1La noción de populismo es cada vez más «popular», a pesar de plantear numerosos problemas. El primero tiene que ver con su historia. En francés, el término se registra en los diccionarios de forma bastante tardía, a partir de 1929, y meramente como referencia a una corriente literaria crítica con la psicología mundana de los novelistas de la época. Durante mucho tiempo, en Francia, tan solo se hablaba de bonapartismo o de boulangismo, a pesar de que el término populismo se había extendido ya en ruso (narodnitchestvo) o en el inglés americano (populism). Este retraso contribuye a explicar el carácter errático que reviste para quienes lo utilizan en francés. Su segunda debilidad se debe, además, a que nadie o casi nadie se reivindica como «populista». El populismo es «nauseabundo», hasta el punto de que Marine Le Pen se considera «republicana» y marcada por la figura del general de Gaulle. Tercera debilidad, finalmente: el populismo se ha disuelto en una mezcla heteróclita resultante de su uso asociado con otros términos, enredándose aún más la cuestión.Su parentesco con el vocablo populista agrava la confusión, porque los dos términos coinciden solo en parte. El populismo se entiende como una categoría genérica del registro político aplicable a un conjunto de corrientes, de actitudes o de regímenes de gobierno. En cambio, tanto el adjetivo como el sustantivo populista están desprovistos, en la lengua corriente, de este carácter clasificatorio. Ambos pueden designar fenómenos o personalidades que sin duda alguna tienen que ver con el populismo, entendido como tal, pero a veces también califican posturas o comportamientos sin relación directa con él. Hay que mostrarse un poco populista para salir electo…
2Los términos populista y popular tienen también parentesco. Se oponen como lo ilícito a lo lícito, lo condenable o lo «nauseabundo» a lo deseable y a lo justificado. Hay que admitir, no obstante, que el segundo término, considerado «lícito», y que es objeto de una gran adhesión, ha sido popularizado por todo un trabajo de persuasión efectuado por los medios de comunicación, los políticos, los intelectuales y el aparato educativo en el marco de una manipulación lingüística, ideológica y cognitiva de una amplitud totalmente diferente de la que se echa en cara a los populistas. La oposición es por lo tanto dudosa.
3Otro parentesco habitual: el del populismo y el de la extrema derecha. Sin embargo, el epíteto «extrema derecha», más que funcionar como una categoría de análisis, suele funcionar como un anatema lanzado contra los que no se adhieren a la fe democrática, a pesar de que el rechazo de la democracia, incluyendo aquí la representativa, se ha vuelto muy poco habitual entre los populistas. Además, la extrema derecha no puede ser de izquierda, a diferencia del populismo, que sí puede serlo: como Hugo Chávez en Venezuela o Evo Morales en Bolivia.
Los movimientos populistas iniciales
4¿Qué podemos decir, pues, no tanto del término, sino de la naturaleza de los fenómenos que fueron o que siguen siendo etiquetados como populistas? El populismo nace en una extrema izquierda revolucionaria y violenta, remontándose su primera manifestación bajo este término a los populistas rusos —los narodniki [1]— entre los años 1840 y 1880. De extracción social elevada o pequeñoburguesa, estos pioneros del primer nacional-populismo detestaban el proyecto modernizador del zarismo y exaltaban la visión étnica de una «Madre Rusia» conforme al modelo idealizado de sus comunidades campesinas. Carentes de ideología, estos populistas solo tenían una regla: la acción con y por el pueblo. No contaminado, a su parecer, por los falsos valores de Occidente, el campesinado podía, por sí mismo, contribuir a la redención del país. Llenos de abnegación, pero fanáticos, los narodniki estaban dispuestos a todo por la causa, llegando hasta el terrorismo y el asesinato, con una indiferencia absoluta por la vida humana.
