«Mal que esparce el terror, Mal con que el Cielo en su furorCastiga los delitos de la tierra […].No todos morían, pero todos sufrían de igual modo»
«Estoy viviendo el duelo del mundo y de mí misma. No logro sentirme viva. Los otros están vivos naturalmente, sin hacer esfuerzos, porque no se dan cuenta de lo que ocurre. No puedo hacer nada en este planeta que va a desaparecer». La terapia de Manon, de diecinueve años, empieza bajo el signo de un narcisismo negro, teñido de melancolía. Vive con el sentimiento constante e insoportable de una amenaza ecológica cuya urgencia y gravedad solo ella percibe. Tiene la sensación de ser un fantasma, de flotar en la existencia sin vínculo alguno y de no ser vista ni reconocida por los demás, los que viven en la despreocupación del drama que está en curso ante sus propios ojos. Cuando la conocí, Manon acababa de empezar el primer curso de geografía en la universidad. Seis meses antes, durante el último año de bachillerato, realizó una tentativa de suicido, y ahora temía que este episodio volviera a repetirse.
La terapia comenzó alrededor de este riesgo suicida y del sentimiento —oscilante entre ansiedad y depresión— de una incapacidad para vivir debido a la sensación de ser la única «vidente» en un mundo de ciegos, sin lograr abrir los ojos ni de sus padres, ni de sus amigos, que la consideran una «pesada» por volver insistentemente, como ella hace, sobre el ecocidio y la emergencia ecológica. Comparte un sueño recurrente en el que camina en medio de un desierto de arena como el Sahara y se encuentra poco a poco atrapada en arenas movedizas en las que se ahoga, lentamente pero sin remedio, como a cámara lenta. «Muero en medio de una tierra que se está muriendo». El sueño evoca su tentativa de suicidio: se encerró en el granero de la granja de su abuelo y se escondió debajo del heno tras haber ingerido tal cantidad de somníferos que pensaba dormir para siempre. Fue su padre el que la descubrió, tras haberla buscado por todas partes, en la granja y en los alrededores, y le salvó la vida obligándola a vomitar y llamando a una ambulancia.
2 En esta tentativa de suicidio, el modus operandi es esencial y Manon volverá a él en diferentes ocasiones a lo largo de la terapia. Una vez instalada en el granero, se aseguró de cubrirse por entero de heno hasta desaparecer completamente en medio del montón. La terapia subraya en primer lugar el fantasma vengador de la autodesaparición, acorde con su sentimiento de inexistencia, una manera de actuar un «puesto que no le importo a nadie, me elimino de la superficie de la tierra y nadie se dará cuenta de la diferencia». Tal y como me explica, su idea era «excluirse definitivamente de un mundo en el que sentía que no tenía ningún lugar». Manon se siente sola contra todos, llena de rabia, al margen de una humanidad en la que apenas se reconoce y ante la que siente una gran desconfianza.
3 Emerge también, a través de las asociaciones, el deseo de fundirse con el heno, es decir, tal vez, tal y como Sigmund Freud muestra en «El motivo de la elección del cofre», el de volver a la madre tierra, figura última de la madre para el inconsciente: «Se podría decir que se figuran aquí los tres vínculos con la mujer, para el hombre inevitables: la paridora, la compañera y la corrompedora. O las tres formas en que se muda la imagen de la madre en el curso de la vida: la madre misma, la amada, que él elige a imagen y semejanza de aquella, y por último la Madre Tierra, que vuelve a recogerlo en su seno» (Freud 1913, 317). Del útero a la tumba, el cofre cambia, la envoltura permanece. La analogía entre la madre y la tierra, basada en su capacidad de contención, las convierte en equivalentes fantasmáticos para el inconsciente y podría conducirnos a ver en esta tentativa de suicidio un paso al acto basado en un fantasma de regreso al vientre materno.
