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1 Cristina Ion: Para este dossier sobre el feminismo deseaba contar con el punto de vista de alguien que ya se hubiera manifestado sobre estas cuestiones unos quince años atrás. Tengo ante mí su libro Les Ambivalences de l’émancipation féminine [Las ambivalencias de la emancipación femenina][1], una compilación de artículos, todos ellos anteriores a 2003, momento en que tuvo lugar el debate sobre la paridad. Dado que el propósito de mi dossier es el feminismo contemporáneo y sus fracturas, me gustaría volver atrás y remontarnos precisamente a ese debate. Empezaré por lo tanto con la siguiente pregunta: ¿Se plantearía hoy en día en los mismos términos el debate que abordaba en aquel momento en su obra, entre el universalismo igualitarista y el diferencialismo, teniendo en cuenta los debates emergentes en los medios de comunicación (el burkini, el acoso sexual, el lenguaje inclusivo)? Después de una época en la que hemos presenciado un florecimiento importante de las problemáticas poscoloniales y de los estudios de género, ¿se plantearía la pregunta en los mismos términos dentro del feminismo francés?

2 Nathalie Heinich: Antes de responder, me gustaría decir algo sobre ese libro. En realidad, no estaba en absoluto relacionado con la cuestión de la paridad, sino con el trabajo que había hecho anteriormente en un libro titulado États de femme [Estados de mujer] que por razones editoriales tuvo que ser drásticamente recortado. Hubo una serie de capítulos que no pude utilizar y quise entonces compilarlos apuntando a una perspectiva que, a mi entender, la mayor parte de las feministas ocultaba: concretamente el hecho de que los problemas relacionados con las tensiones identitarias de las mujeres —el posicionamiento en el espacio público, la distribución de las tareas domésticas, la desigualdad, etc.— no son únicamente consecuencia de una forma de dominación masculina o de una organización de la sociedad en su conjunto, sino también problemas internos de las mujeres; son el resultado de una tensión entre dos aspiraciones contradictorias que ya señalaba en États de femme. Se trataba por lo tanto de dejar de acusar de manera sistemática a una entidad exterior —«la sociedad», «los hombres»— para trabajar en restricciones y tensiones mucho más individualizadas. Este libro invita, en otras palabras, a salir de una postura acusatoria por sistema para adoptar una postura descriptiva y pluralista.

3 C. I.: ¿Salir de la «dominación masculina»?

4 N. H.: Así es, y salir al mismo tiempo de ese esquema que Bourdieu difundió con La Domination masculine [La dominación masculina] de una forma que, a mi parecer, fue bastante caricaturesca. En primer lugar, porque utilizaba trabajos de investigadoras sin citarlas (concretamente la contribución clave de Françoise Héritier), algo cuando menos problemático si se pretende denunciar la dominación masculina; y en segundo lugar, porque imputaba unilateralmente los problemas a una forma de dominación ejercida por los hombres sin tener en absoluto en cuenta esas ambivalencias, esas tensiones interiores, esas contradicciones en la construcción de la identidad. Esa visión tan acusatoria, que a veces roza la paranoia, es la que me desagrada de algunos usos del pensamiento de Bourdieu que se basan más bien en los trabajos de los últimos años, mucho más caricaturescos que los de sus primeros años (hago referencia a esto en mi libro Pourquoi Bourdieu [¿Por qué Bourdieu?]). Gracias a États de femme me interesé en la cuestión de la mujer no desde un punto de vista feminista, es decir militante, sino desde un punto de vista analítico, intentando identificar y analizar los interrogantes, los problemas que hacen que la condición de la mujer sea particularmente problemática.

