Puesto que no es posible hablar de un sexo sin hacer referencia al otro, es importante centrarse en el entremedio.
Introducción
1 Reconocer a su madre, reconocer a su padre, distinguir uno del otro es, sin duda, uno de los procesos importantes del desarrollo infantil. Esto plantea evidentemente la cuestión de lo masculino y lo femenino, cuestión que el niño debe elaborar conjuntamente, como sujeto que pertenece a su vez a uno u otro sexo, pero también en relación con sus objetos relacionales, que son hombre o mujer. No puede haber, por lo tanto, padre ni madre sin que se detecte previamente la diferencia de los sexos, algo que tiene lugar de manera dialéctica en el sujeto y sus objetos, puesto que el descubrimiento de sí y el descubrimiento del otro están inextricablemente vinculados. Pero esto no basta.
2 Al niño todavía le queda por asimilar la dosificación de lo masculino y de lo femenino propia de cada sexo y, más aún, la cuestión de saber si lo masculino del hombre y lo masculino de la mujer son idénticos o no, cuestión que se plantea igualmente en relación con lo femenino de la mujer y lo femenino del hombre. Como podemos imaginar fácilmente, esto no es sencillo.
3 Tras recordar las grandes etapas de esta problemática del desarrollo y algunas observaciones relativas a la bisexualidad psíquica y sus precursores, plantearé la hipótesis de que el bebé o el niño realizaría este proceso, sobre todo, a través del establecimiento de una oposición dinámica entre ambos géneros y no tanto por la definición estática de cada uno de los dos sexos de la especie humana. Lo que sostengo —y que estaría aún por verificarse— es que, en efecto, el niño profundizará primero en la cuestión de la brecha y del entre, antes incluso de poder definir de manera precisa cada uno de los dos sexos. Dicho de otro modo, nos enfrentamos en este registro a una estructura de los procesos más que a una estructura de los estados, algo que, en la actualidad, en el ámbito del desarrollo temprano, no debería sorprendernos.
4 A pesar de ser psiquiatra infanto-juvenil y psicoanalista, en el marco de este trabajo formularé mis aseveraciones desde un punto de vista tal vez más de la psicología del desarrollo que desde un punto de vista estrictamente psicoanalítico o, más bien, desde una mirada psicoanalítica sobre el desarrollo.
La diferencia de los sexos en sí mismo y en el otro
5 Es importante que el niño identifique en sí (a través del despertar de sus órganos genitales), pero también alrededor de él, indicios de la existencia de la diferencia de los sexos. Esto remite de hecho a la dialéctica clásica que existe —repito— entre el descubrimiento del Yo y del no-Yo, porque el sujeto se descubre a sí mismo a través del descubrimiento de sus objetos y porque, al mismo tiempo, puede identificar e investir sus objetos gracias al descubrimiento de sí mismo como sujeto.
Todo empieza con la identificación de lo sexual
6 Antes de descubrir la diferencia de los sexos propiamente dicha, el bebé tiene que identificar primero el registro de lo sexual como mostró claramente un autor como Guy Rosolato (1969), con el concepto de «brecha diferenciadora de las satisfacciones». No profundizaré en ello, pero se trata a todas luces de un importante precedente, puesto que al descubrir que hay satisfacciones para cuya obtención solo puede contar consigo mismo (los autoerotismos) y otras para cuya obtención necesita remitirse al otro por su neotenia fundamental (las necesidades de autoconservación), el bebé descubre al mismo tiempo que el registro de lo sexual queda inmediatamente impregnado de una dimensión íntima, secreta y privada.
El descubrimiento de la diferencia de los sexos propiamente dicha
7 Sea como fuere, una vez deslindado este registro de lo sexual, el niño tendrá que descubrir poco a poco la diferencia de los sexos y este descubrimiento será el fruto de un proceso que tiene lugar simultáneamente en diferentes planos en el niño: el del yo, el de los objetos materiales de su entorno y, finalmente, el de sus imagos parentales.