4 «Solo la muerte posee este carácter “sin contenido”, que le permite representar, en el inconsciente, la realización de un deseo incestuoso» (Richard 1989, 39 [traducción propia]): la equivalencia formal entre el incesto y la muerte, detectada por François Richard, pone en evidencia la dimensión oceánica que el suicidio puede revestir durante la adolescencia. El anhelo incestuoso disimulado bajo el deseo suicida emerge a través del sintagma «madre tierra», que le propongo a Manon en relación con sus asociaciones sobre su deseo de un cuerpo a cuerpo con la tierra. Volver al vientre materno, recuperar la simbiosis con la madre, ese sería el fantasma a la vez escondido y puesto en acto por Manon en su tentativa de suicidio. La muerte, bajo la apariencia de apagar todo deseo, es entonces fantaseada como el lugar en el que por fin podría realizarse el mayor de todos los deseos. Manon establece la asociación con La bella durmiente, que se queda dormida cien años antes de ser despertada por el príncipe azul. Se muestra así el amor hacia el padre, el que la despierta y la salva de esta regresión uterina. Sin embargo, esta interpretación edípica de la tentativa de suicidio adolescente de Manon, por justa que sea, me impide captar una dimensión esencial de su gesto suicida, que es el objeto de este artículo.
Peligro ecológico y pérdida de futuro
5 En Manon, este deseo de fundirse con la tierra también debería entenderse «literalmente». Aunque me dice una y otra vez, en cada sesión, que al enterrarse bajo el heno necesitaba fundirse cuerpo a cuerpo con la tierra, percibo al cabo de un tiempo que se trataba en su caso de enterrarse para desaparecer de la superficie de la Tierra, como si su vida y su futuro en nuestro planeta, y no solo entre los humanos, no fueran posibles. En relación con el Antropoceno, esta nueva era de la historia de la Tierra en la que nos encontramos y cuya característica principal reside en el hecho de que lo humano se ha convertido en una fuerza geológica que perturba el conjunto del sistema Tierra, [1] Catherine Larrère constata: «El poder científico y técnico de la modernidad se basa en la previsibilidad de la naturaleza. Con el Antropoceno desaparece este régimen de previsibilidad» (Larrère 2015 [traducción propia]). Pero ¿cómo construir sobre este fondo de incertidumbre planetaria, un tiempo en el que «pasado, presente y futuro son como las cuentas de un collar engarzado por el deseo» (Freud 1908, 130)?
6 Manon es una adolescente de un tiempo que no es exactamente el mismo que el mío. Aunque compartamos el mismo presente, yo soy heredera de un tiempo de invisibilización o de eclipse de la cuestión ecológica: «La gran aceleración fue un momento durante el cual el auge económico del modelo industrial funcionó como una envoltura que daba seguridad y mantenía a distancia las amenazas, los riesgos y las crisis, al mismo tiempo que preparaba un nuevo régimen de riesgos, de crisis y de catástrofes que solo más tarde saldría a la luz» (Charbonnier 2020, 294 [traducción propia]). Manon, en cambio, nace en este nuevo régimen caótico que hace que el futuro sea totalmente incierto. «La crisis ecológica y climática provoca una ruptura casi total de los puentes que nos unían al pasado, porque la tierra que habitamos ya no es del todo la misma que antes, pero también de los puentes que nos unían al futuro, tal y como lo habíamos imaginado hasta ahora. Heredamos un mundo para cuya gestión no existe categoría política alguna disponible» (Charbonnier 2020, 422 [traducción propia]). Hija de su tiempo, Manon «sabe», algunos años antes de la pandemia de la COVID-19 (telón de fondo de este número de la revista Adolescence), que los recursos geológicos del planeta están amenazados y que la explotación sin límite de estos recursos pone gravemente en peligro el conjunto del ecosistema de la biosfera. Este saber, en parte instintivo y en parte documental, amenaza directamente su sentido de continuidad de la existencia (Winnicott 1958) porque la priva de la estabilidad que permite construir un proyecto de futuro. «El Antropoceno nos obliga a contemplar la posibilidad de una Tierra sin nosotros» (Eckersley 2017, 15 [traducción propia]). ¿Habría hecho suya Manon esta afirmación, a riesgo de su vida? ¿O se habría identificado con el sufrimiento del planeta hasta el punto de desear sacrificar su vida para salvar la de la madre tierra?