5 Pero volvamos ahora a su pregunta. Considero que las cosas se plantearían hoy de manera diferente porque, desde mi punto de vista, asistimos a una regresión de la concepción universalista en beneficio de la concepción diferencialista. Es probable que esto se deba en parte al efecto de una definición muy estadounidense del feminismo, centrada en la defensa de las minorías y en la afirmación de su especificidad como manera de luchar contra la marginalización y la dominación. La concepción universalista y republicana incita, por el contrario, a suspender las diferencias —no de una manera absoluta, sino en el marco cívico de la ciudadanía— para llegar a una forma de igualdad que no remita sistemáticamente a los individuos a otro colectivo de pertenencia que no sea su condición de ciudadanos. En lo que a mí respecta, siempre he sido una feminista universalista porque me siento vinculada a la concepción republicana de la vida en común, que apela a la suspensión de las diferencias en beneficio de lo común. El feminismo ha estado siempre dividido entre estas dos concepciones, pero desgraciadamente la concepción diferencialista toma cada vez más relevancia: primero, porque está fuertemente apuntalada por las teorías angloestadounidenses —el posmodernismo, el poscolonialismo, los estudios de género— que se han desarrollado en los campus universitarios, llegándonos como la herramienta principal de la militancia feminista; pero también porque es una posición mucho más fácil intelectualmente que la posición universalista. Esta exige una capacidad de contextualización que presupone que los seres humanos no tienen que ser forzosamente considerados de la misma manera en todos los contextos, sino que hay que distinguir el contexto en el que se ejercita la ciudadanía —el contexto de la intimidad, el contexto profesional, etc.— porque no implican necesariamente los mismos aspectos de la identidad. Esto exige una capacidad para pensar la complejidad. Pero además, la posición universalista presupone una capacidad de abstracción, la facultad para considerar que, sea cual sea la realidad fáctica, la definición abstracta de un ciudadano como perteneciente ya sea a una comunidad nacional o directamente a la comunidad humana debe primar en ciertos contextos sobre la facticidad de las diferencias. La igualdad formal, en oposición a la igualdad real, es desde luego formal, pero es fundamental; este valor, como todos los valores, no es una realidad sino una intención, y es justamente como tal que es esencial para afirmar que una igualdad debe ser alcanzada cuando no existe de facto. Desgraciadamente, muchas militantes no tienen esta capacidad de abstracción y ven tan solo la realidad fáctica de una situación contemporánea marcada, en efecto, por todo tipo de desigualdades. Sin embargo, para poner fin a estas desigualdades, la solución no es crear una contraigualdad que favorezca a las mujeres, como ocurre en la política de cuotas; la solución es suspender la diferencia de género donde esta no tiene sentido. Esta es la razón por la que estoy absolutamente en contra de la feminización sistemática de los nombres de profesiones y en mi artículo «Le repos du neutre» [2] explico cuáles son las razones.

6 C. I.: Sí, es un artículo que me divirtió mucho porque, al ser el rumano mi lengua materna, tuve la oportunidad de crecer en una lengua que conoce el género neutro. La misma cuestión se plantea actualmente en relación con el lenguaje inclusivo y su promoción institucional.

7 N. H.: En mi opinión se trata de un éxito desafortunado del diferencialismo —que espero no dure—, es decir, un éxito de la idea de que para luchar contra una desigualdad hay que afirmar la especificidad de la minoría considerada oprimida, antes que reivindicar la suspensión de la diferencia que está detrás de esa desigualdad. El lenguaje inclusivo es por lo tanto, y en primer lugar, un duro ataque a la lengua, una complejización aberrante desde el punto de vista lingüístico; pero es también, y sobre todo, un impasse en términos de reivindicación feminista, porque implica considerar que afirmando en todos los contextos, y pase lo que pase, la especificidad de lo femenino, estaremos luchando contra la desigualdad. Una estupidez desde el punto de vista de la lucha feminista, y lo digo en nombre del feminismo y no desde un rechazo del feminismo. Uno de los grandes problemas —y esta es una de las diferencias que existen entre hoy y hace quince años— es que actualmente muchas feministas formadas en el diferencialismo están convencidas de que no ser diferencialista es ser antifeminista. Esto quiere decir que ni siquiera conocen la historia del feminismo ni la tensión entre estas dos definiciones muy diferentes del feminismo, el universalismo y el diferencialismo. Por lo tanto, algunas están ingenuamente convencidas de que si una no se identifica con las posiciones diferencialistas, con el lenguaje inclusivo, la feminización sistemática de los nombres de las profesiones, etc. es antifeminista. Es verdaderamente una forma de incultura política terrible cuando algunas jóvenes afirman «si estás contra la feminización eres antifeminista».

8 C. I.: A su parecer, esta tensión original ¿se remonta a algunos textos fundadores o se debe a diferencias entre la tradición francesa y la estadounidense?

