tuits incendiarios contra la mala fe de la prensa. Poco después, el presentador de uno de los programas dominicales con más audiencia preguntó a la responsable de comunicación presidencial: ¿por qué este portavoz, en su primera comparecencia pública, lanzaba mentiras tan flagrantes? «No ha dicho ninguna falsedad, respondió Chuck, ha propuesto hechos alternativos [alternative facts]» a lo que él repuso, medio atónito, medio jocoso: «¿Hechos alternativos? Eso no son hechos, son contrasentidos». [17] Por una vez, se podía asistir en directo a la invención completamente espontánea de un nuevo accesorio de la era de la posverdad inmediatamente utilizable. El episodio dio la vuelta al mundo enseguida. No sorprendió más que a aquellos que querían ser sorprendidos. Respecto al término, serviría aún por mucho tiempo: el comercio de los hechos alternativos se ha convertido en un hecho bien real.
La verdad de los nuevos tiempos
23En el régimen de la posverdad, la verdad se encuentra desposeída del noble estatus de referencia absoluta, de imperativo moral, de patrón de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, que tenía en nuestras democracias liberales e incluso, como hemos visto, aunque de forma alterada, también en las democracias totalitarias. En ambos regímenes, las mentiras políticas suponían la existencia de una verdad que había que defender en un caso y esconder y subvertir en el otro. Esto implicaba un saber, real o falseado, con procedimientos racionales que escapaban al imperio de las emociones: no era la vocación de la verdad el agasajar las sensibilidades, «sentar bien» o proteger el mundo. Ahora bien, en pocos años, parece haber perdido su antiguo ascendente tutelar: es rebajada, marginalizada, eclipsada justamente apelando a las emociones, a las verdades subjetivas, a los prejuicios. Ya no se trata, como antes, de traicionar la verdad, de deformarla o de esquivarla, o incluso de recrearla retrospectivamente, sino de ignorarla simple y llanamente, porque es demasiado compleja, demasiado engorrosa, tediosa, poco atractiva e incluso sospechosa.
24La mentira tiende, por su parte también, a ser banalizada bajo nuevos ropajes; de nuevo aquí Donald Trump es el mejor guía. Se recurre a ella en función de la demanda. Prescinde de cualquier referencia a la verdad, que no es en modo alguno necesario conocer, mientras que el mentiroso «clásico», por el contrario, no podía ignorarla puesto que trataba de transgredirla. Al igual que el «seductor», o como quien «vende humo» —«bullshit» en inglés, palabra intraducible—, en el mundo de la posverdad no se es ni del partido de lo verdadero ni del de lo falso; se aborda la realidad como un libro abierto, que se colorea libremente a su antojo, siguiendo las prioridades del momento. [18] El Sr. Trump ha sabido servirse de ello, en efecto, con un talento sin igual. Poco al tanto de los imperativos éticos que gobiernan el espíritu público, él los trastocaba regularmente, a veces sin llegar a medir las consecuencias: no veía sencillamente dónde estaba el problema, acusando a sus críticos de mala fe y de malicia.
25Esto no impide que su estilo, al igual que el del «bullshitero», constituya un desafío a la verdad tan temible como las mentiras «normalizadas», pequeñas o grandes.
La gran lasitud de la verdad
26Su inesperado ascenso a la Casa Blanca debe mucho, obviamente, a los talentos excepcionales de este personaje fuera de la norma. Pero remite también a la situación de la sociedad estadounidense, que ofrece un terreno especialmente fértil, probablemente más que en otras partes, a la política de la posverdad.