5La segunda expresión del fenómeno, el boulangismo, desempeña en Francia un papel de carácter más fundacional a finales de los años 1880. El boulangismo se desarrolla en un país avanzado, provisto de una democracia parlamentaria recién entrada en la política electoral. Pero surge también en una sociedad traumatizada por la Comuna de París y afectada por la derrota de 1871 frente al Imperio alemán. Finalmente, Francia padecía desde 1885 una depresión económica prolongada. En resumen, por el terreno en el que se desarrolla, el boulangismo prefigura los empujes populistas, que serán a partir de entonces típicos de los países que accederán a la era industrial. Ilustra también una mutación del populismo que lo desplaza de la izquierda idealista a la derecha radical. De 1887 a 1889, el movimiento boulangista se define ya como un fenómeno de la modernidad, por su base urbana en todos los grupos sociales, bastante análoga a la del Front National («Frente Nacional») o a la de las formaciones populistas escandinavas o neerlandesas actuales. Su novedad se observa también por el momento en el que aparece, durante una de las convulsiones que afectarán a las sociedades industriales de manera crónica: tanto el boulangismo como sus herederos responden a estas crisis poniendo en la picota a la casta de los representantes oficiales del pueblo y generando una escalada de nacionalismo chovinista y xenófobo. Sin embargo, la salida a la que se apunta no es la dictadura, sino una democracia plebiscitaria de la que Gambetta se hizo ya el valedor después de la guerra de 1870-1871.
6Un año después del suicidio del general Boulanger, en 1891, surge un tercer movimiento: el de los pequeños granjeros del Oeste y del Medio Oeste estadounidenses y, más tarde, también de las praderas canadienses. Este populismo antiurbano, denunciador de la corrupción capitalista, innova al organizarse como un verdadero partido político —el People’s Party («Partido del Pueblo»)— y por su vocación electoralista. Se distingue por dos aspectos más. El People’s Party nace de una verdadera protesta popular, la de los pequeños productores agrícolas del Oeste —los grangers— y, en menor medida, de la de los mineros, los prohibicionistas, los socialistas cristianos, las mujeres de entornos modestos y algunos otros grupos. En segundo lugar, no cuestiona ni la democracia ni la constitución de Estados Unidos. De esta manera fijará el arquetipo del populismo en este país: por una parte reformista más que subversivo, por otra parte étnico, reflejo del temor a un declive social de la masa de clase media-baja blanca y protestante. El People’s Party no experimenta las dudas que presentaba el boulangismo entre la vía legal de la conquista del poder por las elecciones y el golpe de estado faccioso; pero, a pesar de optar por la respetabilidad electoral, será tan solo un fogonazo que prenderá con las presidenciales de 1892, quedando ya moribundo para las de 1896.
Los regímenes populistas
7Si Europa y América del Norte fueron la cuna del populismo naciente, América Latina fue su patria adoptiva. Porque, aunque el gobierno representativo apenas fue cuestionado en las viejas sociedades industriales, no ocurrió lo mismo en América Latina, donde los regímenes constitucionales, que viven siguiendo el ritmo de las elecciones e identificados con el gobierno de los partidos y de los profesionales de la política, siempre han tenido que hacer frente a un modelo rival de tipo populista. A partir de los años 1920, las masas latinoamericanas se hartaron de los subterfugios de dirigentes que tan solo respetaban las apariencias de la soberanía popular para anular mejor sus consecuencias. A partir de entonces se vincularon al modelo alternativo de una democracia plebiscitaria, que descansa no tanto en una delegación de poder en mandatarios elegidos sin convicción, sino en la encarnación de su voluntad en figuras providenciales. Esta receptividad al mensaje populista trajo consigo otra consecuencia. Es en América Latina donde emerge el «populismo consolidado», es decir, un populismo que alcanza su plenitud a través de regímenes de gobierno completos, con instituciones propias y, por lo tanto, perdiendo su carácter marginal y efímero.
8Los precursores del populismo latinoamericano fueron los caudillos del siglo XIX. El término de caudillo designaba, en la época medieval, a los jefes de las bandas cristianas que combatían a los musulmanes. En el siglo XIX, en América Latina, se aplicó a personajes que, provistos de una base de poder local, se hacían con la autoridad central antes de restablecer una apariencia de seguridad en países que habían caído en la anarquía. Con los funcionarios ibéricos eliminados por las independencias de los años veinte del siglo XIX, las oligarquías criollas practicaron el liberalismo en estado puro. Se privatizó el poder y se reservaron un derecho libre de toda traba a ejercer las funciones policiales en sus espacios respectivos, reduciendo la política latinoamericana a un «acuerdo entre caballeros» que excluía al pueblo.