¿Angustia ecológica?
7 En 1930, en El malestar en la cultura, Freud hacía la constatación siguiente: «Nuestra época merece quizás un interés particular (…). Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado» (Freud 1930, 140). Hijo de su tiempo, Freud no podía en ningún caso prever que esta fuerza de destrucción humana amenazaría no solo a la humanidad en su conjunto, sino también a la naturaleza, corriendo el riesgo de hacer desaparecer el planeta, en un plazo mucho más rápido que el de su absorción por el sol, prevista en siete mil quinientos millones de años. «No hay duda de que la ecología vuelve loco, por ahí hay que empezar. No desde la idea de curarse; simplemente para aprender a sobrevivir sin dejarse arrastrar por la negación, por la hybris, por la depresión, por la esperanza de una solución razonable o por la huida al desierto. No es posible curarse de la pertenencia al mundo» (Latour 2017, 22 [traducción propia]). Del mismo modo que Freud percibía en los años treinta una «inquietud contemporánea», una «infelicidad», un «talante angustiado» vinculados al ascenso del nazismo, en la actualidad hay una «locura» humana vinculada al estado del planeta, locura que probablemente causa un especial sufrimiento en los adolescentes, como en la fábula de La Fontaine.
8 Son quienes más sufren no solo porque estén mejor informados o más advertidos de la amenaza ecológica que pesa sobre la Tierra, aunque está claro que han crecido con preocupaciones medioambientales que no eran, salvo excepción, las de sus padres. Son quienes más sufren, no porque sean los únicos capaces de emprender la lucha política contra la catástrofe ecológica, aunque, en la estela de Greta Thunberg, hayan surgido numerosas manifestaciones y asociaciones que reúnen a un gran número de adolescentes y jóvenes adultos, hasta el punto de que los medios de comunicación se refieren a veces a ellos como la «generación del clima». Son quienes más sufren porque son adolescentes, porque los adolescentes experimentan con especial sensibilidad el estado del mundo en el que están sumergidos.
Lo que la adolescencia enseña al analista
9 La adolescencia es un tiempo en el que todo está a flor de piel, un tiempo de experiencia desnuda en el que se llevan a un nivel muy alto de intensidad la angustia, la duda, la pena, pero también la exaltación, la apertura a lo desconocido de sí mismo y del otro. Tal y como Philippe Gutton (1991) mostró, esta sensibilidad procede de las repercusiones psíquicas del trauma de la pubertad y de la posición atópica de los adolescentes en nuestras sociedades. Mientras son púberes, dotados de un cuerpo sexualmente adulto, los adolescentes siguen ocupando una posición infantil, tanto en su familia como en la escuela. Tiempo de transición, la adolescencia es un tiempo de latencia obligada, una vida pasiva, antes de entrar en la «vida activa», un tiempo que los coloca en una posición singular, ligeramente a distancia de una sociedad en la que todavía no ocupan un lugar bien definido, aunque son muy receptivos, e incluso permeables, a lo que emana de ella. En Sócrates, la posición atópica es el lugar a partir del cual puede cuestionar de manera radical los fundamentos de la polis. Es evidente que no podemos extender este poder de cuestionamiento filosófico y de desestabilización de las normas vigentes a todos los adolescentes. Pero si esta mirada aguda y penetrante los hace aptos para denunciar todas las hipocresías y atacar los convencionalismos sociales, también los hace particularmente vulnerables a los desórdenes del mundo a los que se ven confrontados en el refugio eficaz del velo de la negación.