8 En el plano del yo, en términos de experiencia subjetiva, el niño siente excitaciones en su cuerpo, diferentes según sea niño o niña —las manifestaciones masturbatorias son testimonio de ello—, pero las vive como un absoluto, sin saber que otros aparte de él tienen otras experiencias y, obviamente por tanto, sin comparación posible con el otro (adultos, otros niños, etc.). Mientras que, en términos de marcas objetivas, en cambio, el niño podrá elaborar el acceso al reconocimiento de la diferencia de los sexos.
9 Es este un capítulo clásico de la metapsicología freudiana y las diferentes etapas de esta dinámica son ya ampliamente conocidas. Digamos aquí únicamente que, por una parte, esta dinámica es extremadamente progresiva y conflictiva en la medida en que se dedicará una gran energía a la lucha contra esta percepción de la diferencia que se impone al niño de manera más o menos angustiante. Se trata de una dinámica progresiva en el sentido de que el acceso al reconocimiento de la diferencia de los sexos no se plantea solo en el momento de la fase fálica-edípica.
10 El «tener o no tener» propio de este período centrado sobre la cuestión del pene está en efecto precedido de toda una serie de cuestionamientos dialécticos que se inscriben en el campo de las problemáticas orales y anales anteriores a la fase fálica: la de «tragar o escupir» como precursor de la oposición entre la receptividad femenina y la expulsión o la penetración masculina, la de «retener o evacuar» que subyace en realidad a las demás oposiciones parciales (mostrar/esconder, activo/pasivo, grande/pequeño y fuerte/débil) que anuncian y prefiguran algunos de nuestros estereotipos diferenciales entre lo masculino y lo femenino.
11 Es también una dinámica conflictiva porque el niño luchará durante mucho tiempo contra la percepción y la integración de estas diferencias entre los dos sexos que implican la aceptación de la castración.
12 Las ambiciones fálicas de las niñas que se comportan como chicos a los que solo les falta el pene, las diversas teorías sexuales infantiles que hacen pensar al niño que a las niñas se les ha cortado el pene, pero que les volverá a crecer, el fantasma de la madre con pene que podemos encontrar en los dibujos de niños de ambos sexos como último acto de resistencia antes de admitir que todas las mujeres carecen efectivamente de pene, e incluso el deseo de la niña de tener un hijo del padre como un pene interno que subsanaría su falta de pene externo: todas estas formaciones y configuraciones psíquicas tienen en realidad valor de negación activa de la percepción de la diferencia de los sexos. Esta percepción la integrará el niño solo tardíamente —a los dos o tres años según el esquema freudiano— y como con pesar, en cierto modo resignado, resistiéndose.
13 Probablemente, los frecuentes elementos depresivos del período edípico muestran en parte esta renuncia a una visión unisexuada del mundo, y ya sabemos todos los mecanismos de negación de la castración femenina que encontraremos, más tarde, en la elaboración de las posiciones fetichistas que representan el último intento de resistencia posible —si podemos llamarlo así— ante la percepción y la aceptación de la diferencia de los sexos.
14 Me remito en este punto a la obra de Herman Roiphe y Eleanor Galenson (1987), quienes también mostraron con claridad la existencia de «angustias genitales tempranas» que el niño vivirá, mucho antes de la fase edípica, en su encuentro con las diferencias percibidas por él relativas a los órganos genitales externos (los suyos y los de los adultos que lo rodean).
15 Sobre este telón de fondo, el niño trabajará estas diferentes cuestiones, proyectándolas en su entorno material. Geneviève Haag (1983) ha descrito, de manera elocuente, el verdadero trabajo de categorización al que se entregan los bebés muy tempranamente, diferenciando lo que ella llama «objetos-madre» (redondos, suaves, blandos, huecos o cóncavos, etc.) y «objetos-padre» (puntiagudos, rugosos, duros, llenos o convexos, etc.).