9Los caudillos, los únicos dispuestos a romper con esta lógica, se convirtieron en los primeros populistas: héroes nacionales como Juan Manuel Rosas (1793-1877) o Diego Portales (1793-1837), creadores de los estados argentino y chileno, dictadores menos ilustres como el guatemalteco Justo Rufino Barrios, o inclusos bandoleros pretendidamente valedores de los pobres. Décadas más tarde surgirá el sargento mulato Fulgencio Batista (1901-1973) quien, desde 1933 a 1944 y de 1952 a 1959, dará a los cubanos la impresión de que el gobierno ininterrumpido de los blancos ha llegado a su fin; falsa impresión, puesto que el gobierno de los blancos se restablece con la llegada de Fidel Castro, en 1959. Esto sin olvidar a otros caudillos relativamente recientes como el doctor Duvalier (François Duvalier, 1907-1971) en Haití, el implacable dictador Trujillo (1891-1961) en República Dominicana o el jefe de la guardia nacional nicaragüense Anastasio Somoza (1925-1980), el último de la dinastía somocista.
10Los gobiernos populistas «consolidados» establecidos de 1930 a 1945 y de 1950 a 1954 por Getúlio Vargas en Brasil y luego, de 1946 a 1955 y de 1973 a 1974, por Juan Domingo Perón en Argentina, forman sin embargo el plato fuerte del populismo latinoamericano. Pariente del fascismo italiano en un registro no belicista, el getulismo brasileño adopta en 1934 la forma de un Estado Novo autoritario que descansa sobre un sindicato único, antes de liberalizarse ligeramente apoyándose en dos partidos creados ex nihilo. En Argentina, el coronel Perón constituye una figura más emblemática aún del «populismo consolidado». Partidario de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, girará más tarde a la izquierda, después de su elección regular a la presidencia en 1945. Gozando, con su esposa Evita, de un carisma probablemente superior al de todos los otros dictadores del continente, funda su poder, más aún que Vargas, en un sindicalismo «justicialista», convertido en administrador directo de un completo Estado de bienestar. Desde entonces, un poco como el gaullismo en Francia, el peronismo se convertirá en una particularidad perenne del sistema político argentino. Actualmente, el gobierno «bolivariano» del teniente coronel Hugo Chávez en Venezuela prolonga este linaje del «populismo consolidado». Militar de extrema izquierda, admirador de Castro y de Gadafi, instauró luego de su elección en las presidenciales de 1999 un régimen plebiscitario sostenido, como en el caso de Perón, por su carisma intenso entre los pobres. Su poder descansa además sobre la renta petrolera del país, que le permite comprar sus apoyos, como ya habían hecho los gobiernos democráticos venezolanos entre 1958 y 1999.
11Los populismos de la descolonización aparecieron luego, concretamente con Julius Nyerere en Tanzania, Kwame Nkrumah en Ghana, Sukarno, «salvador de la nación indonesia», de 1956 a 1966; sin olvidar la dinastía Bhutto en Pakistán, a Gamal Abdel Nasser en Egipto, de 1953 a 1970, o a Mao Zedong en China. Así, los espacios africano, arabo-musulmán y asiático han conocido también momentos tintados de populismo, pero más aún de nacionalismo y a veces de socialismo, al menos de palabra. Sin embargo, la expresión más reciente del fenómeno es la que se ha impuesto en Europa recientemente.
La irrupción populista en Europa
12No sorprende que países que pertenecen al mundo de la pobreza sucumban al populismo; es más peculiar, en cambio, constatar que actualmente son las sociedades de la abundancia las que ceden al populismo. Basta la cronología para mostrar que es en Francia donde surge el populismo europeo contemporáneo, a principios de los cincuenta, con el breve auge del poujadismo. Pierre Poujade expresaba entonces la angustia de los artesanos y los comerciantes golpeados por las nuevas formas de producción, de distribución y de consumo. Creada en 1953, su Union de Défense des Commerçants et Artisans («Unión de Defensa de los Comerciantes y Artesanos», UDCA) estaba impregnada del antiparlamentarismo clásico de las formaciones contestatarias y se encontraba además profundamente marcada por los acontecimientos de Argelia. En las elecciones legislativas de junio de 1956 recibía dos millones y medio de votos y cincuenta y dos escaños en la Asamblea nacional —entre ellos el de Jean-Marie Le Pen—, correspondientes al 11,6 por ciento de los sufragios. Pero esto quedó en nada tras la vuelta al poder del general de Gaulle en 1958.