10 Hoy en día, el analista de adolescentes puede, por lo tanto, verse empujado a enfrentarse a la vulnerabilidad de jóvenes atrapados en una forma de impasse existencial. Estos adolescentes se sienten sin futuro debido al reino de la incertidumbre propio del Antropoceno y transgeneracionalmente portadores de la culpabilidad del asesinato a fuego lento de la madre tierra que han perpetrado sus ascendientes. Con Manon y algunos otros, aprendí a acoger esta «angustia ecológica» como tal, a saber, como el síntoma de un malestar contemporáneo en la civilización que revela una de las preocupaciones principales de su generación y, muy probablemente, de las que vendrán detrás. Ante Manon, tuve que registrar, como analista, el peligro ecológico planetario. Experimenté la necesidad de decirle claramente durante una sesión que este peligro ecológico nos afectaba a las dos, al igual que afectaba a la humanidad entera y que esto era algo muy singular y específico. Se trataba en mi caso de reconocer el carácter traumático colectivo que el ataque medioambiental representa, un trauma que no suprime la disimetría de la situación analítica, pero que da lugar a una comunidad de destino que compartimos. Me parecía importante decirle que reconocía, con ella, la realidad de «la alteración catastrófica e irreversible de las condiciones ecológicas globales» (Charbonnier 2020, 10 [traducción propia]), realidad que su tratamiento me permitió entender internamente.
Un narcisismo apocalíptico
11 Este reconocimiento de una comunidad de destino que nos sitúa a ella y a mí en el presente, de la conciencia de la gravedad del cambio climático y de la emergencia ecológica, permitió a Manon la reorganización de su escenario interno. El peligro es común, sus repercusiones psíquicas siguen siendo singulares, atrapadas en una historia infantil específica y articuladas en construcciones fantasmáticas originales. En Manon, el fantasma de identificación con una Tierra agonizante, una madre tierra moribunda por la que habría que sacrificar la vida, se encontró vinculado a la identificación con un padre deprimido. Pero esta identificación, por muy inquietante que resulte, entra en conflicto con otra identificación, que la amenaza aún más porque contiene una destructividad que parece no tener límites. Al abordar el Antropoceno, Pierre-Henri Castel ve la amenaza de que el planeta sea invadido por el mal, en una guerra sin cuartel y sin esperanza de todos contra todos:
Es la fría ruina del Arca-Tierra, en el surco de los efectos geopolíticos de la biofísica implacable del clima y de su impacto sobre la materia viva en todas sus formas. De hambrunas a éxodos, de guerras locales a guerras globales, de paroxismos de contaminación a epidemias gigantescas (eventos que se producirán entre nosotros, en nuestro mundo social y como efecto directo de nuestras políticas), nutriéndose unas a otras en un círculo vicioso que se irá tensando cada vez más; lo que hay de «civilizado» se irá haciendo cada vez más cruel y cada vez más «bárbaro», para contener (y aun así, cada vez menos) lo aún más bárbaro y cruel, hasta que finalmente desaparezca toda diferencia entre civilización y barbarie.
13 Si bien admite la dimensión especulativa de esta distopía, Castel insiste en la potencialidad autodestructora de la pulsión de muerte, potencialidad que nos vemos obligados a constatar que tiene efectos «planetarios» y no solo intersubjetivos o grupales. ¿Tendría Manon una presciencia angustiada de esta pulsión de muerte que puede arrasar con todo a su paso? ¿Sería su suicidio un testimonio del rechazo a pertenecer a esa humanidad, con un terror a la dimensión destructora de su propia destructividad?