9 N. H.: Creo que, en efecto, remite a culturas políticas muy diferentes y concretamente a esta diferencia fundamental entre una concepción angloestadounidense de la ciudadanía, que hace referencia directamente a ciertas comunidades —comunidades religiosas, pero también comunidades basadas en las clases sociales o las etnias— y la concepción republicana, que no es solo francesa, pero que está sin duda fuertemente encarnada por la concepción política implementada a partir de la Revolución Francesa y que, así lo espero, seguirá siendo dominante en Francia, aunque no estoy segura de ello. Esta concepción consiste en pensar que el bien común es superior a las afiliaciones comunitarias y que, en el marco cívico del ejercicio de la ciudadanía, los individuos no deben ser definidos por una afiliación comunitaria, sino únicamente por su cualidad de ciudadanos. Esto implica, una vez más, una cierta capacidad de abstracción, algo que no siempre es fácil; e implica también que renunciemos a formas de apoyo comunitario que dan lugar a una cultura del clientelismo, lamentablemente muy desarrollado, y que se basa en la idea de que el primer apoyo del individuo está en la familia, en el clan, etc. Esta idea, si la llevamos un poco más allá, es el fundamento de la cultura mafiosa, o al menos de una cultura de la corrupción por desgracia muy generalizada en muchos países. Desde mi punto de vista, es una auténtica regresión renunciar a este horizonte republicano universalista de una identidad individual que no esté directamente vinculada a un colectivo comunitario, sea cual sea. Es probable que el protestantismo, que marcó enormemente la cultura angloestadounidense, haya contribuido a sustentar esta idea de la comunidad, puesto que las comunidades están en él muy presentes a través de la multiplicación de «iglesias». Encontramos por lo tanto ahí dos culturas políticas muy diferentes, y hoy resulta necesario luchar para defender la legitimidad de la cultura del republicanismo a la francesa.

10 Le daré un simple un ejemplo de esta diferencia: recientemente he leído el libro de Joan W. Scott, la gran papisa de los gender studies estadounidenses, sobre la historia del feminismo. [3] Pues bien, en este libro se atreve a definir el republicanismo a la francesa como la idea de que los individuos son semejantes, lo cual implica un doble sinsentido, ya que el republicanismo a la francesa consiste en considerar a los ciudadanos (y no a los individuos) como iguales (y no como semejantes). Confunde así «individuo» y «ciudadano», haciendo completa abstracción del contexto específico de la ciudadanía, y confunde la semejanza con la igualdad, algo que es un sinsentido desde el punto de vista del significado de estos términos. Esta autora que es el no va más de los gender studies y los movimientos feministas y que conoce muy bien el contexto francés, ya que fue su campo de investigación original, ni siquiera es capaz de dar una definición correcta del republicanismo. Esto ilustra bien el abismo intelectual que separa a estas dos culturas políticas.

11 C. I.: Atribuye entonces esta diferencia entre universalismo y diferencialismo a dos culturas políticas diferentes. ¿Y cómo interpretar esta vuelta de la French Theory, que ha prendido tanto en el pensamiento del gran público como en el entorno académico? ¿Es un fenómeno neutro? ¿Acaso se deba al poder persuasivo del pensamiento estadounidense? ¿Es consecuencia de la evolución social? Usted distingue claramente diferentes registros: lo fáctico y lo normativo, lo privado y lo público. ¿No hay acaso, en las evoluciones sociales de la última década, elementos que podrían hacer pensar que existe cierta porosidad entre estos registros, que lo privado se introduce en lo político al destacarse sistemáticamente lo identitario y lo cultural?