13Más allá de este avatar, los verdaderos iniciadores del nuevo populismo europeo fueron más bien los partidos antifiscales escandinavos, nacidos en los años 70, los que se han inscrito en una cierta modernidad. Su aparición se produjo de manera bastante simultánea en Dinamarca y en Noruega, con la creación de dos organizaciones de las que proceden los partidos del progreso (homónimos) danés y noruego. El primero obtuvo inmediatamente el 15,9 por ciento de los sufragios y veintiocho escaños en las primeras elecciones legislativas a las que se presentó, en 1972, concretamente gracias a una fuerte audiencia entre los diplomados de la enseñanza superior y en los profesionales liberales. Ambos tienen una sensibilidad neoliberal y antiestatal radical. Favorables a Estados Unidos y a Israel, no se han declarado aún expresamente xenófobos, aunque sí hostiles a la unificación europea. Su objetivo es acabar con el invasivo modelo escandinavo del Estado de bienestar. Desde el primer momento ilustran también la fuerte atenuación de la función asumida hasta entonces por el carisma personal de los líderes en los empujes populistas. En Escandinavia, así como (salvo excepciones) en Europa occidental, el ascendente carismático se ve diluido en una personalización del conjunto del juego político, que afecta también a los grandes partidos clásicos.
14Casi simultáneamente se forma, en octubre de 1972, el Front National (FN) del exdiputado poujadista Jean-Marie Le Pen. Pero este primer inicio es bastante insignificante, al ser considerados, tanto el FN como su líder, como meras curiosidades. Este primer FN sin tropas posee sin embargo un rasgo indeleble: su heterogeneidad ideológica, que mezcla a los nacional-católicos con la nueva derecha y los nacionalistas maurrasianos [2]. El acuerdo se realiza, sin embargo, sobre un eje fundamental: la protección de la identidad nacional, con el corolario de la elección de una «Europa de las patrias» y de una política «demográfica» —encubriendo con este eufemismo el vehemente cuestionamiento de la inmigración. A partir de 1993 el FN denuncia además el «librecambio» de los «tecnócratas de Bruselas», el desmantelamiento del sector público y reclama el restablecimiento de un mínimo proteccionismo.
15El segundo nacimiento, esta vez decisivo, del FN se produce en este intervalo. En 1983, en unas elecciones municipales parciales, recoge el 16,7 por ciento de los votos en Dreux. Siguiendo esta tendencia, las elecciones europeas de 1984 le otorgan sus primeros diputados. Más tarde, el restablecimiento parcial de la representación proporcional que lleva a cabo François Mitterrand le procura treinta y cinco escaños en la Asamblea, en las legislativas de 1986, a la espera de que Le Pen capitalice el 14,4 por ciento de los votos en la primera vuelta de las presidenciales de 1988. De nuevo surge la oportunidad de un tercer nacimiento del partido en las elecciones presidenciales del 21 de abril de 2002, en la que Le Pen se coloca en segunda posición en la primera vuelta, con el 16,9 por ciento de los electores inscritos, justo por detrás de Jacques Chirac (19,9 por ciento). El FN se convierte así en una formación de primera fila, a pesar de sus altibajos. Se «banaliza» y se banalizará aún más con la llegada de Marine Le Pen a la cabeza del partido, pero luego se confirmará una vez más su ascenso en las cantonales de 2011 y sembrará de antemano la preocupación ante las presidenciales de 2012.
16Solo recientemente, por lo tanto, las formaciones populistas han dejado de ser efímeras para imponerse como componentes obligados en el sistema de partidos de un número creciente de países. En Dinamarca y en Noruega pueden apoyar, sin causar escándalo, a gobiernos de centro-derecha, y en Noruega el Fremskrittspartiet («Partido del Progreso») ha llegado incluso a superar a los socialdemócratas en los sondeos. En Suecia, donde la presencia de los populistas se había mantenido como algo confidencial, obtuvieron veinte escaños en el parlamento y el 5,8 por ciento de los votos en las elecciones de 2010. Lo mismo ocurre con Finlandia, con el ascenso en 2011 de los Perussuomalaiset («Verdaderos Finlandeses») de Timo Soini (19,1 por ciento). Pero son los «liberales» austriacos (FPÖ) los que, desde 1999, ilustran mejor la nueva dimensión del populismo, con el acceso de Jörg Haider y los suyos a las responsabilidades gubernamentales, en coalición con los socialcristianos del Österreichische Volkspartei («Partido Popular Austriaco»). Después de la muerte de Haider, los dos partidos resultantes de la escisión del FPÖ cosecharon aún el 28 por ciento de los votos, en las legislativas de 2008.