14 Manon me explica que le afectan mucho los atentados suicidas de los terroristas que «se explotan en lugares públicos, matando alrededor de ellos a la mayor cantidad de gente posible». Sabe de antemano que la visión de los atentados suicidas la angustia en la misma medida que le fascina. Entiende, aunque esta idea la aterrorice, que podemos querer matarnos de manera espectacular, haciendo de ello un acontecimiento. En relación con el atentado contra Charlie Hebdo y el de Bataclan, Jacques André afirma: «El 7 de enero era aún político, el 13 de noviembre era apocalíptico […]. El delirio del apocalipsis combate la idea de que pueda existir un mañana después de la propia muerte. Su muerte, la propia muerte, es la muerte del mundo» (André 2018, 223 [traducción propia]). Manon vuelve sobre su tentativa de suicidio contemplando la dimensión agresiva de su paso al acto que, sin embargo, organizó como una autoeliminación de su presencia sobre la tierra. Invadida por la idea de que no había esperanza, se preguntó si compartiría el narcisismo apocalíptico de los que quieren terminar de una vez por todas, destruyendo todo lo que hay a su alrededor. La dimensión agresiva, psíquicamente «asesina» de su tentativa de suicidio se le muestra y le revela la inmensidad de su rabia contra todos los que le han hecho daño. ¿Quiso matarlos matándose? Pero si bien Manon, llena de rencor y de rabia, tiene dificultad para identificarse con sus padres, que pertenecen (como yo) a la generación que ha dejado que se produzca la catástrofe de la «gran aceleración» (Crutzen y Stoermer 2000) sin denunciarla ni combatirla, se identifica en cambio con la madre tierra, esta tierra atacada, agredida, maltratada sin descanso por la humanidad. La pulsión de muerte está activa en esta voluntad de autoaniquilación, que realiza el programa freudiano según el cual «la meta de toda vida es la muerte» (Freud 1920, 38).
15 Sin embargo, la destrudo de los terroristas permitirá que se efectúe en Manon una metabolización y una superación de la pulsión de muerte, entendida a la vez como principio de nirvana y como pulsión de destrucción. Ella ve en la violencia de los terroristas algo cuya presencia siente en sí misma y que la aterroriza: el aspecto salvaje de las pulsiones, su locura destructora. La barbarie de los atentados tiene un poder catártico: permite a Manon reconocer en ella la fuerza de su propia pulsión de agresión, aunque inmediatamente atenúe su destructividad añadiendo que esta pulsionalidad no podría en ningún caso, en ella, dar lugar al mismo desencadenamiento. «Freud admite claramente la posibilidad de un progreso del espíritu […] únicamente en la medida en que este individuo se vuelve capaz (se entiende que mediante tratamiento psicoanalítico) de contemplar con lucidez su relación íntima con el mal, es decir, con lo peor», señala Castel (2017b, 332). Frente al «mal que viene», ¿tendría el psicoanálisis, en efecto, la tarea de hacernos «inintimidables frente a la provocación perversa» (Castel 2017b, 333 [traducción propia])? Aunque esta no fuera la representación-objetivo que presidió la terapia de Manon, hay que reconocer que, en efecto, «la fuerza del psicoanálisis consiste en no subestimar la violencia de lo psíquico» (André 2018, 19 [traducción propia]). A lo que conviene añadir: y no subestimar la violencia del mundo resultante.
Reencontrar la pertenencia a la naturaleza
Manon participa en varias manifestaciones por la ecología. Constata que no es la única que se preocupa por el medioambiente, que tiene compañeros de lucha con los que puede contar. Aun así, sigue desconfiando de sus congéneres. Le parecen crueles y tiene dificultades para establecer con ellos relaciones continuas. No tiene pareja, se pregunta por qué rehúye todo lo posible los contactos con los chicos. Tiene muchas amigas, pero se siente siempre un poco «diferente», animada por una gravedad que no tienen las otras chicas. Se entiende en cambio muy bien con los animales y con las plantas. Tiene con ellos relaciones fecundas y que le calman, y habla de ellas habitualmente en las sesiones. Tiene una rata, que pasa buena parte de su vida en su hombro. En verano pasa muchas tardes en la granja de sus abuelos, ocupándose de las plantas, las flores y el huerto. Su hábito de vida en la granja, desde que es pequeña, explica en buena parte su familiaridad con la naturaleza, pero no basta para explicar el tipo de relaciones que establece con lo no humano. En una de sus últimas sesiones, volviendo de nuevo sobre su tentativa de suicidio, Manon insiste en el hecho de que eligió cubrirse con el heno en el granero para estar lo más cerca posible de la tierra, como los animales. Quería enterrarse en el heno para mostrar su pertenencia a la naturaleza. Quería –me explicaba– volver a pertenecer a la naturaleza. ¿Quería escapar así a la dicotomía en la que el ser humano y la naturaleza, separado el uno del otro, se ven reducidos a un cara a cara que solo puede conducir a la dominación de uno sobre el otro?