27El Sr. Trump, se sobreentiende, no tiene ni el perfil, ni las competencias, ni la experiencia, ni menos aún las disposiciones de un hombre político clásico. Ahora bien, este multimillonario, nacido y criado en Nueva York, posee un instinto infalible de lo que la gente quiere escuchar; puede llegar a persuadir hasta a los más desfavorecidos de que él piensa como ellos y comparte su cólera. Ha sabido tomar el pulso a unos Estados Unidos arrollados por un retraimiento nacional, una polarización política sin precedentes y una hostilidad exacerbada contra las «élites». Sintió el viento insurreccional que produjeron los sentimientos de precariedad económica y de desposesión identitaria de los excluidos de la globalización, las alarmas activadas por la inmigración ilegal, la exasperación también provocada por la dictadura cultural de lo políticamente correcto. Y sobre todo entendió la potente «necesidad de nación» tan obstinadamente negada, considerada sospechosa, pasada de moda, retrógrada. Su campaña, por incoherente que fuera en otras cosas, explotaba sin vergüenza la cuestión nacional y las incidencias para los cuellos azules de los progresos tecnológicos y de la economía globalizada: paro, precariedad, inmigración incontrolada… Él les prestó su elocuencia, a la vez escueta y potente, desprovista de cualquier tipo de superego político.
28Sobre todo, utilizó toda la panoplia de recursos que el nuevo régimen de la verdad ponía a su disposición. Empezando por el uso abundante, como ya he dicho, de afirmaciones aproximativas, exorbitantes o mentirosas, con la intención no tanto de persuadir como de alimentar justamente resentimientos, prejuicios, sospechas, convicciones ilusorias, con un fuerte potencial electoral. Y a quienes se ofuscaban, los colaboradores del candidato les pedían un poco de realismo. Ante un auditorio en Harvard, Corey Lewandowski, mano derecha del Sr. Trump, recriminaba a la prensa no tanto el haber atacado a su jefe, sino el haber creído lo que decía: «Tomasteis demasiado literalmente todo lo que decía Donald Trump. Pero los estadounidenses no. Ellos han entendido que, a veces, cuando uno conversa con la gente… uno dice cosas y, a veces, uno no tiene a mano todos los hechos para respaldarlas». Y otro colaborador del candidato, comentarista en la CNN, decía: «Esta gente que dice que los hechos son los hechos… no se trata realmente de hechos; los hechos ya no existen, desgraciadamente. Y por lo tanto, para un cierto público, los tuits del Sr. Trump… son la verdad». [19]
29Comprendemos ahora mejor por qué el núcleo duro de sus partidarios le es siempre fiel, y todavía hoy, a pesar de los desatinos, los escándalos, los cambios de opinión y las promesas incumplidas: el odio a las élites, al establishment, a los demócratas y a la izquierda cultural se imponen sobre cualquier otra consideración. A estos electores no les importan sus incompetencias, como tampoco creen en sus exageradas promesas ni en sus acusaciones incendiarias. Pero les gusta escucharlas y les dan igual sus consecuencias, aunque sea en perjuicio de sus propios intereses. «Me gusta Trump porque dispara sin avisar», confesaba a un periodista una votante de Kentucky. ¿No es acaso peligroso? «Me da igual. Después de todo lo que hemos vivido simplemente me da igual». [20] Por otra parte, muchos de sus adeptos siguen creyendo que, si el presidente se ha desdicho tanto desde su entrada en el despacho oval y ha faltado tanto a sus promesas, es porque está bloqueado por las élites económicas y el establishment político, siempre al acecho para hacerle fracasar. Al igual que ocurrió en torno al Brexit, durante toda la campaña presidencial, y también luego, prosperaba el uso del complot como explicación racional, cuando no se quería asumir el esfuerzo necesario para entender las cosas de otra manera. Este es otro de los rasgos principales —y uno de los peores— del régimen de la posverdad, y ya se ha utilizado mucho en la cultura política estadounidense. Aporta un confort moral, dispensa de la necesidad de corregirse, evita las complicaciones y, si no tranquiliza, al menos alivia.
Las verdades «entre sí» de las comunidades «en línea»
30El nuevo régimen de la verdad traduce una tendencia de fondo presente en nuestras democracias, casi en todas partes, desde hace algunos años. Actualiza dos evoluciones concomitantes, una política y cultural y la otra tecnológica.