17Por su parte, los Países Bajos se transforman en vitrina del populismo de la nueva ola, primero con el atractivo Pim Fortuyn y el cineasta islamófobo Theo van Gogh, ambos asesinados en 2002 y 2004 respectivamente. Pero desde entonces es Geert Wilders el que acapara toda la atención, con su Partij voor de Vrijheid («Partido de la Libertad», PVV), liberal en economía y conservador en costumbres. Durante las legislativas de 2010, este partido, furiosamente antimusulmán y prodigiosamente proisraelí, recibió un 16 por ciento de los votos y veinticuatro escaños sobre ciento cincuenta, convirtiéndose en la tercera formación política del país. En Suiza, es la Union Démocratique du Centre («Unión Democrática del Centro», UDC), vieja formación agrarista, la que se ha transformado en un partido populista antiinmigrantes y refractario a la Unión Europea, bajo el impulso de Christoph Blocher, que ha hecho de ella el primer partido helvético. A estos movimientos de Europa occidental se añaden además los de Europa central y oriental, algunos un poco nostálgicos del comunismo, la mayor parte de ellos actualmente nacionalistas y contrarios a la integración europea. Así ocurre en Hungría, donde domina el Fidesz (antigua «Alianza de los Jóvenes Demócratas»), antes progresista y anticlerical, ni antisemita ni racista, y que ahora se ha transformado, de la mano de Viktor Orbán, en un partido nacional-conservador en competencia con otra formación que es, esta sí, abiertamente antisemita, el Jobbik (oficialmente «Movimiento por una Hungría Mejor»). El Fidesz ha conseguido el 52,7 por ciento de los sufragios y doscientos seis escaños sobre trescientos ochenta y seis ya en la primera vuelta de las legislativas de abril de 2010, mientras que el Jobbik recogía el 17 por ciento.
18Por otra parte, se ha impuesto otra variedad de populismo: el de los partidos que subordinan una protesta antifiscal y antiestatal bastante común con un objetivo de secesión pura y dura. Tal es el rasgo que tienen en común la Lega Nord («Liga Norte» hoy simplemente Lega) en Italia, el Vlaams Blok («Bloque Flamenco»), ahora Vlaams Belang («Interés Flamenco») en Bélgica, así como la Nieuw-Vlaamse Alliantie («Nueva Alianza Flamenca»). Este último partido, creado en 2001 por Bart De Wever, se ha convertido en la primera formación política belga con el 17,4 por ciento de los sufragios y veintisiete escaños sobre ciento cincuenta en la cámara de representantes. La Lega Nord de Umberto Bossi, cuya creación se remonta a 1980, presenta por su parte la originalidad de haber participado en los gobiernos sucesivos de Silvio Berlusconi y haber contribuido así a la emergencia de una estructura, hasta entonces inédita entre las democracias europeas, de alternancia en el poder de una alianza de formaciones populistas o semipopulistas y de un bloque contrario, de partidos parlamentarios clásicos.
Definir el populismo
19Estas expresiones heteróclitas no ayudan a definir el populismo, y la dificultad se agrava con una paradoja difícil de negar: porque, si el populismo se asocia de manera automática con un cierto estilo de apelación al pueblo, la afirmación simbólica de la soberanía popular caracteriza también a la democracia representativa clásica. Ahí está el problema: populistas y demócratas se disputan el monopolio de la referencia al pueblo soberano, al que tanto los unos como los otros dicen subordinarse. Puesto que nadie con un poco de lucidez puede pretender que, en el ámbito de su puesta en práctica, la democracia constituya verdaderamente un gobierno del pueblo, está claro que esta no se define más que en relación al culto de naturaleza simbólica que rinde a su soberanía. Y, de manera simétrica, la singularidad de la atracción populista no resulta en lo esencial del hecho de recusar la dimensión, más mítica que real, de la pretensión de la democracia de reflejar la voluntad del pueblo. Porque, salvo casos residuales, los populistas aspiran muy rara vez a la visión utópica de una democracia «popular» en el sentido activo, y también rara vez son portadores de proyectos de extensión de los procedimientos de democracia directa. Por el contrario, evitando cualquier propuesta práctica de refundación de los canales de expresión de la voz de las masas, se contentan con cultivar, al igual que los demócratas, un registro plebiscitario, que no altera en nada el valor puramente simbólico del recurso a la soberanía popular.