12 N. H.: Podemos distinguir varios factores. En primer lugar, la French Theory es un fenómeno académico; su vínculo con la sociedad global me parece extremadamente frágil. Es ante todo un fenómeno interno de los campus universitarios. Esta es una de las grandes limitaciones del feminismo a la estadounidense: es un feminismo de campus que tiene pocos efectos militantes en el mundo real. En segundo lugar, una de las razones del éxito del constructivismo dogmático resultante del posmodernismo —la idea de que las cosas no son algo natural, sino resultado de una construcción y vulnerables al cambio, relativas, etc.— es que da a entender a la gente que puede cambiar las cosas libremente, que puede modificarlas a su antojo. Es un deseo de omnipotencia absurdo porque el que las cosas humanas no estén inscritas en la naturaleza, no implica que no estén sustentadas por instituciones o que no sean necesidades sociales. Me parece que una gran parte del éxito del constructivismo resultante de la French Theory procede de una total incultura en el ámbito de las ciencias sociales: al no conocer más que la naturaleza o el individuo pasa por alto las necesidades propias de la vida en sociedad, las necesidades de las interacciones o de las instituciones. De ahí procede el éxito de la Teoría Queer, la idea de que se podría cambiar de sexo según la voluntad de los individuos, algo que desde mi punto de vista es una forma infantil del deseo de omnipotencia individual, como el niño que cree que el mundo es moldeable a su antojo. Es una forma de ingenuidad, porque descubrir que la metafísica no tiene la última palabra, que las cosas no existen en un cielo de las ideas y que podemos vivir en un mundo que no está impregnado de necesidad teológica es bien cierto, pero a condición de no imaginar que todo se vuelve posible. Creo por lo tanto que hay mucho de ingenuidad en el éxito de la French Theory, una ingenuidad que se ve reforzada por un gran desconocimiento de las restricciones de la vida en sociedad, de las inercias y las restricciones sociales.

13 Por otra parte, este posmodernismo de campus también se ha nutrido enormemente de cierta culpabilización de base paranoica que estigmatiza el poder malvado o la sociedad malvada, que se basa en una lectura muy caricaturesca de Foucault; el foucaultismo a la estadounidense, que ha contribuido mucho a reforzar este tipo de concepciones. Por otra parte, con las aplicaciones de la sociología de Bourdieu, reducida a una teoría de la dominación, se abre camino a toda una dimensión paranoica de culpabilización de los malos dominantes. Todo esto, unido al diferencialismo, es decir, a la inscripción sistemática de las identidades individuales en comunidades de referencia, produce efectos devastadores. Así, es increíble ver aparecer desde hace unos quince años feministas que defienden el uso del velo islámico, en nombre del respeto a la libertad de las mujeres y el derecho a la diferencia religiosa. Me parece una desviación total de la lucha feminista ya que, de este modo, validan no solo las enormes presiones comunitarias que padecen tantas musulmanas, sino también una estructura de desigualdad y de dominación característica del mundo musulmán que obliga a las mujeres a asumir la responsabilidad del control de la sexualidad de los hombres. Esta aberración se nutre de la denuncia del colonialismo con los estudios poscoloniales que, de nuevo, nos llegan de Estados Unidos, atrapados una vez más en esta forma a priori de culpabilización de malvados dominantes contra buenos dominados. Esta mezcla de poscolonialismo, de diferencialismo y de relativismo cultural produce este fenómeno absolutamente increíble que es la defensa por parte de las mujeres, en nombre del feminismo, del símbolo mismo de la alienación de las mujeres.

14 Recuerdo que hace unos quince años me invitaron a participar en un debate que tuvo lugar en la Maison de la Femme en el que participaba también Christine Delphy, la gran gurú de los estudios feministas en Francia. En un momento dado, apareció una joven musulmana con velo, acompañada de otra joven que se decía feminista y que afirmaba que «tenemos que luchar a favor de la imposición del uso del velo en nombre de la libertad de las mujeres». ¡Y Christine Delphy lo aprobaba! Después Tariq Ramadan se jactaba del apoyo de las feministas… Es decir, este tipo de posturas pueden tener efectos políticos devastadores.

15 C. I.: Me parece que hay una evolución que afecta particularmente al feminismo radical francés, históricamente marxista y más centrado en las relaciones de clase. La cuestión racial irrumpe en el debate y recoloca totalmente la visión de las relaciones de poder y de dominación como resultantes más bien de las desigualdades sociales y económicas. ¿Es esto sintomático de una toma de conciencia en Francia o se trata también de una importación?