31Estamos asistiendo en tiempo real al contagio, cada vez más invasivo, de la democracia representativa por los hábitos anárquicos de una democracia de la opinión de carácter plebiscitario. El desmoronamiento de los partidos tradicionales casi en todas partes es a la vez causa y síntoma. Ha implicado una crisis de la mediación política que tiende a desvincular la opinión de sus antiguos temperamentos naturales, empezando por las formas ordinarias de civismo que gobernaban la vida pública. Antes, los partidos tenían por vocación elaborar un corpus ideológico, promover intereses, canalizando y enmarcando las pasiones partidistas. Actualmente se han convertido en máquinas de movilización de los sufragios, regidas por profesionales formados en técnicas de marketing, que tienden a adaptar sus campañas al humor o a la disposición de los electores. Pero lo que esperan ganar en eficacia electoral lo pierden en general en ascendencia política: su descrédito amenaza hoy incluso su existencia.
32La hostilidad hacia los expertos, que ya evoqué anteriormente, representa otro aspecto destacado de esta crisis de confianza entre el poder y la opinión. Remite a razones objetivas: los expertos a veces se confunden —sobre la presencia de armas de destrucción masiva en Irak o sobre la resiliencia del sistema financiero, por no citar más que dos ejemplos—, pero también se contradicen sobre cuestiones esenciales, como los beneficios del euro o el cambio climático. Ahora bien, esta erosión de la autoridad del saber ha tomado una dimensión alarmante en concreto en Estados Unidos, debido a la polarización política que afecta actualmente hasta las relaciones sociales: ahora existe, en los temas más diversos, una verdad «demócrata» y una verdad «republicana». Y los presentadores de los talks-shows tienen su propia lista de los establecimientos científicos «fiables» o «sospechosos», según ratifiquen o desmientan cierta verdad partidista. [21] Ha quedado atrás, al menos por el momento, el tiempo en el que una investigación elaborada con todas las garantías de competencia y probidad disponía naturalmente de autoridad.
33A esta desconfianza contra los expertos se añade, por una parte, el recelo generalizado que golpea los medios de comunicación tradicionales, tanto la prensa escrita como los telediarios y, por otra, el recurso masivo a los «medios de comunicación partidistas» principalmente radiofónicos, a las cadenas de información continua y a las fuentes de información «alternativas», que inundan las redes digitales; actualmente se cuentan por millones. A día de hoy, cerca de dos tercios de los adultos estadounidenses se informan principalmente en las redes sociales (de los cuales el 44 por ciento a través de Facebook), y las cifras no dejan de aumentar. Estos soportes forman un vasto espacio en el que las noticias se suceden a toda velocidad durante las veinticuatro horas del día; donde los contenidos no son enmarcados por ninguna regla, ninguna jerarquía, ninguna instancia de control; donde la búsqueda desenfrenada de la audiencia lleva a favorecer las exclusivas y a darles una expresión espectacular, y por lo tanto desmesurada; y donde las «verdades subjetivas», las mentiras deliberadas, las falsas noticias (fake news), los rumores, las calumnias se propagan con liberalidad, sin filtro, dirigidas a un público que está apenas capacitado o dispuesto para seleccionar o incluso verificar las noticias que recibe a manos llenas. Algunos estudios recientes revelan que, en Facebook, las noticias falsas más difundidas se han compartido más que ningún otro tipo de información; que una mayoría de personas que las leen creen que son ciertas; finalmente —y no sorprende—, que la mayor parte de las noticias falsas discutidas en las redes favorecían a Donald Trump frente a Hillary Clinton. Durante la campaña presidencial, un grupo de adolescentes, interesados no tanto por la política como por el dinero fácil, lanzaron un centenar de páginas web pro-Trump, generadoras de informaciones falsas.