17 Freud hereda de la Ilustración una concepción «naturalista», [2] según la cual la naturaleza constituye una alteridad amenazante en la que la cultura tiene como tarea principal «protegernos de la naturaleza […]. La naturaleza se alza contra nosotros, grandiosa, cruel, despiadada; así nos pone de nuevo ante los ojos nuestra endeblez y desvalimiento» (Freud 1927, 15-16). La extrema peligrosidad de la naturaleza infiere y legitima los esfuerzos humanos por dominarla y domesticarla: «Reconocemos a un país una cultura elevada cuando hallamos que en él es cultivado y cuidado con arreglo a fines todo lo que puede ponerse al servicio de la explotación de la tierra por los seres humanos y de su protección frente a las fuerzas naturales» (Freud 1930, 91). Basándose en sus observaciones del pueblo jíbaro achuar en Ecuador, el antropólogo de la naturaleza Descola (2005) reflexiona actualmente sobre las relaciones entre naturaleza y cultura una vez más poniendo su atención en los vínculos entre ambas, lo que permite superar la dualidad naturaleza/cultura.
18 Manon seguramente no ha leído a Descola, pero su vínculo con el mundo no humano muestra la revisión epistemológica del estatus de los animales y las plantas en el siglo XXI. Podría decir, como Eduardo Kohn en Cómo piensan los bosques, que «todos los seres, no solo los humanos, interactúan con el mundo y unos con otros como un yo, es decir, como seres que tienen un punto de vista» (Kohn 2021, 180 [traducción propia]). También en este caso, acoger esto requiere hacerse consciente de esta evolución, que es una revolución. Como conclusión a Abondance et liberté, Pierre Charbonnier afirma que «la transformación de nuestras ideas políticas debe ser de una magnitud al menos igual a la de la transformación geoecológica que constituye el cambio climático» (Charbonnier 2020, 403 [traducción propia]). ¿Será Manon una de las que llevarán a cabo esta transformación? El futuro está en marcha…
Notes
-
[1]
El término «Antropoceno» fue propuesto en el año 2000 por el meteorólogo y químico atmosférico Paul J. Crutzen (Premio Nobel de Química en 1995) y el biólogo Eugene F. Stoermer para designar la influencia fundamental y decisiva del ser humano en la biosfera, lo que hace que este sea una fuerza geobiológica. El inicio del Antropoceno es objeto de controversias. Según Crutzen y Stoermer, coincidiría con el inicio de la Revolución Industrial. No obstante, hoy en día existe un consenso entre los investigadores respecto al período más reciente del Antropoceno. Empieza en 1945 y ha sido denominado «la gran aceleración» porque numerosos indicadores de la destrucción de los recursos del planeta adquirieron a partir de entonces una dimensión exponencial (Crutzen y Stoermer 2000).
-
[2]
Philippe Descola plantea la hipótesis de que «las relaciones con el mundo y con los demás se articulan alrededor de cuatro grandes esquemas de identificación que por convención se han denominado “animismo”, “totemismo”, “naturalismo” y “analogismo” (…). Partimos del principio (…) de que la identificación se basa en la imputación o la negación a un alter indeterminado de una “interioridad” y de una “fisicalidad” análogas a las que los humanos pueden atribuirse a sí mismos, una distribución ontológica muy general y cuya distinción clásica entre el alma y el cuerpo no representa más que una variante local característica del Occidente moderno (…). El naturalismo, definido de este modo, supone, frente una alteridad cualquiera, humana o no humana, (…) que nuestras interioridades son diferentes y nuestras fisicalidades análogas». (Descola 2001, 605 [traducción propia]).