16 N. H.: Ambas cosas, creo. Es a la vez consecuencia de la importación de cierta mentalidad académica estadounidense y de que estamos ya ante la segunda, e incluso la tercera, generación de inmigrantes magrebíes y africanos en Francia, es decir, los hijos y los nietos de la primera oleada, la de los años sesenta y setenta, y esto hace que en Francia exista un sentimiento muy fuerte de la especificidad de la condición de los inmigrantes, en particular de origen magrebí. Pero hay que señalar que esta manera de poner en primer término del análisis político la cuestión de los efectos de la dominación colonial y la necesidad, al mismo tiempo, de defender a los excolonizados, sea cual sea por otra parte su cultura, su comportamiento, etc., esta posición no es algo característico de toda la izquierda, sino de la extrema izquierda. Ahora bien, esta tiende a asimilar las posiciones de la izquierda radical al conjunto de la izquierda y a considerar que, si no se comparten las posiciones de la izquierda radical, se es forzosamente de derecha. Yo defiendo —junto a muchos otros felizmente— que hay otra forma de ser de izquierda que consiste en no remitir todo por sistema a la cuestión de la dominación, en no construir colectivos anclados de manera definitiva en su condición de dominantes o dominados. Ya lo vimos con los sucesos en Colonia: una parte de la extrema izquierda no quiso, en un primer momento, ver la dimensión de violencia sexista violenta porque los autores de las agresiones, al ser considerados como dominados, no podían ser dominantes. El peligro de razonar a partir de comunidades definidas de antemano según una relación de dominación, sea cual sea su comportamiento, me parece evidente. Es una negación de la realidad, una negación de toda responsabilidad individual en beneficio de un determinismo dogmático y de un desvío de ciertas luchas: no podemos abandonar la lucha feminista con la excusa de que podría alimentar reflejos neocoloniales, sería una verdadera aberración. Y afirmar esto no es ser de derecha, es defender por el contrario una posición auténticamente de izquierdas. Este es, para mí, el combate más urgente en la actualidad.

17 C. I.: Usted defendía la posición universalista en nombre de la complejidad. ¿Qué piensa de la «interseccionalidad», es decir, la articulación de dominaciones múltiples que pone de relieve precisamente esta complejidad que puede ser característica de ciertas mujeres dominadas a la vez en función de sus diferencias sexuales, religiosas y raciales?

18 N. H.: Lo que pasa es que, como puede ver, es otra vez lo mismo: esto complejiza el estatus de dominado, pero no complejiza en absoluto esta fractura dicotómica, binaria y fácil, entre dominantes y dominados; más bien al contrario, la refuerza. Por ejemplo, que algunas mujeres puedan tener en su familia comportamientos de dominación, de violencia, de reproducción de las diferencias sexistas, es algo que nadie quiere escuchar. No sé si ha seguido usted el proceso Merah y las declaraciones de la madre. Es desconcertante ver a las mujeres de esa familia, la madre y la hermana mayor, tener tales comportamientos de incitación a la violencia, incitación al asesinato, dogmatismo religioso y odio. Ahora bien, son mujeres, están dominadas como mujeres, como musulmanas y como árabes, ¡pero eso no impide que sean monstruosas! ¿Debemos acaso callarnos simplemente porque estemos ante una interseccionalidad de las dominaciones? Hay que tener presente que buena parte de la cultura de la «dominación masculina», por retomar el término ya consagrado, es transmitida por las mujeres, es decir, por las madres. Los análisis de Germaine Tillion en Le harem et les cousins [La condición de la mujer en el área mediterránea] muestran claramente que una gran parte de la cultura magrebí es una cultura de la superioridad de los varones sobre las jóvenes transmitida por las madres. ¡Debemos dejar de alimentar oposiciones binarias entre dominantes y dominados o multidominados!

19 C. I.: En un artículo muy consecuente de la compilación que citamos al inicio de esta entrevista, titulado «Les contradictions du féminisme» [Las contradicciones del feminismo], hace también referencia a otro debate de la época, en torno a la cuestión de la pornografía y de la prostitución, entre una posición más libertaria y una posición feminista tendente al abolicionismo o a la reglamentación. ¿Cómo le parece que han evolucionado estas cuestiones en la actualidad?