16 Finalmente, ya no en el ámbito de los objetos concretos, sino en el de los objetos parentales propiamente dichos, los niños distinguirán progresivamente entre lo que Didier Houzel (2002) llama las «saliencias paternas» y las «pregnancias maternas», diferencias interactivas que participarán en su elaboración de la diferencia de los sexos y en su integración gradual. El niño parece así capaz de reconocer y diferenciar muy pronto algunas características parentales, como la voz, el olor, la textura de la piel, la manera en la que es llevado, etc. (Mehler y Dupoux 2006) y, de este modo, parece ser capaz de posicionarse mucho más tempranamente de lo que podríamos pensar en relación con la tríada y no solamente en relación con la díada que él constituye con su madre (Fivaz-Depeursinge 2000).
17 Muchas investigaciones han mostrado asimismo que los padres y las madres no interactúan de igual manera con su hijo, en lo relativo al apego, en el uso de los objetos o incluso en las interacciones conductuales.
18 • Los esquemas de apego infantil pueden diferir en la relación que establecen con la figura de apego primaria (generalmente la madre) y con las figuras de apego secundarias (entre ellas, el padre); y sabemos que estos esquemas de apego se activan a partir del primer año de vida.
19 • Las madres, al jugar con su bebé, emplearían los objetos, por lo general, en su función habitual, a diferencia de los padres, que dan muestras de mayor inventiva simbólica o semisimbólica, como si estos quisieran captar activamente la atención de su hijo, ante quien pueden sentirse culpables de estar en general menos presentes que las madres, con una eventual envidia respecto a estas.
20 • También se ha descrito un juego de lanzar al bebé al aire, que sería más característico de los padres que de las madres.
21 Finalmente, aunque desde un punto de vista experimental, nos faltan aún muchos elementos para poder explicar con precisión cómo logra el bebé, antes de los dieciocho meses, categorizar el registro materno y el registro paterno; entendemos, sin embargo, que todo esto contribuye, progresivamente, a la identificación que hace el niño de objetos relacionales diferentes y en su acceso a la cuestión de la diferencia de los sexos. Pero todo esto no es categórico; cada padre y cada madre aportan probablemente al hijo un «repertorio» de señales diferenciales —que no son generales, sino por el contrario específicas de cada díada o de cada tríada— que podrá explorar el niño poniéndolas en perspectiva.
22 Queda por saber, no obstante, si esta distinción de los dos sexos tiene que ver únicamente con las funciones parentales o, más profundamente, con las imagos parentales. Es esta una cuestión difícil, porque las funciones parentales pueden ser asumidas por adultos muy diversos. Pasar de las funciones parentales a las imagos parentales es algo que resulta probablemente de la inserción, en el sistema interactivo temprano, de la historia parental (por medio de las inevitables proyecciones parentales), de la neurosis infantil de los padres y de sus problemáticas trans/intergeneracionales específicas, algo que sigue siendo una problemática compleja puesto que, si bien la instauración de las funciones parentales y la delimitación del lugar del tercero ya es algo bien estudiado, comprender con precisión cómo los diferentes adultos se especificarán como tales en relación con el niño sigue siendo todavía extremadamente delicado.
23 Las investigaciones del Instituto Pikler-Lóczy de Budapest nos ofrecen sobre esta cuestión una pista de reflexión muy fecunda, pero en este ámbito no todo es observable, por supuesto; es el análisis, desde luego, lo que puede ofrecer grandes aportes acerca de la comprensión retrospectiva de estas dinámicas tempranas.
La bisexualidad psíquica a la luz de los precursores de la diferencia de los sexos
24 Houzel insiste a menudo en que la bisexualidad psíquica no se desarrolla únicamente en términos de objetos totales, sino que tiene también precursores en las envolturas psíquicas y los objetos parciales.