34En el mundo de los rumores y de las fake news, la autoridad de tal o tal afirmación se mide menos por su veracidad que por la cantidad de aprobaciones que logra cosechar. La tarea colosal del fact-checking no logra gran cosa. Y además, decir una mentira es más fácil que restablecer la verdad; más complicado, más trabajoso, se escucha con más dificultad… La cadencia torrencial de las informaciones, verdaderas o falsas, volcadas a las redes digitales conduce en efecto, por una especie de efecto mecánico, a paralizar las formas de argumentación racional, a debilitar la capacidad de arbitrar entre verdades en competencia y, en consecuencia, a relativizar el estatus de la verdad, hasta socavar la propia noción de verdad pública. [22] Otro elemento que contribuye también a este trabajo de disolución son los algoritmos de Facebook y de Twitter y los motores de búsqueda de Google, que permiten ajustarse no sólo a los gustos y los hábitos de los internautas, sino también a su sensibilidad y sus preferencias políticas, exponiéndolos a contenidos supuestamente adaptados a su «perfil». Así, durante la campaña del referéndum en Gran Bretaña, los partidarios del Brexit recibían contenidos conformes a sus inclinaciones, y sus adversarios, a su vez, eran gratificados con materiales partidarios de Europa. Esta orientación política no favorece en absoluto un debate de fondo, el cual, en efecto, no tuvo lugar.
35Pero el poder de las redes sociales va aún más allá de estos filtros selectivos con fines comerciales o políticos. Buscando la «receptividad» de sus destinatarios, sus emociones, sus prejuicios, sus pasiones partidistas, ha contribuido a fabricar comunidades virtuales, encerradas en sí mismas, aisladas unas de otras y atrincheradas en sus afinidades políticas y sus certezas ideológicas. Cada una se reconoce en torno a «verdades» que les sirven como argamasa. Cada una tiene sus páginas webs, sus blogs, sus predicadores, sus proveedores de noticias bien orientadas, que validan para sus miembros también virtuales lo que ellos ya creen; que garantizan, además, que estos últimos no se vean contrariados por noticias desagradables o críticos inoportunos. Este confort moral les permite así huir de la complejidad: les dispensa de la reflexión crítica, de los intercambios de argumentos, de la voluntad de convencer o de dejarse persuadir; alimenta la tendencia natural a mantenerse a distancia de los hechos, que le piden a nuestro cerebro sobreesfuerzos añadidos. Y al mismo tiempo les hace peligrosamente accesibles a las noticias falsas, los rumores, las calumnias, que damos por verídicas porque encajan con lo que sentimos. En los Estados Unidos, estas «comunidades en línea» formadas en internet ofrecen un terreno social inagotable para la polarización política que ya he evocado anteriormente, exacerbándola, como nunca se había visto.
36Es ahí precisamente donde el régimen de la posverdad se encuentra por así decir con su supuesto contrario, su gemelo desconocido, al que no se le asocia nunca, este otro movimiento de fondo que modela concertadamente, y desde hace mucho tiempo, la sociedad estadounidense: el igualitarismo multicultural y su brazo armado, que son las concepciones posmodernas de la verdad.