20 N. H.: Publiqué un artículo sobre este asunto cuando salió la nueva ley sobre la prostitución. Considero que la cuestión del consentimiento es fundamental y que no se puede abolir una práctica, independientemente de lo que pensemos de ella, mientras se trate de adultos que consienten de forma voluntaria. Además, los que conocen bien estas cuestiones consideran que las posiciones abolicionistas generan lo contrario de lo que pretenden, es decir, fragilizan aún más a las mujeres más explotadas. Resulta totalmente fundamental luchar contra los efectos de la dominación en la prostitución, y concretamente contra la esclavitud sexual que es en lo que se ha convertido en buena parte por desgracia. Pero pretender prohibir el conjunto de una práctica para luchar contra sus formas más excesivas e ilegítimas es una agresión a las libertades. Detrás de esta intención abolicionista veo una forma de rigorismo sexual, de puritanismo, de nuevo muy angloestadounidense, que considera que sexo más dinero es algo doblemente malo. Además, no podemos comparar la contratación de un servicio sexual con la venta de un cuerpo o de un órgano, no es lo mismo. Y además hay que respetar un cierto margen de libertad de los individuos, hombres o mujeres, porque también hay hombres que se prostituyen, no es una cuestión meramente feminista. Por todas estas razones me he posicionado en contra de la ley que penaliza al cliente, cuando lo que habría que hacer es concentrar todos los esfuerzos represivos contra las redes que obligan a las mujeres a prostituirse.

21 Del mismo modo, considero que pretender prohibir las imágenes pornográficas —salvo que se trate de incitación al asesinato, a la violación, etc.— es también excesivo porque es una manera de invadir la libertad individual. Las fantasías nunca hicieron mal a nadie, a condición por supuesto de seguir siendo fantasías. Evidentemente, se trata de cuestiones muy sutiles, puesto que, entre una imagen pornográfica y una incitación a la violación, el límite puede ser difícil de establecer, pero llegado el caso hay que tener en cuenta el contexto: ¿se trata de una difusión pública o privada? ¿es para uso personal o público? Hay que tener en cuenta el contexto, algo que, por otra parte, los jueces saben hacer.

22 C. I.: Me gustaría terminar con una problemática actual. Dado que usted se considera de izquierdas, algo que me parece importante subrayar, en su opinión, ¿cuál sería hoy por hoy el potencial emancipador y crítico del feminismo?

23 N. H.: Cuando me preguntan si soy feminista, digo que soy antisexista, al igual que soy antirracista. Porque declararse feminista es algo bastante impreciso si tenemos en cuenta que las feministas diferencialistas y universalistas no viven en la actualidad en el mismo mundo político. Por lo tanto, para evitar malentendidos, digo que soy antisexista, es decir, estoy en contra de la desigualdad de hecho y de derecho entre hombres y mujeres, igual que estoy en contra de las desigualdades de estatus basadas en el origen racial y en contra de la desigualdad de oportunidades por origen social. El horizonte de la igualdad de derechos de todos los individuos es fundamental, sean cuales sean los ámbitos, pero no apoyo en ningún caso una afirmación absoluta de la feminidad, de la especificidad de la mujer, independientemente de los contextos. Me parece que la libertad de no ser considerada por sistema como una mujer es una libertad extraordinaria. La libertad que tenemos en el mundo occidental de pasear por las calles, de ir solas a un café o al cine y no ser molestadas es una libertad que está constitutivamente vinculada a la evidencia que hay, en nuestra cultura, que de que existen situaciones en las que nuestra condición de mujer está fuera de lugar, no es lo importante, y es por esta cultura por la que hay que luchar. Esto no implica en absoluto que haya que renunciar a la propia feminidad, pero la feminidad —igual que la virilidad por otra parte— no es pertinente más que en ciertos contextos de relaciones hombre-mujer, de seducción, de pareja, etc. No debe serlo en todos los ámbitos de la vida social.

Notes

  • [1]
    Nathalie Heinich, Les Ambivalences de l’émancipation féminine (París: Albin Michel, 2003).
  • [2]
    Nathalie Heinich, « Le repos du neutre (pourquoi je résiste à la féminisation des noms de profession) », Travail, genre et sociétés 3, n°1 (2000) : 170-175, reeditado en Nathalie Heinich, Les Ambivalences de l’émancipation féminine (París, Albin Michel: 2003).
  • [3]
    Joan Wallach Scott, Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia 1789-1944 (Buenos Aires: Siglo XXI: 2012).
Entrevista a
Nathalie Heinich
Nathalie Heinich ha hecho carrera internacional como socióloga del arte contemporáneo. Se ha implicado también en los estudios feministas. En 1996 publicó États de femme. L’identité féminine dans la fiction occidentale (París: Gallimard) y en 2003 Les ambivalences de l’émancipation féminine (París: Albin Michel).
Realizada por
Cristina Ion
Subido a Cairn Mundo el 05/04/2022
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