25 En el ámbito de las envolturas, que son en primer lugar cutáneas y corporales antes de ser diádicas, triádicas, grupales y psíquicas, las investigaciones de Esther Bick mostraron claramente la necesidad de un equilibrio satisfactorio entre los elementos femeninos de contención y los elementos masculinos de límite, en referencia a nuestros estereotipos simbólicos habituales. Este equilibrio lo encontraremos también, mutatis mutandis, en el ámbito del marco psicoterapéutico, independientemente de la modalidad técnica de las psicoterapias implementadas.
26 Houzel precisó que, cada vez que un niño encuentra un equilibrio insatisfactorio de estos elementos masculinos y femeninos en los adultos (padres o profesionales) que se ocupan de él o en los funcionamientos institucionales en los que se inserta, indefectiblemente apostará por la escisión, mientras que, si encuentra un buen equilibrio de estos dos tipos de elementos, podrá recurrir a ellos para su crecimiento y su maduración psíquica.
27 En el ámbito de los objetos parciales, los precursores de la bisexualidad psíquica pueden ser pensados en relación con lo que ya evoqué anteriormente sobre los «objetos-madre» y «objetos-padre» descritos por Haag, distinción que puede afectar no solo a algunas características de los objetos materiales, sino también a algunas especificidades parciales de los personajes adultos del entorno del niño.
28 La bisexualidad psíquica, en términos de objetos totales, emerge entonces como el fruto o la resultante de los precursores así descritos en el nivel de las envolturas y de los objetos parciales y puede ser entendida como el clásico equilibrio «animus/anima» característico de todo sujeto humano, incluyendo aquí al neurótico-normal. Es innecesario señalar que todo sujeto trae consigo una dimensión femenina y una dimensión masculina, y la referencia a este equilibrio interno clarificaría probablemente debates como los que tienen que ver con la residencia alterna después de un divorcio, debates que necesariamente se hacen conflictivos si se razona únicamente en términos de hombre o de mujer, de padre o de madre.
29 En cualquier caso, aún nos queda un enorme trabajo por hacer para especificar cualitativamente lo femenino y lo masculino de ambos sexos. ¿Son comparables y solo el equilibrio cuantitativo entre estos dos elementos diferiría entre hombres y mujeres? ¿O por el contrario son intrínseca y cualitativamente diferentes, con independencia de su equilibrio cuantitativo?
El concepto de brecha o de entre
30 Recordemos ahora, y con ello concluyo, la hipótesis que consiste en remitir el trabajo de identificación de la diferencia de los sexos por parte del bebé a una estructura de los procesos más que a una estructura de los estados.
31 El concepto de oposición dialéctica viene, de hecho, de la biología. Es por ello que Jean-Didier Vincent (2015) pudo afirmar que:
Al principio, algunas moléculas se reconocen y se unen, oponiéndose entre ellas.
Una sola no puede pretender estar viva, la presencia contradictoria de la otra es necesaria.
La vida nace de este encuentro y de este enfrentamiento.
Esta establece un vínculo fundado sobre la confrontación entre entidades singulares.
Podríamos afirmar casi que se trata de un fenómeno religioso, si otorgamos al término su etimología latina (re-ligare).
33 Dicho de otro modo, lo que más importa es el vínculo, ya sea de convergencia o de divergencia, y esto en el nivel más elemental, es decir, en el nivel molecular. ¿Podríamos pensar, del mismo modo, que ocurre lo mismo en la cuestión de los dos sexos de nuestra especie, en donde la dinámica del vínculo entre lo femenino y lo masculino podría también primar sobre las especificidades características de cada uno de ellos?