Los manes posmodernos de la verdad
37Fue Nietzsche, como sabemos, quien trazó el marco lógico de la idea postmoderna de la verdad. Lo que llamamos verdad, nos explica, no son más que palabras acopladas a cosas cuyo sentido original no logran extraer; dicho de otro modo, son convenciones del lenguaje, «representaciones sonoras», conceptos convertidos en obligatorios que han terminado pasando por verídicos. La «verdad», escribe en un pasaje célebre, es
una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado[…]. [23]
39No es este el lugar de analizar el destino que depararon los teóricos posmodernos a la noción de verdad, y al pensamiento de Nietzsche. Basta con señalar que en estas diversas adaptaciones, y a diferencia de Nietzsche, la verdad simplemente desaparece, no existe; pierde incluso su carácter de «metáfora» ilusoria para convertirse en un instrumento hegemónico de dominación al servicio del poder imperante. Tal es la piedra angular que funda la retórica multicultural: lo universal es tan solo una ilusión; el individuo recibe su identidad en el seno de comunidades «originales» —étnicas, raciales, de clase, de sexo…— que lo definen y le revelan su verdad. Estas diferentes culturas, como por otra parte las culturas nacionales, son a la vez diferentes y estrictamente iguales unas a las otras, del mismo modo que los seres humanos. Ninguna está capacitada para juzgar el sistema de valores de las demás; sería someterlas a un saber, a verdades, justamente, que dan testimonio, aunque solo sea involuntariamente, de una superioridad ilegítima; sería reproducir los pecados originales de las democracias occidentales: racismo, sexismo, imperialismo, arrogancia patriarcal…
40Para esta religión de la diferencia, de la separación en la igualdad, el saber del otro, forzosamente subjetivo, es en efecto un instrumento de opresión que hay que abandonar. En el fondo, la experiencia de una comunidad no es accesible a aquellos que no forman parte de ella: la mirada exterior es una forma de agresión, una injerencia invasiva. Y puesto que cada comunidad —mujeres, negros, homosexuales, etc. (como si estas categorías fueran estancas…)— posee supuestamente verdades propias, debe rodearlas con un muro protector. Hay que evitar decir la verdad no solo porque toda verdad es relativa, sino porque corre el riesgo de dañar a aquellos a los que se refiere. Hay una inversión radical de la misión elemental de todo saber: en lugar de descubrir la verdad, la lógica políticamente correcta exige por el contrario callarla o, dicho de otro modo, negar por omisión lo que vemos y lo que sabemos. Porque si describimos lo que creemos que es la realidad, elaboramos los rasgos de esta realidad en perjuicio de aquellos que se sienten ofendidos por ella. Hablar de las cosas que hieren es, en cierto modo, reproducirlas.
41Ahora bien, prohibir la verdad es prohibirse el actuar y dejar que cada grupo se encierre en sus propias verdades, ocultándolas de toda mirada externa; lo contrario incluso de la idea de conocimiento, fundada sobre el postulado de que la inteligencia de la realidad trasciende las diferencias y las fronteras. De ahí la multiplicación de los estudios «identitarios» en las facultades estadounidenses y en otros lugares, una forma del «entre-sí» académico, que termina por instaurar una especie de segregación voluntaria en el seno del cuerpo estudiantil.
42Y no son solo las enseñanzas las que dictan ahora la relación con la verdad sino los propios estudiantes. Desde hace algunos años, vemos cómo se prohíben —o se revocan— en los campus universitarios las invitaciones a oradores cuyas ideas son juzgadas por determinados grupos como inoportunas, ofensivas, por ser estos conservadores, o porque critican el islam y sus abusos contra las mujeres, o porque cuestionan la inmigración, o ensalzan el éxito personal… (para evitar todo sentimiento de discriminación, las autoridades de la University of California (UC) (Universidad de California) declararon como «microagresión» racista la afirmación de que «América es una tierra de oportunidades», porque parece sugerir que los que fracasan son responsables de su fracaso). En resumen, que dicen verdades que no conviene decir. Estamos aquí muy lejos de Nietzsche. Para él, exponerse a la verdad es un temible desafío que requiere una grandeza de alma y el coraje de no refugiarse detrás de lo reconfortante de las propias certezas: «el servicio a la verdad es el más duro de todos los servicios». [24]
43Para poner a los estudiantes a resguardo de los peligros de la verdad, en algunos campus se ha instalado, en Estados Unidos, en Gran Bretaña, en Canadá, en Australia…, un dispositivo de protección apropiado a este imperativo moral. Es el trigger warning, un «mecanismo de advertencia» que alerta sobre ciertos pasajes de algunas novelas o de textos que podrían herir las sensibilidades; como si la identificación con el sufrimiento por medio de las obras de la imaginación no fuera la esencia misma de la creación artística. O sobre todo la institución de safe spaces («espacios seguros»), lugares protegidos que impiden la intromisión de las ideas y de las palabras displicentes. Al principio estaban destinados a servir de refugio a estudiantes que se sentían agredidos por declaraciones malintencionadas o de odio: un lugar de relajación y de quietud. Luego se convirtieron en santuarios donde uno se retira para estar seguro de evitar el exponerse a cualquier especie de opinión disonante, molesta, «hostil».