20Sin embargo, hay que abordar las definiciones, siempre susceptibles de esclarecer algún aspecto del fenómeno. La primera definición erudita del populismo data de los años sesenta, en referencia a su modalidad latinoamericana. Gino Germani, en particular, lo concibe entonces, sin mucha precisión, como una estrategia de movilización que transgrede las reglas de la democracia representativa. [3] Se refiere en concreto a los regímenes de Perón en Argentina y de Vargas en Brasil. En la misma época, Helio Jaguaribe observa el rol primordial del carisma personal en la relación entre el líder populista y sus fieles. Señala igualmente que el discurso populista moviliza a su público con promesas de curación instantánea de los males de la sociedad, a la vez que vilipendia a las élites refractarias a esta prodigiosa terapéutica. [4] Una decena de años más tarde, Ernesto Laclau supera el espacio latinoamericano en su análisis comparado del fascismo y del populismo, pero su lectura marxista del fenómeno demuestra únicamente que los líderes populistas no son anticapitalistas en absoluto, a pesar de sus diatribas revolucionarias. [5] Estas definiciones del populismo seguían en realidad circunscritas a una sola de sus manifestaciones o uno solo de sus aspectos. En estas condiciones, a inicios de los años ochenta, Margaret Canovan expresa claramente sus dudas respecto a la posibilidad de lograr una definición satisfactoria del populismo, reducido a su parecer a una forma de acción política polémica, de contornos vagos, que aspira, a través de una retórica centrada en el pueblo, a desencadenar una reacción emocional en el público al que se dirige. [6] En cuanto a Pierre André Taguieff, ha dedicado estos últimos años a poner el acento en los múltiples usos posibles de la retórica populista, insistiendo en sus condiciones de emergencia —«una crisis de legitimidad política que afecta al conjunto del sistema de representación» [7]— más que en su naturaleza evanescente.
21Resta pues ofrecer mi propia tentativa de definición. Sean cuales sean su contexto y sus temas predilectos, el único rasgo permanente del populismo es, me parece, la explotación sistemática del sueño popular de realización inmediata de las reivindicaciones de las masas. En tanto que receptor del mensaje, el «pueblo» aspira a la supresión de la distancia que separa los deseos personales o colectivos de su realización, siempre diferida por el argumento de la complejidad de la acción política. Los líderes populistas afirman que esta espera onírica puede satisfacerse sin cambios profundos ni revolución dolorosa, y que solo los aguafiestas mal intencionados suponen un obstáculo para su rápida concreción. Es en este sentido en el que el populismo es antipolítico. Más exactamente, se define por una relación a la vez absolutamente opuesta al tiempo normal de la política, regido por el largo plazo, ante la imposibilidad de responder a todas las demandas a la vez, así como a la necesidad de gestionar con lentitud su inscripción en la agenda de las acciones prioritarias. El arte de la política se resume, esencialmente, en la disposición de esta agenda, mientras que los populistas ignoran esta preocupación (hermosamente formulada por Cervantes) de «dar tiempo al tiempo». [8]
22Esta relación del populismo con el tiempo inmediato constituye su núcleo distintivo. Esta temporalidad lo distingue de la democracia corriente que, por su parte, se singulariza menos por su pretensión de «representar» la soberanía popular que por sus procedimientos encaminados hacia la deliberación, la confrontación de intereses y, finalmente, a una gestión de los conflictos extendida en el tiempo. Y aunque el elemento temporal interviene también en la definición del totalitarismo y del autoritarismo, lo hace de manera diferente. Cuando prodigan su certeza de un «porvenir radiante» a sus pueblos, curados de sus divisiones, los dirigentes totalitarios reconocen que obran en un plazo aún más largo que la democracia. Además, los regímenes autoritarios ordinarios, por su parte, han querido siempre aislarse de las esperanzas instantáneas de las masas.