Esto nos devuelve una vez más a la negación freudiana
34 Llegados a este punto, me parece importante, en efecto, evocar el célebre texto de Sigmund Freud de 1925 sobre «La negación» (Freud 1925), un texto que, como sabemos, nos ayuda a entender cómo se establece en el bebé la frontera entre lo interno y lo externo, instauración que se hace necesaria por una amenaza interna. En efecto, si bien la primera parte del artículo está consagrada a la negación como mecanismo de defensa en sujetos neuróticos adultos que estaban en análisis en ese momento con Freud, la segunda parte se centra en el mecanismo de la negación en el albor de la vida, en edad muy temprana, como medio para separar la realidad interna de la realidad externa, división que participa probablemente en la constitución del inconsciente llamado primordial. [1] Lo que me gustaría subrayar aquí es que el mecanismo de la negación es realmente el fundamento de cierto número de relaciones de oposición: entre lo interno y lo externo, entre el sujeto y el otro y, tal vez también, en cierta manera, entre lo masculino y lo femenino y, por tanto, entre el padre y la madre. Por supuesto, no estamos afirmando en absoluto que la distinción entre el padre y la madre se operaría teniendo como referencia la oposición placer/displacer; estamos suponiendo únicamente que el establecimiento de una relación de oposición entre ambos se realizaría según un proceso dinámico de dialectización, por ambas partes, de un límite en sí mismo significativo. El artículo comienza además con una proyección y una negación que se han hecho célebres: «Usted pregunta quién puede ser la persona del sueño. Mi madre no es» (Freud 1992, 253). La idea de que pueda ser mi madre es insoportable y aunque se abra camino hacia la consciencia cognitiva es para verse inmediatamente rechazada desde un punto de vista emocional. ¿No encontramos aquí un modelo estructural del acceso a la diferencia de los sexos? Usted pensará que es mi madre o pensará que se trata de mi padre; pues no, no son ellos, y considerar sus diferencias sería tan peligroso que es preciso un doble mecanismo de defensa contra esta percepción inquietante —una proyección y una negación—, porque las defensas, como sabemos, siempre están a la altura de las amenazas. Es entonces probablemente menos peligroso para el bebé y para el niño pensar conjuntamente los dos —el padre y la madre— y rechazar sus diferencias, al menos en un primer momento, para no tener que inscribir en su psique emergente ni lo uno ni lo otro, sino lo uno y lo otro en su encuentro, sobre una brecha o sobre un punto intermedio aceptable.
El concepto de brecha o de entre según François Jullien nos servirá aquí de conclusión
35 En 2012, François Jullien pronunció su lección inaugural de la cátedra sobre la alteridad sobre el tema de «la brecha y el entre», texto que fue luego publicado en la colección «Débats» de la editorial Galilée (Jullien 2012). Es un escrito realmente destacable y heurístico, probablemente vinculado al hecho de que Jullien, como él mismo afirma, es un filósofo especializado en filosofía oriental, aunque lo que le interesa no es ni la filosofía occidental propiamente dicha ni la filosofía oriental como tal, sino el trabajo de poner en perspectiva a ambas y reflexionar en la interfaz. Volvemos aquí, de otro modo, al concepto de transdiciplinariedad y de complementariedad, en el sentido que le da Georges Devereux (1967), pero poniendo el foco en el entremedio.
36 ¿Puede esto ayudarnos a pensar la cuestión de la diferencia de los sexos? Desde mi punto de vista, sí, puesto que, si no es posible hablar de un sexo sin hacer referencia al otro, es importante centrarse en el entremedio. El bebé no elaboraría tanto la representación mental del padre como padre o de la madre como madre directamente, sino sus diferencias, sus discrepancias y sus posibilidades de permutación, como hace en el ámbito lingüístico en relación con el descubrimiento de los diferentes fonemas pertinentes en su lengua. Del mismo modo que la identidad de género no procede de manera lineal de las especificidades propias de cada sexo, sino que depende fundamentalmente de la manera en la que una cultura determinada trata y elabora la sexuación biológica de la especie, confiriendo desde fuera roles específicos a cada sexo, el bebé tiene que identificar también la diferencia de los sexos biológicos para atribuirle a cada uno de los sexos índices de reconocimiento que dependerían más de su propia manera de articular las diferencias en la brecha y en el entremedio que de especificidades verdaderamente inherentes a cada uno de ambos sexos.