44Durante la campaña presidencial, el 68 por ciento de los estadounidenses —entre ellos el 62 por ciento de los electores demócratas— consideraba que el país tenía un «gran problema» con lo «políticamente correcto». [25] El candidato Trump debe una parte de su fortuna electoral a la rotunda denuncia de esta dictadura moral y de su poder de intimidación. El campeón de la política de la posverdad se ha convertido así en el fiscal jefe de los excesos de la «rectitud política». Y sin embargo, sobre la cuestión esencial de la verdad, justamente, los dos sistemas tienen el mismo objetivo, por encima de todo lo que los opone: son dos modos opuestos, pero convergentes, de proscribir la verdad del espacio público.
45◇
46La segregación de la verdad en los campus prefigura en efecto las comunidades en línea del régimen de la posverdad. En los dos casos se trata, al menos en parte, de constituir comunidades virtuales, fundadas sobre un principio de exclusión de lo que no se quiere ver y no se puede escuchar. Tanto en un caso como en el otro, las pasiones partidistas, las emociones, la subjetividad tienden a suplantar la consideración de los hechos. En los dos tipos de comunidad, la verdad se encuentra rebajada: para unos, porque no tiene importancia ni interés, o porque «los hechos no funcionan»; para los otros, porque no es más que una metáfora, una ilusión, un instrumento de poder, una afrenta a las verdades «subjetivas» tan reconfortantes del «entre sí». En fin, tanto en uno como en otro, prevalece la polarización entre «ellos» y «nosotros»; con la diferencia destacable, sin embargo, de que en el mundo de la posverdad no hay lugar para la culpabilidad y la autoflagelación, que constituyen justamente el fondo de la retórica multicultural contra los «dominantes».
47El régimen de la posverdad y la «rectitud política» son dos patologías diferentes de las democracias contemporáneas, a la vez beligerantes y cómplices. Tanto uno como otro ofrecen a los caprichos de la ignorancia voluntaria un espacio vital, anteojeras reconfortantes y toda una panoplia de medios para escapar a esta evidencia banal pero capital: no puede haber libertad sin verdad.
Notes
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[1]
Jean-Jacques Rousseau, Las confesiones (Madrid: Alianza, 2008), 29. En adelante, salvo que se indique lo contrario, las traducciones de las citas son nuestras, y se incluye la publicación en español, si existe, de la obra citada o mencionada.
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[2]
Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos ed. por Antonio Pintor Ramos (Madrid: Tecnos, 1989), passim.
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[3]
Philip Kurland y Ralph Lerner, dirs., The Founders’ Constitution, (Chicago: The University of Chicago Press, 1987), vol. 1, 424.
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[4]
Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, ed. por Enrique Serrano Gómez, 1ª ed. electrónica, (México: Fondo de Cultura Económica, 2012), libro 3, cap.3.
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[5]
George Orwell, 1984, trad. por Rafael Vázquez Zamora (Barcelona: Salvat, 1980 [ed. electrónica Utopía 2001]), 18, passim.
-
[6]
Véase Raymond Aron, Democracia y totalitarismo, trad. Por A. Viñas (Barcelona: Seix Barral, 1968), pp.237-238. Véase también caps. 14 y 15.
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[7]
Raymond Aron, El observador comprometido: Conversaciones con Jean-Louis Missika y Dominique Wolton (Barcelona: Página indómita, 2019).
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[8]
Steve Tesich, «The Watergate Syndrome», The Nation 6-13 (enero 1992): 12-13; Ralph Keyes, The Post-Truth Era: Dishonesty and Deception in Contemporary Life (Nueva York: Saint Martin’s Press, 2004); Eric Alterman, When Presidents Lie. A History of Official Deception and its Consequences (Nueva York: Viking, 2004); Colin Crouch, Post-democracy (Cambridge: Polity Press, 2004).