23Esta definición del populismo en términos de temporalidad política puede sorprender, al tener los analistas la costumbre de remitir sus manifestaciones contemporáneas sobre todo a causas coyunturales, al menos tal y como ellos las perciben: inmigración extraeuropea masiva generadora de racismo y del shock de la globalización, moneda única, cuestionamiento de los valores nacional-patrióticos. Sin embargo, esta interpretación remite únicamente a las circunstancias del populismo, tanto si se trata del rechazo de una fiscalidad aplastante en Escandinavia o, como ocurría en otro tiempo con el boulangismo, del odio antialemán y la pulsión militarista. Por otra parte, si bien el antielitismo es un rasgo invariable del populismo, constituye también una reacción común de los gobernados en cualquier régimen. En cambio, su relación con el tiempo de la inmediatez define bien el discurso populista, de manera estable y específica, independientemente de las nuevas características que ha adquirido de una veintena de años a esta parte y que no hay por qué ocultar.
Populismo de los antiguos y populismo de los modernos
24Hasta 1914, lo que llamaremos el «populismo de los antiguos» —o la expresión clásica del populismo— se había nutrido de la protesta crónica de masas desheredadas contra los estratos privilegiados a los que estas hacían responsables de su miseria. En cambio, desde la expansión en Europa de los nuevos partidos, perturbadores del juego de los partidos establecidos, el «populismo de los modernos» ha trastocado la topografía social de la protesta. En concreto, en Francia, ha reflejado la humillación experimentada por categorías sociales no necesariamente indigentes frente a las concesiones, a su parecer inmerecidas, que sus gobiernos hacían a los más necesitados, los inmigrantes en particular. Así, el populismo ha realizado su recorrido de la izquierda a la derecha.
25Es este populismo el que bebe de la inquietud que los electores del FN, pocas veces necesitados, experimentan ante lo que les parece una connivencia de las élites y de los partidos «republicanos» con dos factores problemáticos: los inmigrantes de fecha demasiado reciente y de origen excesivamente lejano, por una parte; y por la otra, el cosmopolitismo apátrida de los «tecnócratas de Bruselas». Este «populismo de los modernos», abrazado por una población medianamente pudiente, no es por otra parte algo exclusivo de los países económicamente avanzados. Apareció por ejemplo en Irán, en 1979, cuando los comerciantes y los miembros de las pequeñas clases medias optaron por la piadosa demagogia redistributiva del imán Jomeini frente a la previsión severa del sah destronado.
26El populismo contemporáneo ha realizado así una última mutación capital: ha dejado de ser un fenómeno episódico y transitorio, típico de los contextos pasajeros de crisis de las democracias. El agotamiento del Estado de bienestar y de la socialdemocracia, añadido al impacto provocado por la globalización, lo han transformado en algo que corre el riesgo de constituir un componente de larga duración del proceso político europeo.
Notes
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[1]
El término narodnitchestvo –populismo– aparece en Rusia hacia 1870 para designar una corriente revolucionaria que tenía ya una treintena de años. El vocablo narodnik –populista– data del mismo momento. Más tarde, el término ruso populizm definirá el populismo como fenómeno genérico.
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[2]
N. del T. Partidarios del nacionalismo integral, teorizado por Charles Maurras y característico de Action Française («Acción Francesa»).
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[3]
Gino Germani, Authoritarianism, Fascism, and National Populism (New Brunswick: Transaction Books, 1978).
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[4]
Helio Jaguaribe, Problemas do desenvolvimento latinoamericano (Río de Janeiro: Civilização Brasileira, 1967).
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[5]
Ernesto Laclau, Politics and Ideology in Marxist Theory. Capitalism. Fascism. Populism (Londres: Verso, 1982), especialmente 143-198.
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[6]
Margaret Canovan, Populism (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1981).
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[7]
Véase en concreto Pierre-André Taguieff, «Le populisme et la science politique. Du mirage conceptuel aux vrais problèmes”, Vingtième Siècle 56 (octubre-diciembre 1997): 4-33.
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[8]
Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de La Mancha (Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina, 1947), 696. La expresión fue recogida recientemente por François Mitterrand.