37 Dicho de otro modo, es el bebé quien atribuiría progresivamente a los adultos que cuidan de él una identidad de género local en cierto modo, intrafamiliar y personal, menos basada en características supuestamente inherentes al funcionamiento de los hombres y de las mujeres que en la puesta en perspectiva de sus diferencias interactivas, independientemente de lo que estas puedan ser en lo absoluto.
38 Así pues, ¿padre y madre o padre o madre?
39 ¿Inclusión o exclusión?
40 Dejaré la cuestión abierta, por supuesto. Abierta a todas las posibilidades y a todos los futuros de desarrollo posibles. Precisaré, sin embargo, que plantear la cuestión de esta manera, es decir, centrándose en la brecha y la diferencia y no en las identificaciones estáticas de cada sexo y teniendo en cuenta lo masculino y lo femenino, tanto de los hombres como de las mujeres, hace que sea posible reflexionar de una manera no necesariamente polémica las funciones maternas y paternas para los niños criados por parejas homoparentales. Lo importante para el niño es que se le introduzca a la diferencia. La diferencia de los sexos —en términos de hombre o mujer— no sería más que un paradigma posible de esta. El más visible, el más claro, pero tal vez no el único.
41 De ahí se desprenden dos interrogantes melancólicos de diferente modo:
42 • ¿Es la diferencia de los sexos estructural como tal o es la diferencia en general (y no solo sexual) la que sería fundamentalmente estructurante con L’amour de la différence [el amor de la diferencia] —como bien señala Catherine Chabert (2011)— como espacio de oscilación y dialectización?
43 • El ser humano, con independencia de que sea hombre o mujer, ¿no sería acaso el efecto de borde de un agujero físico y psíquico (siguiendo así las afirmaciones de Jacques André)? ¿Un borde cuya cualidad femenina o masculina no sería finalmente más que algo accesorio o un juego que funciona como soporte de un doble efecto de marca y de máscara?
Notes
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[1]
Sabemos también que, en este artículo cuya arquitectura sigue el movimiento regresivo de la cura, Freud efectúa una especie de golpe de fuerza epistemológico, al invertir el punto de vista académico según el cual cualquier nueva experiencia debería ser pensada primeramente como existente o no existente como realidad externa (juicio de realidad), antes de ser evaluada como buena o mala (juicio de atribución). Según Freud, el bebé empieza, por el contrario, con el juicio de atribución (¿es esta nueva experiencia placentera o displacentera?) antes de pasar al juicio de realidad (esta experiencia tiene realmente existencia en la realidad externa y es, por tanto, susceptible de volver a encontrarse). Sea como sea, recordemos que este texto fue escrito en 1925, es decir, unos años después de que Freud articulara la segunda teoría pulsional (1920) que oponía las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte y después de que descubriera su cáncer de mandíbula en 1923, cáncer que terminaría con él dieciséis años más tarde en 1939. Dicho de otro modo, este trabajo sobre la negación emerge con la cuestión de la muerte al acecho y por la de lo malo y lo peligroso que hay que extirpar de sí, con la solución regresiva que consiste a veces en pensar —¿o tal vez esperar?— que lo malo y lo peligroso solo existen, como tales, en la realidad externa. Finalmente, en este trabajo de 1925, entendemos que, en un primer momento, el bebé expulsará fuera de sí todo lo malo, y solo conserva en él lo bueno, de ahí la escisión inicial radical entre la realidad externa, enteramente mala, y la realidad interna, enteramente buena, escisión que solo podrá verse reducida por el acceso a la ambivalencia, este trabajo que anuncia y prepara, de alguna manera, los desarrollos kleinianos posteriores. En todo caso, este mecanismo fisiológico de la negación lleva en sí mismo, en cierto modo, las raíces de un funcionamiento de tipo paranoico, puesto que da lugar, aunque solo sea transitoriamente, a un exterior enteramente malo y un interior enteramente bueno. En 1925 el concepto kleiniano de ambivalencia aún no había visto la luz.