-
[9]
David Roberts, «Post-truth Politics», Grist, 1 de abril de 2010. https://grist.org/article/2010-03-30-post-truth-politics/.
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[10]
Programa de televisión The Colbert Report, 17 de octubre de 2005, http://www.cc.com/shows/the-colbert-report. Véase al respecto el análisis esclarecedor de Lynn Vavreck, «A Superhero Power for Our Time: How to Handle the Truth», The New York Times, 20 de junio de 2017, https://nyti.ms/2sKCcGw.
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[11]
Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente, trad. por Catalina Martínez (Titivillus, 2020), 202.
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[12]
Michael Deacon, «The Day MPs Marched for Andrea Leadsom... The Woman who Really Could Be Our Next Prime Minister», The Daily Telegraph, 8 de julio de 2016, https://www.telegraph.co.uk/news/2016/07/07/the-day-mps-marched-for-andrea-leadsom-the-woman-who-really-coul/; y «In a World of Post-Truth Politics, Andrea Leadsom Will Make the Perfect PM», The Daily Telegraph, 9 de julio de 2016, https://www.telegraph.co.uk/news/2016/07/09/in-a-world-of-post-truth-politics-andrea-leadsom-will-make-the-p/.
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[13]
Si creemos al «negro» que le redactó la obra, fue él quien imaginó estas expresiones que a Trump «le encantaron». Véase Jane Mayer, «Donald Trump’s Ghostwriter Tells All», The New Yorker, 18-25 de julio de 2016, https://www.newyorker.com/magazine/2016/07/25/donald-trumps-ghostwriter-tells-all.
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[14]
Véase la interesante diferencia, entre 1998 y 2015, entre el descenso continuo de la tasa de criminalidad y la progresión de la idea de que no deja de aumentar, elaborado en el dossier especial «The post-truth world; Yes, I’d lie to you», The Economist, 10 de septiembre de 2016.
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[15]
Entrevista con David Muir en la cadena ABC News, citado por Vavreck, «A Superhero Power…».
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[16]
Kimberley A. Strassel, «The GOP’s “Whatever” Moment», The Wall Street Journal, 10 de septiembre de 2015, https://www.wsj.com/articles/the-gops-whatever-moment-1441928540.
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[17]
Intercambio entre Kellyanne Conway y Chuck Todd en la emisión Meet the Press de NBC News, del 22 de enero de 2017.
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[18]
Véase al respecto Harry G. Frankfurt, On Bullshit: Sobre la manipulación de la verdad, trad. por Miguel Candel Sanmartín (Barcelona: Paidós, 2006).
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[19]
Citados por Ruth Marcus, «Welcome to the Post-Truth Presidency», The Washington Post, 2 de febrero de 2017, https://www.washingtonpost.com/opinions/welcome-to-the-post-truth-presidency/2016/12/02/baaf630a-b8cd-11e6-b994-f45a208f7a73_story.html.
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[20]
Citado en un reportaje en Kentucky de Roger Cohen, «We Need Somebody Spectacular: Views From Trump Country», The New York Times, 9 de septiembre de 2016, https://www.nytimes.com/2016/09/11/opinion/sunday/we-need-somebody-spectacular-views-from-trump-country.html.
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[21]
The Economist, «The post-truth world».
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[22]
Véase al respecto la entrevista esclarecedora de Jayson Harsin, «La post-vérité a radicalement transformé les campagnes électorales», Le Monde, 2 de marzo de 2017, https://www.lemonde.fr/politique/article/2017/03/02/la-post-verite-a-une-histoire_5088375_823448.html.
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[23]
Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (Madrid: Tecnos, 1990), 25.
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[24]
Friedrich Nietzsche, El Anticristo (Proyecto Espartaco, 2001), §50.
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[25]
Sondeo de New York Times/ABC News, realizado entre el 28 de octubre y el 1 de noviembre de 2016, publicado el 3 de noviembre de 2016 en el New York Times.